Un flexitariano, un vegano y el futuro del sistema alimentario

Dos libros recientes reflexionan sobre el consumo moderno de carne y los problemas de sostenibilidad del sistema alimentario mundial.
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El mercado editorial español sobre problemas medioambientales abunda en novedades. En 2022 se vio impulsado por la conmemoración de aniversarios especiales de clásicos del ecologismo como Los límites del crecimiento (1972), La primavera silenciosa de Rachel Carson (1962) o la Ecología de la Libertad de Murray Bookchin (1982). Este año le toca al futuro del sistema alimentario, un desafío técnico y político colosal poco esotérico al conectar fácilmente con la vida cotidiana. Esto no exime al ciudadano medio de ilustrarse: nunca fue tan fácil aprender de los mejores y comprender, entre otros fenómenos virales, qué hay detrás del “vais a comer mierda” dedicado por un ganadero asturiano en el programa de Ana Rosa a los urbanitas del país, desesperado por la palmaria insostenibilidad económica de su profesión.

En ¿Deberíamos comer carne? Evolución y consecuencias de la dieta carnívora moderna (Fondo de Cultura Económica, 2023), Vaclav Smil ofrece la primera lección magistral tras analizar pormenorizadamente la producción y el consumo moderno de carne. El checo-canadiense necesita cada vez menos presentaciones para los profanos, dado que las editoriales patrias han mostrado un creciente si bien tardío interés por una producción bibliográfica densa y polímata. La edición en castellano aparece casi diez años después de la original, pero más vale tarde que nunca: el enfoque y los argumentos aportados son plenamente vigentes. Como bonus tenemos acceso al Smil más íntimo, que confiesa sus filias y fobias culinarias o cuánta carne ha consumido a lo largo de su vida y cómo la ha preparado, quizá para mostrar que predica con el ejemplo de su propuesta sobre un sistema cárnico sostenible y realista.

Antes de enseñar sus cartas y siendo fiel a su estilo, Smil invita al lector a viajar históricamente por el carnivorismo humano, desde los primeros homínidos hasta el big mac. Esta travesía mostraría dos cosas. La primera, que la carne de animales terrestres fue clave en la evolución biológica y cultural de la humanidad, permitiendo entre otras cosas el incremento del diencéfalo y el despertar de habilidades cognitivas básicas para la cooperación social. La segunda, que cuando disponemos de ella y nuestra supervivencia no está comprometida, queremos consumirla. Esto habría ocurrido tanto en las sociedades de cazadores-recolectores como en la transición alimentaria moderna, culminada a diferentes ritmos por los países desarrollados y algunos no tan desarrollados, y en curso en una buena parte del mundo.

¿Por qué en la modernidad y no antes? Smil afirma que, desde el neolítico hasta entonces, necesitábamos a los animales para cultivar lo justo para sobrevivir. Pero cuando disponemos de fertilizantes sintéticos, de máquinas, de combustibles fósiles y de variedades de cereales muy productivas, ya sale a cuenta mandarlos a las granjas: ahora es posible dispensarles de trabajar con nosotros la tierra para sacrificarlos. Una vez abierta la veda ecológica y económica, no parece haber marcha atrás a un consumo masivo mundial de carne que ha roto cualquier dique cultural y que alcanzó su pico en los países más desarrollados. Este proceso tiene unas consecuencias medioambientales y unas implicaciones morales de sobra conocidas. Entre las primeras destacan: contaminación de los ríos y la tierra, pérdida de biodiversidad, emisiones de gases de efecto invernadero, deforestación, erosión de los suelos y un abuso de antibióticos que nos sitúa ante un inquietante escenario de resistencia microbiana a su acción. Entre las segundas, figura el intolerable e innecesario sufrimiento animal padecido en las granjas de cría intensiva durante un acelerado tránsito vital desde el nacimiento hasta un imperfecto sacrificio.

Puesto que necesitamos solucionar estos problemas y somos demasiado humanos, Smil propone un consumo humano racional de carne, situado entre 15 y 30 kilos anuales por persona. Junto a una industria cárnica más eficiente, implementar esta declaración de mínimos reduciría un tercio la producción mundial, aliviaría lo suficiente al medio natural, acabaría con las macrogranjas y todos tomaríamos las suficientes proteínas de alta calidad. Esto significaría que el español medio, el menos mediterráneo gastronómicamente de los impostadamente mediterráneos, necesitaría reducir al menos siete veces su consumo actual. Políticamente, aspirar a comernos en promedio un chuletón imbatible semanal implicaría persuadir a los impermeables libertarios de la carne y el coche o lidiar con la furia de un sector ganadero que, aun con la demanda actual, sobrevive enchufado al desfibrilador público. Peccata minuta: no es probable que ningún gobierno que quiera revalidar mandato vaya a meterse en semejantes pantanales.

George Monbiot no es reformista. Periodista medioambiental de referencia mundial, es un ecologista heterodoxo: abraza el veganismo, observa con delectación el movimiento de las lombrices y las aves rapaces, pero también defiende la energía nuclear y la síntesis de proteínas en laboratorios. Para demostrarnos que el sistema actual no tiene visos de sobrevivir y que por tanto necesitamos una revolución equiparable a la neolítica, se ha preparado a conciencia: ha leído más 5000 artículos científicos y, en busca de alternativas, se ha adentrado en el campo inglés y ha visitado a un colega finlandés para familiarizarse con una técnica microbiológica en la que ha volcado todas sus esperanzas.   

La primera parte de su libro, Regénesis. Alimentar al mundo sin devorar el planeta (Capitán Swing, 2023), justifica por qué el sistema alimentario mundial está en la cuerda floja. No solamente por los problemas ecológicos mencionados, sino también por su vulnerable estructura: consumidores y productores están cada vez más fuertemente interconectados y se comportan de maneras muy similares. Por ejemplo, los humanos modernos tenemos dietas muy parecidas, aunque, paradójicamente, tengamos más oferta gastronómica dentro de un mismo país o ciudad. Esto hace que estemos posicionados como fichas de dominó ante cualquier eventualidad, sea esta una guerra, una sequía, una inundación o el cierre de un canal.

El periodista británico es pragmático al explorar de primera mano las posibles soluciones: el único principio es conseguir una agricultura de bajo impacto y de altos rendimientos que permita respirar a la naturaleza sin condenar a la humanidad a la inanición. De ahí el pluralismo de lo que denomina regénesis: lanzar un nuevo sistema que aúne lo mejor de la premodernidad y la modernidad. Su pilar sería la síntesis a gran escala de proteínas mediante la fermentación bacteriana de precisión. Debido a su eficiencia económica y medioambiental, este procedimiento podría acabar con la ganadería. Básicamente, seguiríamos accediendo a proteínas animales y saboreando toda la carne que queramos sin tierra ni sufrimiento animal, lo cual permitiría renaturalizar gran parte del planeta, revertir la pérdida de biodiversidad y reducir contundentemente las emisiones de gases de efecto invernadero a la espera de la transición energética.

El único “pero” es que, si esta tecnología de vanguardia es tan prometedora como para derribar el sistema ganadero mundial a golpe de destrucción creativa, Monbiot podría haberse extendido un poco más sobre ella en lugar de ocuparse tanto de la dudosa vertiente premoderna y científicamente asistida de la regénesis, representada por dos esforzados agricultores ingleses de frutas, verduras y cereales cuyo ejemplo es difícilmente generalizable. Si bien ambos muestran que, a fuerza de ingenio humano, experimentación y un mayor conocimiento de la ecología del suelo, la agroecología de altos rendimientos es posible, no es muy esperanzador que ninguno pueda permitirse vacaciones, mientras uno necesita el favor perpetuo de un terrateniente magnánimo y otro recurre a explotaciones agrícolas convencionales que cubran las pérdidas de unos experimentos tan ecológicamente efectivos como económicamente ruinosos.

Este cambio de óptica podría haberle conducido a dedicar más de una frase sobre el mayor obstáculo institucional a la fermentación de precisión en Europa, que no son principalmente los intereses alineados y las subvenciones sino una legislación que adopta dogmáticamente un principio de precaución que parece anteponer la pureza ideológica al fin práctico de la sostenibilidad, tal y como remarcó hace unos meses una diputada del parlamento neerlandés. Por descontado, esto no nos sustrae de abordar dos asuntos políticos cuya gran magnitud sin embargo es proporcionalmente inversa a su novedad: la posible concentración empresarial y la propiedad intelectual, que pueden poner barreras a la universalización del disfrute de esta tecnología para cubrir las necesidades humanas.

Irreformable o no, el sistema alimentario mundial y sus implicaciones van a copar, por las buenas o por las malas, la agenda política internacional y doméstica. Conviene prepararse para sobreponerse a las demandas excluyentes del sector ganadero y agrícola y del activismo menos razonable.

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Daniel Lara de la Fuente (Madrid, 1989) es doctorando en Ciencias Jurídicas y Sociales por la Universidad de Málaga.


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