El estado de las cosas
El tema que propongo desarrollar es el nexo entre energía, medio ambiente y seguridad. Ofrecer energía segura y sostenible para cubrir la creciente demanda mundial es una de las tareas más arduas que enfrentará la sociedad en las próximas décadas.
Son muchos los asuntos que hay que comprender respecto a la energía; como el espacio es limitado bastará con señalar cuatro puntos generales:
1. Demanda en aumento
El primer punto es que el consumo de energía aumentará considerablemente en las próximas décadas. Este hecho se ilustra en la GRÁFICA 1, que muestra la trayectoria de varios países durante veinticuatro años respecto al consumo de energía anual per cápita en relación con el PIB anual per cápita.
Estados Unidos es un caso atípico: un consumo de energía alto y en aumento constante y un PIB elevado. Hay otro grupo de países desarrollados –la Unión Europea y Japón– cuya energía por persona es casi la mitad que la de Estados Unidos, pero cuyo PIB per cápita es sólo dos terceras partes del estadounidense. Y luego hay una franja de países en desarrollo –China, la India, Brasil, Malasia, México– cuyo consumo de energía per cápita aumenta sostenida y exponencialmente según su crecimiento económico.
De estos datos se extraen dos conclusiones generales: primera, nadie consume menos energía al hacerse más rico, y segunda, debido a que hay cerca de 1,000 millones de personas en los países desarrollados, otros 2,500 millones en los países en desarrollo y 2,500 millones más que no llegan a figurar en la gráfica anterior, se puede esperar una demanda en aumento conforme las condiciones económicas sigan mejorando en el mundo entero.
Guiada por el impulso económico, esa demanda en aumento se acentuará gracias al incremento en la población global (de los actuales 6,500 millones de personas a un punto máximo de 9,000 millones para mediados de siglo). Gran parte de ese aumento ocurrirá en África y Asia.
Las mejoras económicas y el incremento poblacional derivarán –de hecho, ya están derivando– en un fuerte aumento de la demanda energética. Las proyecciones tendenciales revelan que la demanda se habrá acrecentado un sesenta por ciento en 2030 y duplicado a mediados de siglo.
2. Predominio del combustible fósil
El segundo punto es que hoy, así como en un futuro pronosticable según tendencias históricas plausibles, gran parte de la energía primaria proviene y provendrá de los combustibles fósiles.
La GRÁFICA 2 ilustra las fuentes de energía en el mundo, tanto históricas como tendenciales. La barra correspondiente a 2010 demuestra que el carbón, el petróleo y el gas natural representan casi el ochenta por ciento de la actual fuente de energía primaria. Se puede advertir que, aunque se espera que su aumento sea considerable, en 2030 las fuentes renovables seguirán representando una pequeña fracción de la energía global. Así que, durante varias décadas por venir, la mayor parte de nuestra energía parece destinada a proceder de los combustibles fósiles debido a su disponibilidad, bajo costo y facilidad de uso.
Aunque son un recurso finito, los combustibles fósiles no escasearán en el futuro cercano. Con la actual tasa de consumo, nos quedan cuarenta años de petróleo convencional y sesenta de gas económicamente recuperable. Y contamos al menos con 150 años de carbón, con la posibilidad de que la cifra suba: nadie jamás se ha lanzado a explorar en busca de este elemento.
Si uno lleva ya algunos años en el mundo, esta no es la primera vez que habrá escuchado a la gente decir: “Nos vamos a quedar sin petróleo.” Un día la sentencia será correcta. Pero ahora el mundo tiene unos cuatro trillones[1] y medio de barriles de petróleo recuperable a costos que resultan bajos en relación con el precio actual de noventa dólares[2] por barril. Esto equivale a cerca de cuatro veces el consumo total previsto para los próximos veinticinco años.
Es cierto que gran parte de ese petróleo será más difícil de producir y de menor calidad. Sin embargo, no me parece que haya escasez de hidrocarburos. Más bien, la producción petrolera está determinada por lo que ocurre no tanto en el subsuelo sino en la superficie: la demanda, la tecnología, la economía y la política.
3. Mala distribución de las reservas fósiles
El tercer punto es que los combustibles fósiles están mal distribuidos en el mundo, ya que existe una dislocación entre los lugares donde se hallan los yacimientos de hidrocarburos fluidos y donde se encuentran los centros que los demandan. Las tres regiones con mayor consumo energético –Norteamérica, Europa y Asia-Pacífico– agotan el ochenta por ciento del petróleo que se produce diariamente, pero cuentan sólo con el quince por ciento de las reservas convencionales. La situación con el gas natural es un poco más pareja: 61 por ciento de consumo y 32 por ciento de reservas; en lo referente al carbón, la alineación es justa.
Otra tendencia importante para la seguridad energética es la creciente concentración de reservas petrolíferas en manos de compañías petroleras nacionales (NOC, por sus siglas en inglés, como Saudi Aramco, Petrochina, o Petrobras) en lugar de en compañías petroleras internacionales (IOC, por sus siglas en inglés, como BP,[3] Exxon y Shell). Las IOC tienen acceso a sólo un diez por ciento de las reservas convencionales, aunque actualmente representan alrededor del 35 por ciento de la producción petrolera diaria en el mundo. Y, por lo general, las IOC –cuyas acciones cotizan en bolsa y por ende están sometidas al escrutinio público– son más eficientes y hábiles que las NOC, cuyas estrategias pueden tener controladores que rebasan lo económico.
4. Emisiones de bióxido de carbono
El cuarto y último punto es que el uso convencional de los combustibles fósiles añade gases de efecto invernadero (GEI) a la atmósfera. Ciertamente, el sesenta por ciento de las emisiones antropogénicas de GEI proviene de la energía: cuarenta por ciento se debe a la electricidad y el calor y veinte por ciento al transporte. La agricultura y la deforestación hacen sustanciales aportaciones no energéticas.
Los GEI se han acumulado en la atmósfera al grado de contribuir muy probablemente al cambio climático que estamos experimentando, y es posible que su efecto sea mayor en las próximas décadas conforme esa acumulación crezca. Aunque desconocemos los detalles del impacto que tendrá el futuro cambio climático antropogénico, sabemos a grandes rasgos que traerá trastornos y costos que podrían ir del mero inconveniente a lo catastrófico.
La naturaleza acumulativa de GEI es especialmente insidiosa, aunque poco valorada por el público en general. Ya que casi la mitad del bióxido de carbono emitido anualmente permanece durante más de mil años en la atmósfera, esta sin duda acumula emisiones, de modo que la concentración se eleva a un promedio más o menos similar. En un escenario tendencial, la concentración alcanzará niveles considerados peligrosos hacia mediados de siglo. El problema con la acumulación es que una módica reducción de emisiones retrasará pero no impedirá que la concentración cruce umbrales nocivos. Las emisiones se deben reducir drásticamente para tener un impacto esencial en las concentraciones.
Estas simples consideraciones demuestran que a finales de este siglo las emisiones se deben reducir al menos en un factor de dos de su valor actual para tener una esperanza de estabilización, en vista de que para mediados de siglo se prevé una duplicación de la demanda energética. De modo que hay que rebajar la intensidad carbónica de nuestro sistema energético en un factor de alrededor de cuatro.
Más allá de estos retos en cuanto a emisiones globales, uno se topa con la difícil pregunta de quién las produce y en qué cantidad. La situación se asemeja a la de las trayectorias energéticas: emisiones cuantiosas y en paulatino aumento por parte de los países desarrollados, emisiones menores pero con un aumento más veloz por parte de los países en desarrollo. Algunas naciones atípicas en cuanto a consumo de energía son Francia (casi el ochenta por ciento de su electricidad es generada por fisión) y Brasil (con un alto índice de energía hidroeléctrica y biocombustibles de carbón neutro).
El hecho de que este año las emisiones totales –no per cápita– de los países desarrollados y en desarrollo hayan sido casi iguales nos conduce a tres consecuencias aleccionadoras:
a) En este siglo, las emisiones acumuladas de los países en desarrollo serán mayores que las de los países desarrollados.
b) Acorde con las tendencias actuales, cada diez por ciento de reducción en emisiones que pudieran lograr los países desarrollados –algo que no se ha conseguido– sería contrarrestado fácilmente por el aumento de las emisiones de los países en desarrollo.
c) Si las emisiones per cápita de China o la India aumentaran para igualar las de Japón –una de las más bajas de los países desarrollados–, las emisiones globales se incrementarían un cuarenta por ciento, mientras que la estabilización de GEI requiere una reducción del cincuenta por ciento para finales de siglo.
Es alarmante que los países que se han comprometido a reducir sus emisiones a través del Protocolo de Kyoto en realidad las hayan aumentado en la década pasada.
Los rasgos distintivos del problema de la energía
Lo que queda al cabo de este vertiginoso paseo es la certidumbre de que el mundo enfrenta dos diferentes problemas energéticos: la seguridad y las emisiones. Enfrentar uno de los dos, o ambos en el mejor de los casos, exige cambios sustanciales en la forma en que generamos y usamos la energía. Para lograr el impacto que se requiere, los cambios deben ser materiales, económicos, técnicamente factibles y políticamente aceptables.
Antes de entrar en detalles, es importante enumerar ciertos rasgos estructurales que distinguen al problema de la energía de otros que encara la sociedad.
El primer rasgo es la magnitud. La energía se caracteriza por una infraestructura grande y costosa (una planta eléctrica o una plataforma petrolera en el mar pueden ser inversiones multimillonarias), una enorme cantidad de material (medidas globalmente en gigatoneladas) y un número inmenso de unidades (vehículos, etcétera). Tal magnitud requiere considerables sumas de dinero y la habilidad para aprovechar la infraestructura existente. Por esta razón, y casi sin duda, las industrias energéticas de la actualidad deben ser parte de cualquier cambio.
El segundo rasgo es la ubicuidad. El calor, la luz y la movilidad que posibilitan la energía son tan ubicuos que apenas nos detenemos a pensar en ellos. Esa misma ubicuidad, no obstante, genera intereses directos de muy diversos actores: la industria, los consumidores, los gobiernos y las ONG. Como los intereses no siempre empatan, el cambio ocurre lentamente.
El tercer rasgo es el margen temporal. El ciclo de vida de equipo grande –hasta un siglo para los edificios, cincuenta años para las plantas eléctricas, veinte años para los automóviles– dificulta los cambios rápidos. Hay que tomar en cuenta que, mientras que el problema del carbono cuenta con un margen que va de décadas a milenios, el lapso infraestructural se reduce a décadas, el político a unos años, el empresarial a una cuarta parte y el noticioso a un día o quizá menos. La sociedad no está preparada para enfrentar problemas con esta duración.
El último rasgo es la pertinencia. Desde la perspectiva del consumidor, ya hay tecnologías perfectamente aptas para generar calor, luz y electricidad. Toda tecnología nueva que no ofrezca servicios cualitativamente nuevos, debe competir en costo y contra los intereses existentes.
Tecnologías energéticas
Las herramientas disponibles para provocar cambios en el sistema energético son la tecnología y la política. Quienes se inclinen por la segunda opción dirán que el desarrollo tecnológico depende de la política. Pero quienes comulgamos con la primera opción sabemos que hay poderosas restricciones físicas que toda tecnología tiene que respetar: uno no revocará la segunda ley de la termodinámica gravando la entropía.
Según creo, acercarse a las tecnologías energéticas con el enfoque de una solución mágica es equivocado. El mundo tiene recursos limitados –sean financieros, de capacidad mental o tolerancia al cambio– y un tiempo restringido para enfrentar el doble reto de la seguridad y las emisiones.
Comencemos con las tecnologías de transporte. La electrificación total de este sector puede ocurrir eventualmente, pero la limitante son las tecnologías de almacenamiento eléctrico. Durante las próximas décadas los hidrocarburos líquidos llevarán la delantera debido a su alta densidad energética.
Del lado de la oferta, donde no hay inquietud por el cambio climático, existe una variedad de opciones más allá del petróleo crudo: petróleo pesado y de arenas bituminosas, conversión de carbón o gas natural a líquidos. Buena parte de estas tecnologías conlleva emisiones tan cuantiosas como las del petróleo crudo. La única opción material de oferta que considera tanto la seguridad como las emisiones es la de los biocombustibles avanzados. La producción de biocombustibles convencionales –por ejemplo, el etanol de maíz en Estados Unidos– se ha aprovechado de la agricultura alimenticia; por ende, se le ha dificultado alcanzar materialidad y tiene beneficios limitados en cuanto a GEI. Los avances en la biotecnología están abriendo posibilidades significativas de mejora. Por ejemplo, cultivos energéticos especializados que se siembran de forma sostenida proveen lignocelulosa que se procesa en moléculas combustibles superiores al etanol. Aquí hay un enorme potencial.
Las opciones de transporte del lado de la demanda pueden jugar un papel fundamental. La hibridación o el aligeramiento de peso de los vehículos puede marcar la diferencia, y hay otros cambios en la tecnología automotriz que se podrían implementar. Los híbridos enchufables se perfilan en el horizonte como una excelente alternativa. Todas estas tecnologías existen o están al alcance: es sólo cuestión de que haya voluntad política y de que se arreglen las fuerzas económicas.
Cuando uno ve las tecnologías eléctricas en la misma dimensión, el carbón limpio es por mucho la opción preferida. Es accesible, se encuentra donde están los centros de demanda, es fácil de usar y resulta barato; no obstante, es el combustible fósil que contiene la mayor cantidad de carbono. El gas natural es mejor, ya que emite casi la mitad de bióxido de carbono por unidad de energía producida; sin embargo, es casi un hecho que puede haber problemas de oferta. La energía hidroeléctrica es eficaz, pero la capacidad del mundo está a punto de agotarse.
Hay otras tres opciones materiales: electricidad eólica, nuclear y de hidrógeno. Me detendré brevemente en cada una de ellas:
1. La electricidad eólica es una tecnología bastante madura que compite con los combustibles fósiles en lugares aptos de tierra firme. Se está implementando rápidamente y ya se acerca al uno por ciento de la electricidad total generada en Estados Unidos. Hay, no obstante, algunas precauciones: la disponibilidad de lugares aptos y su lejanía de los centros de demanda, la aceptación pública de las granjas eólicas. Es posible que en las próximas décadas este tipo de energía llegue a cubrir el quince o veinte por ciento de la electricidad total producida en Estados Unidos, pero me parece improbable que ese índice sea mayor.
2. La fisión genera actualmente el dieciséis por ciento de la electricidad del mundo, pero no ha aumentado realmente en las dos décadas pasadas. Es una tecnología probada que produce enormes cantidades de electricidad libre de emisiones a precios competitivos. Así que si el mundo va a encarar con seriedad el problema de las emisiones de bióxido de carbono, es casi un hecho que la energía nuclear jugará un papel decisivo en el nuevo escenario. Tiene, sin embargo, sus desventajas: inquietudes en torno de la seguridad, el manejo de desechos y el potencial de acelerar la proliferación de expertos –si no de materiales– armamentistas. Con todo, la mayoría de estos asuntos me parecen sociales y administrativos más que técnicos.
3. La electricidad de hidrógeno es el término que BP aplica a la captura y almacenamiento de carbono: los combustibles fósiles se queman de manera que el hidrógeno se produce para generar electricidad y el bióxido de carbono se captura y almacena bajo tierra, donde se espera que permanezca durante varios milenios. La electricidad de hidrógeno es más que una idea, pero aún no se ha integrado a una escala comercial. La integridad de los depósitos subterráneos es plausible, aunque todavía debe ser verificada. Se prevé que, cuando alcance la madurez, esta tecnología tenga costos equiparables a los de la energía nuclear.
Conservación y eficiencia
Mejorar la eficiencia energética es otro enfoque muy difundido para reducir el uso de energía y, por tanto, para atender las inquietudes relativas a la seguridad y las emisiones. Por ejemplo, casi la mitad de la energía del mundo se consume en calefacción, iluminación y ventilación de edificios; aunque ya existen múltiples tecnologías que permiten que tal energía sea utilizada con mayor eficiencia, no se han implementado con vigor: los principales obstáculos son económicos y sociales.
Los sistemas energéticos urbanos son otro gran triunfo en potencia. Hoy el cincuenta por ciento de la población mundial vive en las metrópolis; en 2030 ese índice será del setenta por ciento. Edificar ciudades prestando suma atención al diseño de construcciones, a la integración de espacios residenciales, comerciales e industriales y a los sistemas de transporte de personas, mercancías e información podría reducir significativamente el uso de energía.
Sin embargo, es importante comprender que eficiencia y conservación no son la misma cosa. De hecho, mejorar la eficiencia puede derivar en un mayor consumo de energía. Por ejemplo, si se mejoran demasiado los costos operativos de un refrigerador, las familias empezarán a tener dos o tres y por ende contrarrestarán algunas de las ganancias.
Según creo, las únicas maneras seguras de promover la conservación de energía son regular su uso o elevar su precio. Es difícil que un gobierno emprenda ambas acciones y continúe en el poder.
¿Podemos tenerlo todo?
Permítanme volver a la pregunta que titula este texto: ¿podemos tenerlo todo? Mi respuesta es que podemos y debemos atender eficazmente el doble reto de la seguridad y las emisiones, pero creo que quizá no lo haremos. Me explico.
El impacto directo de la seguridad energética y su inmediatez en tiempo y espacio la convierten en el problema de mayor prioridad. Hay que recordar que la seguridad implica, en gran medida, disponer de un combustible líquido para transporte que sea confiable y se obtenga a un precio razonable y, en menor grado, de gas natural para generar electricidad y calor. Creo que las fuerzas del mercado, la diversidad de las fuentes de carbono, los estándares de kilometraje y la electrificación gradual del transporte serán de ayuda, aunque en el camino habrá obstáculos debido a los inevitables desajustes entre oferta y demanda. Estos se pueden allanar si los gobiernos tienen una visión suficientemente amplia para minimizar los trastornos. Lamentablemente, Estados Unidos –y de hecho la mayoría de los países– ha sido incapaz de hacerlo.
Soy aun menos optimista en cuanto a nuestra capacidad de resolver el problema de las emisiones. Como he demostrado, es indudable que existen políticas que podrían implementarse y tecnologías que podrían utilizarse para estabilizar las concentraciones de GEI en quinientas cincuenta partes por millón o incluso menos. Muchas cosas que el mundo podría hacer, sin embargo, no se hacen. (La disminución de la pobreza es sólo un ejemplo.) En el caso de las emisiones, hay formidables barreras: la economía, la política, el modo en que funcionan las democracias y la naturaleza humana.
Pienso, así, que uno debe considerar la posibilidad de que los mejores esfuerzos del mundo por conservar la energía y descarbonizar el suministro energético no solucionarán el problema de las emisiones, lo que nos conduce a una pregunta obvia: ¿cuál es el plan B? La discusión pública de este asunto ha sido silenciosa por temor a desviarse del objetivo principal: disminuir las emisiones. Dados los hechos, creo que es una irresponsabilidad no estudiar a fondo esta cuestión.
La adaptación, que ya corre paralela a los esfuerzos de reducción, debe ser un elemento fundamental del plan B. El grado de adaptación –que puede incluir cambios en la agricultura, resistencia de la infraestructura existente, construcción de presas, canales y acueductos, y tal vez hasta migraciones masivas– dependerá, por supuesto, de la naturaleza y la gravedad de los impactos. Hay razones para creer que la adaptación será eficaz, dada la amplia variedad de entornos que ya habitan los seres humanos. No obstante, habrá mayor dificultad en los países en desarrollo y sobre todo en las regiones que viven cercanas a los niveles de subsistencia.
Si llegara a ocurrir el peor de los cambios climáticos, la geoingeniería podría emerger como parte del plan B. Sin darnos cuenta, ya estamos influyendo en el sistema climático gracias a las emisiones de GEI. Podríamos influir de otros modos: extrayendo GEI de la atmósfera mediante intervenciones en la biósfera o disminuyendo en pequeñas cantidades la luz solar que absorbe la tierra. Además de cuestiones técnicas, la geoingeniería enfrenta complicadas repercusiones sociales, incluyendo dudas como las siguientes: ¿quién toma las decisiones?, ¿cuáles son los puntos de activación?, ¿qué grado de responsabilidad tendrán las consecuencias involuntarias? Es un camino que las futuras generaciones podrían ver de muy mala gana como la última respuesta a un cambio climático catastrófico.
Más allá de la seguridad energética y el clima
Creo que he demostrado que un estudio directo de los hechos, las tendencias y la tecnología lleva a descubrir algunas conclusiones eficaces y una serie de acciones más o menos obvias para encarar los retos que se plantean. Por lo mismo, me sorprende que el mundo esté tan confundido en lo que se refiere a los asuntos energéticos.
Necesitamos educación: tanto de los políticos, para que promuevan decisiones inteligentes, como del público, para que acepte –o al menos tolere– las decisiones que se deban tomar, y de los universitarios que trabajarán estas cuestiones en el futuro. Los tecnólogos versados en política –o viceversa– son particularmente importantes.
En las próximas décadas el mundo enfrentará cada vez más –de hecho, ya está enfrentando– problemas graves y sin precedentes que incluyen, más allá de la energía y el cambio climático, la degradación ambiental, la disponibilidad de agua y alimentos, la finitud de recursos como madera y metales, el uso de suelo, la salud pública y las enfermedades emergentes. En diversas proporciones, estos problemas son impulsados por la demografía, el auge económico de gran parte de la humanidad, la globalización, la finitud y mala distribución de recursos y el avance de la propia tecnología. Se distinguen por tener aspectos tanto técnicos como sociales. Muchos son, por ende, “asuntos sistémicos” y todos poseen una escala global, la mayoría con plazos prolONGados.
Comprender cómo manejar estos problemas –ofrecer análisis claros y opciones de respuesta y comunicarlos de forma verosímil y persuasiva a las autoridades y el público en general– requiere fusionar las disciplinas técnicas y las ciencias sociales de modos poco ortodoxos. Para hallar soluciones, y creo sinceramente que existen, debemos aplicar a estos temas la prodigiosa capacidad del mundo para sortear dificultades. ~
Traducción del inglés de Mauricio Montiel Figueiras
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1. Trillones entendido en el sentido inglés = 4,000,000,000,000.
2. El precio promedio del barril estaba en este nivel al momento de la presentación del Dr. Koonin.
3. BP, anteriormente conocido como British Petroleum.