Durante su conferencia matutina del 21 de febrero del 2024, el presidente Andrés Manuel López Obrador reveló que, a petición suya, Arturo Zaldívar Lelo de Larrea, cuando era ministro presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, había incidido en las decisiones de los juzgadores a fin de que pasaran por alto errores cometidos por las fiscalías durante la investigación de actos probablemente constitutivos de delitos. El titular del poder ejecutivo, según su relato, llamaba al presidente del órgano supremo del poder judicial, para que este a su vez se comunicara con el juzgador en turno, a fin de que adecuara distintas resoluciones judiciales a la voluntad de López Obrador.
En esas declaraciones, el presidente de la República prácticamente confesó que, aprovechando su posición e influencia y a través de Zaldívar, él determinaba quién debía continuar en prisión o sujeto a proceso. A partir de esto, es posible entonces asumir que Zaldívar realizó gestiones tendientes a frenar la liberación de individuos señalados como presuntos responsables, violando con ello no solamente lo dispuesto por los artículos 14, 16, 17 y 21 constitucionales, que protegen entre otros los derechos humanos de los procesados, sino también fracturando gravemente al principio de la división de poderes y de la independencia judicial, establecidos en el artículo 49 constitucional.
El artículo 221 del Código Penal Federal define al tráfico de influencias como el delito por el cual un servidor público, por sí o a través de terceros, realiza actos u omisiones indebidos y/o promueve o gestiona la tramitación de negocios o resoluciones públicas que no sean propias de la naturaleza de su empleo, cargo o comisión. De igual manera, comete este delito quien promueva o gestione la conducta ilícita del servidor público que se ha descrito y también el servidor público que ejecute la tramitación de tales negocios, emita las resoluciones o realice los actos u omisiones indebidos promovidos. El mismo artículo establece que los traficantes de influencias se harán acreedores a una pena de dos a seis años de prisión y de 30 a 100 días de multa.
Por otro lado, el artículo 225 del mismo Código Penal Federal determina como delitos contra la administración de justicia cometidos por los servidores públicos el hecho de que tales servidores conozcan de negocios para los cuales tengan impedimento legal (recordemos que las Fiscalías son autónomas por ley y que las actuaciones judiciales están bajo resguardo de los juzgadores que se encuentren conociendo de ellas, sin permitir el acceso a ningún otro individuo salvo las partes litigantes y los representantes y asesores legales expresamente autorizados para tal fin); que ejecuten actos o incurran en omisiones que produzcan un daño o concedan a alguien una ventaja indebida; que retarden o entorpezcan maliciosamente o por negligencia la administración de justicia; que den a conocer a quien no tenga derecho, documentos, constancias o información que obren en una carpeta de investigación o en un proceso penal y que por disposición de la ley o resolución de la autoridad judicial, sean reservados o confidenciales; o que retengan a una persona imputada sin cumplir con los requisitos que establece la Constitución y las leyes respectivas, entre otros.
La pena por la ejecución de estas conductas puede ir de tres a diez años de prisión y multa desde treinta a mil cien días. Estos delitos no son mutuamente excluyentes. Por el contrario, en un proceso judicial del orden criminal, las sanciones serían acumuladas, atendiendo la gravedad y la modalidad de las conductas ejecutadas y las circunstancias que concurran.
Si nos atenemos a estas disposiciones de ley, el presidente declaró espontáneamente la probable comisión no de uno, sino de varios delitos. Surge de lo dicho por él la duda legítima sobre la cantidad de casos en los que hubo injerencia indebida en perjuicio de los procesados, y cuántos de estos individuos fueron sujetos a proceso e incluso condenados indebidamente. Este golpe a la procuración de justicia debería tener consecuencias graves.
Peor aún: la declaración de López Obrador deja clara su percepción de que el poder judicial debe subordinarse incondicionalmente a la voluntad presidencial, sin más límite que el capricho o la noción de justicia personalísima del líder. En esto no hay lugar a duda: tras la confesión de la injerencia indebida y los delitos probablemente cometidos, vino la grave acusación a la actual ministra presidente Norma Piña por la defensa de la autonomía judicial que ha llevado a cabo desde el primer día de su mandato. La señaló como una servidora pública que “da permiso para robar”. Para el presidente, la responsabilidad de las fiscalías para investigar e integrar con diligencia las carpetas correspondientes se ajusta también a las narrativas del poder. La profesionalización de las fiscalías no es relevante. La ley no es límite ni obstaculo. La independencia judicial es un estorbo. Las autoridades judiciales deben acatar y sujetarse a las decisiones presidenciales.
De paso, deja ver claramente el fondo de la reforma judicial que el propio López Obrador enarbola como bandera de campaña, impuesta a su candidata Claudia Sheinbaum y naturalmente encargada a su leal operador, Arturo Zaldívar. En la justicia obradorista, se es culpable si así lo quiere o requiere el presidente. Esta es la principal herramienta que planea heredar a Sheinbaum: el terrorismo judicial, con juzgadores propuestos a modo, incondicionales a Morena y sobre todo, al obradorismo.
Por su parte, durante su participación en el segmento de los jueves en el noticiero que conduce Ciro Gómez Leyva, Arturo Zaldívar justificó la confesión presidencial con la circunstancia de que el presidente no es abogado. El ex ministro presidente olvidó dos principios fundamentales del Derecho: que la ignorancia de la ley no exime de su cumplimiento –y en el caso de los servidores públicos, es protesta constitucional cumplirla y hacerla cumplir– y que la autoridad solo puede hacer aquello que la ley expresamente le autoriza hacer.
Intervenir en los procesos judiciales sin estar facultado para ello no solamente no está permitido a persona alguna. Está expresamente prohibido por ley y, tratándose de servidores públicos, constituye un acto grave de corrupción y contra la administración de justicia. Zaldívar también argumentó que es común y hasta deseable la comunicación entre los titulares de los tres poderes de la Federación.
Cabe recalcar que el mismo Zaldívar calificó como “presión” por parte del expresidente Calderón a la comunicación que hoy alude como normal en una democracia entre el titular del Ejecutivo Federal y los ministros de la Corte. Por lo visto, para Zaldívar, el respeto a la ley y la ley misma también es una decisión personalísima sujeta a la calificación subjetiva de los involucrados. Este es el perfil de quien ya llevó a cabo una reforma judicial en 2021, y ofrece a favor de la campaña de Sheinbaum una “reforma integral y profunda”del PJF. El mismo que habla de austeridad pretendiendo que luego de su retiro como ministro le fueran asignados doscientos cincuenta mil pesos mensuales por concepto de pensión, once asistentes personales, dos camionetas de lujo blindadas y hasta el pago de gasolina, todo a cargo de la Corte.
Hoy, la protección constitucional de la que aún goza el presidente hace prácticamente imposible que sea relegado de su posición, sujeto a juicio político y procesado por estos delitos. Zaldívar, por otro lado, aunque no goza de ningún fuero, dificilmente será investigado por la Fiscalía a la que favoreció con la indebida gestión de los asuntos que le encargaba el presidente.
Zaldívar es la persona menos idónea para hablar de administración de justicia en nuestro país, por su voluntario sometimiento a la voluntad del presidente López y la constante ofensa a la alta responsabilidad que le fue encomendada desde 2009 hasta 2023, cuando aún siendo ministro, anunció públicamente su adhesión al proyecto político de la candidata del partido en el poder. Debemos seguir con atención las actuaciones de las ministras Loretta Ortiz y Yasmín Esquivel (sobre quien aún pesan las acusaciones de plagio de su tesis profesional) y, sobre todo, de la ministra Lenia Batres, primera designada directamente por el presidente, que no tiene ninguna experiencia en el campo de la carrera judicial y sí muchos beneficios para ella y su familia por la cercanía con López Obrador. Concretamente, estar pendientes al sentido de sus resoluciones y a si son acordes al texto constitucional.
Por el momento, queda en los ciudadanos repudiar, en la jornada electoral del próximo 2 de junio, a los involucrados en este acto de injerencia. Si el voto de castigo es efectivo, impedir la realización de la reforma judicial que ahora propone Zaldívar es la razón más poderosa para darlo. ~
es licenciada en derecho con especialidad en derecho fiscal por la UDLAP. Activista en favor de la cultura de la legalidad.