Cuentan que Cervantes pasó los últimos años de su vida aquejado de una sed que ni agua ni vino eran capaces de apaciguar. Así lo dejó escrito en el prólogo de Los trabajos de Persiles y Sigismunda en el que reproduce el diálogo con un estudiante:
–Esta enfermedad es de hidropesía, que no la sanará toda el agua del mar Océano que dulcemente se bebiese. Vuesa merced, señor Cervantes, ponga tasa al beber, no olvidándose de comer, que con esto sanará sin otra medicina alguna.
–Eso me han dicho muchos –respondí yo–, pero así puedo dejar de beber a todo mi beneplácito, como si para solo eso hubiera nacido.
Lo que se ha sabido mucho después es que Cervantes murió de diabetes, enfermedad que entre otros síntomas se manifiesta a través de una sed voraz.
Cuatrocientos años después de que del magín del escritor complutense surgiese el manchego más famoso, Virginia Mendoza (Valdepeñas, Ciudad Real, 1987), antropóloga de formación, ha escrito La sed (Debate), que arranca con un prólogo con aroma de alacena, madera cubierta con encaje de bolillos, tocino, aceite y vino, y que sin dejar de lado un costumbrismo manchego tiznado de imágenes de infancia y de vivencias familiares en un mundo rural siempre con la amenaza de la sequía a las espaldas, aspira también a un objetivo más ambicioso: tejer una historia del mundo valiéndose del concepto de la sed. Así, Mendoza echa su cuarto a espadas para reivindicar el agua (y su escasez) como fuerza telúrica devastadora y factor decisivo en el devenir de la humanidad ya sea como detonante de migraciones, auge y declive de civilizaciones, enfermedades, guerras, levantamientos populares, invenciones, descubrimientos científicos, supersticiones y rituales.
Comercialmente hablando resulta tentador publicar un libro como este en medio de la sequía que agosta gran parte de España. Sin embargo, el de Mendoza no pertenece a esa categoría de obras con fecha de caducidad, que responden a un tema candente para luego terminar olvidados y arrumbados en los anaqueles de las librerías de segunda mano. Es en esta intemporalidad donde residen el interés y encanto de La sed: ahora que los trasvases vuelven a ser noticia, Mendoza nos recuerda que la cuestión del agua en todas sus facetas (su invocación, su recogida, su canalización o su aprovechamiento) ha sido perentoria a lo largo de la historia. Todo está inventado y ni siquiera los conflictos a propósito de ella son nuevos: cuenta Mendoza que la primera guerra documentada, entre los pueblos umma y lagash hace más de 4500 años, tuvo como casus belli el control de unas tierras tremendamente fértiles en lo que hoy es Irak. Y sabemos que en el primer pleito del que se tiene constancia en la península Ibérica, lugar de sequías cíclicas cada siete años, el agua jugó un papel fundamental. Sucedió durante la Hispania romana y en él litigaron dos ciudades que hoy se encuentran en la provincia de Zaragoza. En España el “agua para todos”, lema de multitudinarias manifestaciones que incluso llegó a estamparse en la camiseta de un equipo de fútbol de Primera División, es una reivindicación milenaria.
En esa urdimbre entre lo local y lo universal, presente y pasado, y saber popular y científico (a menudo compatibles) que enhebra todo el libro, Mendoza se detiene en la primera cultura hidráulica europea, y que surgió –no podía ser de otra forma– en La Mancha. En esas mismas tierras que pisaron y labraron los abuelos y bisabuelos de Mendoza proliferaron, no mucho después de que los umma y los lagash se peleasen a cuenta del agua, las motillas, fuertes circulares conectados entre sí que protegían pozos y servían también como silos de grano. Hoy persisten no solo como yacimientos arqueológicos y reclamos turísticos, una suerte de Stonehenge manchego, sino como topónimos que inundan toda la zona.
El libro de Mendoza es frenético e imprevisible, sin que uno pueda asegurar con confianza qué se va a encontrar no ya en la siguiente página, sino en el próximo párrafo. No sigue un orden cronológico pero, con todo, los temas que aborda quedan bien engarzados. Se percibe en su trabajo un esfuerzo por explicar de forma amena al lector los asuntos más abstrusos, como los ciclos de Milankovitch que rigen las variaciones del clima o la larguísima evolución que nos ha llevado desde el último antepasado común universal (LUCA por sus siglas en inglés), esto es, el tatarabuelo de todos los seres vivos que en el mundo han sido, hasta el homo sapiens actual, y cómo en esa evolución el agua y la sed han sido elementos siempre presentes con variable protagonismo. Y junto a los conocimientos más técnicos se pasean por este libro Tales de Mileto, que al modo de la hormiga hacía acopio de agua en previsión de los tiempos de secano; Aristóteles con las primeras definiciones de los fenómenos atmosféricos; el médico y astrólogo Theophrastus Philippus Aureolus Bombastus von Hoffhenheim, que fue testigo del famoso baile de San Vito –con el que la escasez de las cosechas tuvo algo que ver– y que aunque no hubiera hecho nada en su vida solo por tan genial nombre merecía una mención; o el labrador Isidro, un hombre del Madrid musulmán que sacaba agua de las piedras, invocaba la lluvia y hacía su trabajo en la mitad de la jornada establecida, y por tan magníficos poderes fue nombrado santo, sacado su cadáver en procesión y desmembrado por Felipe II.
De La sed se desprende que, a propósito de la búsqueda del agua, el ser humano ha sido capaz de lo excelso, lo terrible y también lo más estrafalario, que no en vano la talla de un Cristo terminó sumergida en las aguas del río Guadalope hasta que fue felizmente rescatada por unos vecinos de Alcañiz.
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es ingeniero y mantiene un blog (https://carloshort.medium.com/).