Quien diga que veinte años no son nada debe desconocer el caso de Jean-Claude Romand, acertijo con rasgos humanos nacido en febrero de 1954 y establecido en Prévessin, un villorrio de la comarca de Gex, que se extiende –escribe Emmanuel Carrère– “al pie de los montes del Jura hasta la orilla del lago Léman. Aunque situada en territorio francés, es de hecho una periferia residencial de Ginebra, una amalgama de pueblos ricos donde se ha afincado una colonia de funcionarios internacionales que trabajan en Suiza, cobran en francos suizos y en su mayoría no pagan impuestos. Todos llevan más o menos el mismo tren de vida”. Todos, sí, incluido Romand, que viajó plácidamente a bordo de su vagón a prueba de balas –léase preguntas sobre su identidad– hasta el sábado 9 de enero de 1993, fecha en que optó por un descarrilamiento en tres etapas: por la mañana asesinó a su mujer, Florence, y a sus dos hijos, Caroline (siete años) y Antoine (cinco), y dejó los cadáveres en sus lechos respectivos; a mediodía, después de la comida, acribilló a sus padres y al perro que los acompañaba en una casa de Clairvaux-les-Lacs, en el Jura; por la noche, en un bosque cercano a Fontainebleau, trató de matar a su amante pero desistió, aduciendo “que estaba gravemente enfermo y que eso explicaba su arrebato de demencia”. Contra cualquier pronóstico, el arrebato se prolongó hasta la madrugada del lunes 11 de enero, justo un mes antes de su cumpleaños número 39, cuando Romand prendió fuego a su hogar en Prévessin. En una de esas crueles vueltas de tuerca que parecen constituir el mecanismo secreto del orbe, el intento de suicidio fracasó y Jean-Claude quedó como el único sobreviviente de una masacre que es el punto de partida de El adversario, portentoso retrato de la banalidad del mal en el que Carrère expone su correspondencia con un Romand condenado a cadena perpetua en la prisión de Châteauroux. (De donde saldrá si todo va bien, se nos informa, en 2015.) Una correspondencia iniciada por el autor con una carta de agosto de 1993 que el criminal retomó hasta septiembre de 1995 con motivo de la publicación de El curso de invierno, novela implacable adaptada al cine por Claude Miller y proyectada –admite Carrère– “alrededor de la imagen de un padre asesino que [vaga] solo por la nieve”. (Como para ratificar el dictum nietzscheano, el abismo al que se asomó el escritor acabó por devolverle la mirada. Según se cuenta, la aparición de El adversario en 2000 le costó a Carrère una crisis profunda que dañó sus lazos familiares.)
Veinte años –veintiuno, para ser exactos– es el lapso que Jean-Claude Romand consagró al diseño de una personalidad acorde con la esfera social a la que creía y quería pertenecer. Inoculado desde los dieciocho con el virus de una mitomanía sin parangón, fue convirtiéndose en una suerte de Victor Frankenstein de la psique propia y ajena hasta fabricar una criatura que nadie cuestionaba –lo más perturbador del caso– y que respondía a este perfil: Jean-Claude Romand, graduado de la Facultad de Medicina de Lyon, investigador de la Organización Mundial de la Salud con sede en Ginebra y médico residente en diversos hospitales de París. Una criatura, abundemos, que vivió de malversar las finanzas de su círculo más íntimo; que emprendía viajes al extranjero efectuados en realidad a través de guías turísticas consultadas en cuartos de hoteles aeroportuarios que no abandonaba en varios días; que halló en los bosques del Jura el pretexto ideal para una errancia sin fin en horas de oficina que emulaba de algún modo el vagabundeo decimonónico del multihomicida que bautiza Yo, Pierre Rivière, habiendo degollado a mi madre, a mi hermana y a mi hermano…, el dossier tramado por Michel Foucault y un equipo de expertos del Collège de France y llevado a la pantalla por René Allio. Una criatura tan extrañamente fascinante, Jean-Claude Romand, que ha engendrado a su vez a tres entidades cinematográficas: el Vincent de la magnífica El empleo del tiempo (2001), de Laurent Cantet; el Emilio Barrero de La vida de nadie (2002), de Eduard Cortés, y el Jean-Marc Faure de El adversario (2002), de Nicole Garcia, esta última basada directamente en el libro de Carrère. Pero a todo esto, ¿quién era el creador detrás de la criatura, el autor de una ficción fomentada por una inquietante especie de solipsismo, la cara que sucumbió al gesto criminal para defender su máscara de amoralidad impasible? “Era extraordinaria aquella capacidad de desviar la conversación en cuanto se centraba en su persona –escribe Carrère–. Lo hacía tan bien que uno ni siquiera se daba cuenta y, si volvía a pensar en ello, era, en definitiva, para admirar su discreción […] Cuando hablaban de él a horas tardías de la noche, ya no conseguían llamarlo Jean-Claude. Tampoco lo llamaban Romand. Estaba en alguna parte fuera de la vida, fuera de la muerte, no tenía ya nombre.” Y ya no lo tenía, se antoja añadir, porque nunca lo había tenido: era el grado cero de la impostura, el simulacro por excelencia en la acepción baudrillardiana (“El simulacro no es lo que oculta la verdad. Es la verdad la que oculta que no hay verdad. El simulacro es verdadero”), alguien que cedió su lugar en el mundo a un disfraz para transformarse en nadie. Y a nadie, como a ese alguien al que alude el título de un libro de Julio Cortázar, le gusta andar por ahí, agitando la hojarasca que intenta camuflar uno de nuestros miedos –y anhelos– más hondos: la posibilidad de ser otros. ~
(Guadalajara, 1968) es narrador y ensayista.