Un test para Estados Unidos

La mayoría de los estadounidenses sigue aborreciendo la violencia. Y, sin embargo, la mezcla de fracaso institucional, pensamiento conspirativo y alarmismo partidista es muy potente.
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Han pasado unas 48 horas desde que Thomas Matthew Crooks, un joven de 20 años socialmente aislado, intentara asesinar a Donald Trump, hiriendo levemente al expresidente y causando la muerte de un asistente a su mitin.

Mucho se ha dicho ya: sobre el peligro de una espiral ascendente que lleve a este país cada vez más cerca del abismo, por ejemplo, y sobre la necesidad de abjurar de toda forma de violencia política. Muchas cosas, por ahora, quedan en el terreno de la especulación: el efecto que este suceso –y la desafiante reacción de Trump– pueda tener en las próximas elecciones y, lo que es más apremiante, cómo alguien como Crooks pudo estar tan cerca de matar al hombre más famoso y controvertido de Estados Unidos. Pero hay una cuestión importante que, en la avalancha de comentarios de los medios de comunicación sobre el intento de asesinato, ha sido prácticamente ignorada hasta ahora.

Es en los momentos de tragedia o agitación cuando a menudo se revela el verdadero estado de una nación. Así pues, ¿qué revela el casi asesinato del político más importante del país, incluidos los puntos fuertes con los que puede contar para superar los próximos meses y los puntos débiles que lo hacen vulnerable?

Algunas de las noticias son buenas.

A la mayoría de los estadounidenses les entristeció o indignó el atentado contra Trump. Esto incluía a sus aliados en el Congreso y a sus millones de seguidores, por supuesto. Es reseñable que también incluía a millones de estadounidenses que lo desprecian profundamente. Tanto el predecesor de Trump como su sucesor condenaron inequívocamente el atentado contra su vida; lo mismo hicieron cientos de cargos electos, organizaciones progresistas y otros adversarios políticos.

Puede que no parezca gran cosa: la disposición a aceptar que mediemos las diferencias políticas en las urnas y no en enfrentamientos violentos en la calle es el billete de entrada mínimo a una sociedad democrática. Pero muchas sociedades que, como Estados Unidos, están profundamente polarizadas pero que, a diferencia de Estados Unidos, están de verdad al borde de la guerra civil, se niegan a pagar ese billete de entrada mínimo.

Muchas de las noticias, sin embargo, son malas.

Las malas noticias incluyen ejemplos de personas que reaccionaron a los acontecimientos del sábado glorificando la violencia o burlándose de sus víctimas. Un popular YouTuber con cientos de miles de seguidores, por ejemplo, pareció celebrar la muerte de Corey Comperatore, un asistente al mitin de Trump que protegió heroicamente a su familia con su cuerpo. Las personas que celebraron la violencia de esta manera eran una pequeña minoría, y fueron rápidamente acalladas por las respuestas y citas, pero los miles de “me gusta” que atrajeron demuestran que una minoría considerable de estadounidenses comparte su rabia.

Una de las condiciones de fondo que ha alimentado la rabia de la última década –y que a su vez ha sido alimentada por ella– es la sensación generalizada de que las instituciones estadounidenses están fallando. Incluso antes de que conozcamos los resultados de las múltiples investigaciones sobre el Servicio Secreto que, por muy buenas razones, están en curso, está claro que el sábado constituyó un ejemplo especialmente preocupante de ese tipo de fallos.

El Servicio Secreto permitió que un hombre armado se subiera a un tejado situado a menos de 165 metros del escenario y tuviera una clara línea de visión de Donald Trump. Algunos espectadores vieron al atacante minutos antes de que disparara e intentaron alertar a las fuerzas de seguridad cercanas, pero estas no lograron detener a Crooks ni poner a Trump a salvo. Un policía local se enfrentó finalmente al tirador, pero al parecer se retiró cuando Crooks le amenazó con una pistola, lo que le permitió disparar. Algunos de los agentes del Servicio Secreto que protegían a Trump tras el ataque parecían aterrorizados y desorientados, y uno de ellos luchaba por meter la pistola en la funda.

Los abyectos fallos tácticos del Servicio Secreto plantean cuestiones estructurales a las que urge dar respuesta. ¿Por qué, incluso en el periodo previo al sábado, el Servicio permitió que se acumulara una larga serie de infracciones comparativamente menores? ¿Carecía el Servicio Secreto de los recursos necesarios para proteger a Trump? Y, ¿era el equipo sobre el terreno lo suficientemente competente o experimentado como para llevar a cabo la tarea increíblemente importante que se le había asignado?

Como dice el viejo refrán, nunca hay que atribuir a la maldad lo que puede explicarse por la incompetencia. Este lema parece especialmente adecuado a medida que aumentan la disfunción y la incompetencia de las principales instituciones estadounidenses. Pero también parece inevitable que, cuanto más acertadamente describa este lema a la sociedad estadounidense, más a menudo será ignorado. Fracasos enormes como el que ocurrió el sábado prácticamente invitan al conspiracionismo salvaje y, vaya, las conspiraciones salvajes han hecho su agosto desde el intento de asesinato.

Las primeras conspiraciones vinieron de los detractores de Trump. En cuanto aparecieron las primeras imágenes de su herida, algunos influyentes activistas y asesores demócratas sugirieron que se trataba de una operación de falsa bandera, diseñada para reforzar su atractivo. Incluso después de eso, cuentas “Blue MAGA” en X y otras redes sociales sugirieron que Trump había sido alcanzado por metralla en lugar de por una bala, o se empeñaban en negar que el tirador hubiera hecho alguna vez una pequeña donación a una organización progresista.

Pero el alcance del conspiracionismo ha sido mucho peor en la derecha. Elon Musk planteó la posibilidad de que el fallo del Servicio Secreto hubiera sido “deliberado” pocas horas después del atentado. Jesse Watters, un destacado presentador de Fox News, recomendó a sus espectadores “ser escépticos sobre lo que oyen”, declarando preventivamente que “no confiamos en el FBI”. Como era de esperar, Marjorie Taylor-Greene fue aún más lejos: “esto apesta a algo mucho más siniestro y amargo”, publicó el domingo. “Hay demasiadas cosas que no tienen sentido”.

Incluso las noticias sobre la violencia en Estados Unidos son un poco menos buenas de lo que podría parecer a primera vista. Es cierto, como explica Rachel Kleinfeld en un podcast de emergencia en Persuasion, que una abrumadora mayoría de estadounidenses rechaza la violencia política. Pero también es cierto, como señala a continuación, que la mayoría de las personas que recurren a la violencia lo hacen porque afirman, ya sea de forma sincera o estratégica, que simplemente se están defendiendo de las intenciones violentas del otro bando. Y aunque algunos extremistas tanto de izquierdas como de derechas han abogado por la violencia en los últimos años, e incluso figuras mucho más mainstream han presentado excusas melindrosas para la violencia en un imperdonable abandono de su deber cívico, el grado en que lo han hecho se exagera ahora de forma rutinaria a cada lado del pasillo político.

Sectores de la izquierda han justificado formas de violencia en los últimos años. Movimientos como Antifa glorifican explícitamente la violencia política, y se reservan tanto el derecho a actuar contra cualquiera que consideren fascista como el derecho a determinar quién debe incluirse en esa categoría. Incluso los políticos y los medios de comunicación que no llegaron a apoyar explícitamente a Antifa disculparon formas reales de violencia política en el verano de 2020, cuando las protestas masivas contra el racismo cuyos participantes eran en su mayoría pacíficos se convirtieron en orgías de violencia altamente destructivas alimentadas por una franja considerable de activistas que en realidad eran cualquier cosa menos eso. Algunos lo fomentaron activamente, como cuando la NPR publicó un artículo que glorificaba el saqueo como una forma legítima de protesta política.

Todo esto es vergonzoso. Hay que denunciarlo y condenarlo sin tapujos ni rodeos. Pero tampoco debería inflarse para dar a entender que la clase dirigente demócrata o los principales medios de comunicación en general han empezado a glorificar la violencia. Nada de eso justifica la hipérbole y la histeria a la que Taylor Greene sucumbe cuando tuitea que “Los demócratas son el partido de los pedófilos, del asesinato de los inocentes no nacidos, de la violencia y de las guerras sangrientas, sin sentido e interminables. … El partido demócrata es rotundamente malvado, y ayer intentaron asesinar al presidente Trump”. Tampoco justifica la afirmación comparativamente suave de J. D. Vance, a quien Trump ha elegido como compañero electoral, de que fue la retórica de Joe Biden la que “condujo directamente al intento de asesinato del presidente Trump”.

Por el contrario, no hay duda de que partes del Partido Republicano y del movimiento conservador han glorificado la violencia política en los últimos años. Varios anuncios de campaña mostraban a candidatos de alto perfil para el cargo disparando ametralladoras de alta resistencia y prometiendo, en palabras de uno de los primeros innovadores en el arte del electoralismo armado, ir a la “caza de RINO [Republican In Name Only]”. Y, sí, el propio Trump ha jugado persistentemente con el apoyo a la violencia política, ya sea bromeando con que los policías que realizan detenciones no deberían tener miedo de golpear la cabeza de los sospechosos cuando los meten en la parte trasera de los coches de policía en 2017, o más recientemente presentando como patriotas a los que participaron en el violento asalto al Congreso el 6 de enero de 2021.

Todo esto es vergonzoso, más aún por venir de los cargos más elevados del Partido Republicano. Todo esto debe ser denunciado y condenado sin ambages, y en esa tarea el ecosistema mediático conservador ha fracasado notablemente. Pero también en este caso, un núcleo de verdad, aunque sea preocupantemente grande, no es excusa para exagerar hasta qué punto el otro bando abraza la violencia política. Y eso es algo que los demócratas más veteranos, de Joe Biden para abajo, han hecho sistemáticamente.

Biden, por ejemplo, ha afirmado repetidamente que decidió entrar en la carrera presidencial de 2020 después de escuchar a Trump referirse a los neonazis y supremacistas blancos que se reunieron para una manifestación mortal en Charlottesville en 2017 como “gente estupenda”. Pero aunque Trump fue característicamente serpenteante e irresponsable en sus comentarios tras ese mitin, declaró explícitamente que “no estoy hablando de los neonazis y los nacionalistas blancos, porque merecen una condena total”.

Una acusación que altos cargos demócratas han lanzado más recientemente a Trump es aún más claramente engañosa. Biden ha afirmado en repetidas ocasiones que Trump amenazó con un “baño de sangre” si no era reelegido. La clara implicación es que Trump amenaza con incitar a la violencia política a gran escala si pierde. Pero el contexto del discurso deja claro que Trump se refería a la economía. Prometió proteger la fabricación estadounidense de automóviles mediante aranceles masivos, y predijo de forma inverosímil “un baño de sangre masivo para el país” si no se instauraban estos aranceles.

Los incentivos de los principales medios de comunicación y la dinámica de las redes sociales consiguen convertir cualquier cuestión importante o matizada en una contienda entre dos bandos simplistas, una deprimente distorsión de la realidad, incluso aunque uno de los bandos esté mucho más cerca de la verdad que el otro. Y así, la cuestión del día ha llegado a ser si es apropiado retratar a Trump como una amenaza existencial para la democracia.

Los republicanos se oponen a la retórica exagerada de la izquierda. Cuando The New Republic califica a Trump de fascista estadounidense, e incluso pone en su portada un híbrido visual de Donald Trump y Adolf Hitler, argumentan, de manera no totalmente inverosímil, que con ello se corre el peligro de incitar a la violencia contra él. Si fue apropiado resistirse a Hitler por medios violentos, y Trump es su equivalente moderno, entonces (así va la implicación tácita de la portada del New Republic), ¿por qué no debería ser legítimo resistirse a Trump por medios violentos?

Los demócratas  lo niegan. Trump, argumentan, de manera no totalmente inverosímil, es realmente un peligro para las instituciones democráticas de Estados Unidos. Realmente se negó a aceptar el resultado de las elecciones de 2020. Realmente incitó a la turba que acabó irrumpiendo en el Capitolio el 6 de enero. Culpar a los críticos de Trump de inflamar el estado de ánimo de la opinión pública cuando se limitan a criticar sus acciones incendiarias, acusan, es una forma de gaslighting.

Es una realidad común y frecuente en la política estadounidense que ambas partes estén muy equivocadas. En este caso concreto, me parece que ambas partes tienen razón.

Como sostengo desde hace tiempo, Trump es un populista que carece de respeto por las reglas básicas del juego democrático. Esto puso a las instituciones democráticas de Estados Unidos bajo una fuerte presión en su primera etapa en el cargo, y es probable que las debilite aún más si –como parece cada día más probable– obtiene la presidencia en noviembre. La democracia sobrevive gracias al respeto de ciertas normas e instituciones, como el traspaso fluido del poder y la separación de poderes. Trump se ha mostrado sistemáticamente dispuesto a ignorar y socavar estas normas fundamentales cuando chocaban con su pretensión de ser el único representante legítimo de la voluntad popular.

Al mismo tiempo, resulta demasiado simplista insinuar que cualquier político con tendencias autoritarias es un fascista redomado, o que el proceso de desconsolidación democrática, deprimentemente común en el mundo, conduce directamente a la erección de cámaras de gas. Es perfectamente apropiado –incluso tras el desmesurado ataque del sábado contra Trump– advertir sobre lo que su presidencia puede significar para la democracia de Estados Unidos. Pero nunca hay excusa –incluso y especialmente cuando lo que está en juego es realmente importante– para el alarmismo que distorsiona la naturaleza exacta de esa amenaza.

Estados Unidos es un país resistente. Tiene muchos puntos fuertes, culturales e institucionales, que sus propios ciudadanos, ciegos ante el grado todavía mayor de disfunción en muchas otras partes del mundo, tienden a pasar por alto. Es poco probable que el país experimente una auténtica guerra civil en un futuro próximo, y ha sido alentador ver que el intento de asesinato de Donald Trump no ha provocado, hasta ahora, ningún estallido inmediato de violencia de represalia. Algunas de las predicciones más nefastas de las últimas 48 horas no se han hecho realidad y, en retrospectiva, puede que resulten demasiado sombrías.

Pero si los momentos de tragedia y agitación revelan el verdadero estado de un país, el primer borrador del boletín de notas de Estados Unidos lo pone en peligro de suspender. La mayoría de los estadounidenses sigue aborreciendo la violencia. Nuestro odio mutuo sigue conociendo límites. Y, sin embargo, la mezcla de fracaso institucional, pensamiento conspirativo y alarmismo partidista es muy potente. El riesgo de que se ponga en marcha una dinámica que desborde los instintos decentes de la mayoría de los estadounidenses comunes sigue siendo muy real.

Publicado originalmente en Persuasion.

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Yascha Mounk es director de Persuasion.


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