Una mañana a comienzos de verano en Roma. En la Plaza de España el ecosistema del turismo masivo está pululando, los guías con sus astas abanderadas, sus rebaños practicando sus selfis. A tres puertas de la escalinata, cerca de la casa donde en una Roma más tranquila murió John Keats, subo cuatro pisos en un ascensor y entro a la Casa-Fundación Giorgio e Isa de Chirico. Resulta que soy el único que se ha registrado para la visita de esta mañana. Tan cerca de la multitud, siento una soledad sorprendente y agradable. Durante una hora tengo el privilegio de recibir una visita guiada particular.
De Chirico se instaló en esta casa con Isa, su segunda esposa, en 1944, hacia finales de la Segunda Guerra Mundial. Con el tiempo la compraron e incorporaron el departamento al costado. En el piso superior está preservado el estudio del artista, quien murió en 1978, con su biblioteca (con un libro sobre Goya en una posición prominente). La colección de sus obras que se preserva ahí viene sobre todo del “De Chirico tardío”. El problema es que para muchos críticos ese periodo duró medio siglo y para ellos representaba un retroceso hacia un conservadurismo academicista y aburrido.
Esa crítica es injusta e interesada. Como señala Fabio Benzi, biógrafo de De Chirico y miembro de la junta de la Fundación, “ningún otro artista ha sufrido más el tratamiento fragmentario de las diferentes fases de su obra”. Esto no ha cambiado hasta los últimos años. Hoy se valora el conjunto de la obra chiriciana en toda su profundidad. Era, sin duda, uno de los artistas más visionarios y absolutamente originales del siglo XX. Con una relación compleja con la “modernidad”, tuvo elementos posmodernos también. Tal vez por eso nos habla como pocos de las angustias de la condición europea actual.
Su desarraigo era parte integral de su arte. Sus padres eran italianos de la diáspora levantina: su padre un ingeniero de ferrocarriles nacido en Estambul, su madre oriunda de Esmirna (İzmir). Giorgio nació en 1888 en Grecia, en la ciudad de Volos en Tesalia, de donde Jasón y los argonautas emprendieron su viaje mítico y donde su padre construía la estación. Creció entre Volos y Atenas antes de estudiar arte en Múnich. Grecia y la mitología griega, como un sistema de metáforas, poblaron su imaginación toda su vida. En Múnich se empapó del pensamiento de Nietzsche. Se identificó con la noción del filósofo alemán de la vida como “eterno retorno”, el tiempo circular y no lineal.
A caballo de París e Italia, entre 1910 y 1918, De Chirico pintó una serie de cuadros de una potencia poética asombrosa. Muestran plazas italianas desiertas con sus pórticos y sombras misteriosas, estatuas a veces sin cabeza, con un trasfondo de locomotoras y trenes, veleros y chimeneas de fábricas. El pasado se encuentra con el presente en un espacio onírico. Los seres humanos se convierten en maniquís sin rostro, deshumanizados por la guerra mundial. Estos cuadros evocan como ningún otro las soledades y angustias de la sociedad de masas de la era industrial. Su adopción de perspectivas dispares y bloques fuertes monocromáticos de pintura dan una poderosa sensación de contraste, el claroscuro del mediodía mediterráneo.
Los llamó “pintura metafísica”. El arte europeo nunca había estado tan cerca de representar al incosciente. De Chirico había inventado lo que Apollinaire, el poeta que se hizo su amigo en París, llamaría “surrealismo”, años antes de que André Breton convirtiera ese término en un manifiesto y un movimiento. Luego, presintiendo que el vanguardismo se estaba agotando, De Chirico abrazó el “retorno al orden” que compartió con otros artistas, entre ellos Picasso, después de la Primera Guerra Mundial. En su caso, Breton y sus acólitos vieron eso como una traición. Desde entonces, se dedicaron a desacreditar la reputación de la obra nueva de De Chirico.
Este procedió a estudiar y reinterpretar en forma sistemática el canon occidental, tomando inspiración entre otros de Giotto, Piero della Francesca y Rubens. Introdujo metáforas visuales nuevas, como caballos y gladiadores. Estos trabajos encontraron un público en Londres y los Estados Unidos (y están representados en la Fundación), pero pocos elogios en París e Italia. En las últimas décadas de su vida volvió a los orígenes, con una serie de pinturas “neometafísicas”.
De Chirico era un hombre complicado, a quien tal vez no era fácil querer. El fascismo echó su sombra. Algunos vieron en su trabajo una inspiración para la arquitectura monumental inerte de Mussolini. Aparentemente De Chirico se enroló en el partido fascista en 1931, tal vez en un acto de autopreservación. Pero no era un fascista. El régimen de Mussolini lo aborreció como demasiado cosmopolita e insuficientemente patriota. Tampoco convence la acusación de conservador de parte de los surrealistas. De Chirico siempre fue un modernista en el sentido de rechazar las convenciones y de adoptar la experimentación constante, como argumenta Keala Jewell, estudiosa de su obra.
Su aceptación de la irracionalidad humana, los sueños y las identidades múltiples tiene afinidad con el posmodernismo. Desde una perspectiva política, eso y su dedicación a Nietzsche pueden ser desagradables. Pero eran su camino de acercamiento a la psicología humana, no una expresión política. El arte, como la literatura, es subjetivo: en una pintura hay tantos significados como espectadores de ella. Entre otras cosas, yo veo en su arte una parábola de una Europa que encuentra dificultad en integrar tradición y modernidad, un continente que se ha convertido en un museo de su propia decadencia y que, como observó recientemente Emmanuel Macron, se encuentra en “peligro mortal”. Pero no hay motivo para que eso se convierta en una profecía autocumplida. ~
Michael Reid es escritor y periodista. Su libro más reciente es “Spain: the trials and triumphs of a modern European country” (Yale University Press), que publicará en español Espasa en febrero de 2024.