No corren buenos tiempos para el ideal cosmopolita, aunque los tiempos siempre le fueran desfavorables: la idea de que el ser humano es un ciudadano del kosmos que tiene su casa en cualquier parte goza hoy de poca vigencia. El discurso político contrario a la inmigración florece por doquier, convertida esta última en una preocupación ciudadana de contornos algo difusos: a unos les inquieta su efecto sobre la homogeneidad cultural, a otros el empleo de los recursos públicos y al resto el impacto de cierto tipo de inmigración sobre la seguridad ciudadana. Pero el hecho es que la población de las sociedades europeas se ha ido haciendo cada vez más mestiza y heterogénea, lo que tal vez ayude a explicar el éxito de los partidos nacionalistas y/o de extrema derecha que desearían restringir la población residente de origen extranjero. Y por mucho que se elogien los resultados de Georgia Meloni a la hora de reducir el flujo de inmigrantes ilegales que entran en territorio italiano por vía marítima, la mayor parte de la inmigración ilegal está compuesta por personas que entran legalmente y rehúsan marcharse cuando expira su visado; la propia capacidad de los Estados queda así en entredicho ante un fenómeno tan viejo como inevitable, que acaso funciona –también– como expresión de temores más abstractos en una Europa cuyo declive demográfico y económico es ya palpable.
¿Qué pensar? ¿Qué desear? Y, sobre todo, ¿qué hacer? Nos encontramos con una esfera de la vida social –o incluso con un dato antropológico– refractario por igual a los mejores deseos y a los peores; así como el sueño de una comunidad fraternal parece irrealizable, tal es la obstinación con que seguimos dividiéndonos por razón de nacionalidad u origen étnico, tampoco la comunidad esencial con que fantasean los xenófobos parece factible en casi ninguna parte. Sería no obstante injusto dejar de reconocer que la flecha de la historia –que dibujamos nosotros en el aire– ha avanzado en la benigna dirección de una mayor fraternidad entre seres humanos, pues es cada vez mayor el número de sociedades donde conviven en paz grupos e individuos de origen diverso. Aunque el siglo pasado conociese atroces intentos de extranjerización y aniquilación del diferente, que dieron lugar a intentos de genocidio y una salvaje posguerra mundial, los Estados no han cerrado del todo sus puertas al prójimo. Y si bien el recrudecimiento del conflicto árabe-israelí nos recuerda la dificultad de hacer progresos en este terreno, quizá hayamos de acostumbrarnos a contemplar el odio intergrupal como un fenómeno tan natural como la fraternidad que constituye su antónimo.
Asunto distinto es que esas limitaciones lleguen a funcionar. En un artículo publicado hace un par de semanas en el semanario alemán Die Zeit, a cuenta del ascenso del partido ultraderechista Alternativa por Alemania en las elecciones regionales celebradas en un par de Länder de Alemania Oriental, los periodistas Paul Middelhoff y Heinrich Wefing llamaban la atención sobre el hecho de que la política migratoria europea es al mismo tiempo rica en regulaciones y palpablemente ineficaz (“Verheddert im Recht”, Die Zeit, 26 septiembre 2024). Su premisa es, de hecho, que el debate migratorio alemán se basa en una ilusión: que la democracia alemana es soberana para decidir sobre la materia. Por el contrario, la inmigración está regida por normas comunitarias de todo tipo y supervisada en última instancia por los jueces de Estrasburgo; normas que son incumplidas a menudo por los países que experimentan mayor presión migratoria. Aunque los autores se refieren específicamente a la gestión de las peticiones de asilo, su propuesta es la simplificación: los Estados deben ser los responsables de decidir si aceptan o no esas solicitudes, sin que los jueces europeos tengan que decir nada al respecto. De otro modo, alegan, la parálisis decisoria otorgará fuerza adicional a los partidos extremistas.
La hospitalidad es un deber ético
Hasta aquí, en todo caso, estamos en un terreno argumentativo reconocible. De un lado, la realidad –poliédrica– del fenómeno migratorio; de otro, las respuestas más o menos previsibles que se dan al mismo: de la afirmación incondicional del ideal cosmopolita al rechazo del otro por razones que pueden ser viscerales (miedo a la contaminación cultural o disgusto ante la destradicionalización de la comunidad propia) o prácticas (rechazo de las consecuencias de la inmigración masiva sobre la economía o el orden público). Tampoco resulta sorprendente escuchar a teóricos o activistas de la izquierda defender la idea de que nadie ha de ser considerado extranjero; las fronteras abiertas serían una obligación de ese mismo Occidente que convirtió en colonias a unas comunidades humanas cuyos miembros son rechazados hoy “en caliente”. Esto último no es del todo cierto, obviamente, aunque resulta innegable que la posibilidad de atravesar las fronteras de un Estado para residir en el interior de la sociedad sobre la que ejerce soberanía presenta sus complicaciones. Bien es verdad que de manera periódica, como por ensalmo, desaparecen; así sucede cuando se llevan a cabo esas “regularizaciones masivas” que constituyen el homenaje que la política rinde a la realidad. Tal como señaló al respecto el filósofo francés Jacques Derrida, en fin, la hospitalidad es un deber ético incondicional… que solo puede cumplirse en la práctica cuando se fijan las condiciones bajo las cuales será realizado. Naturalmente, Derrida afirma que la hospitalidad debería ser una obligación ética incondicional; abundarán los ciudadanos que nieguen la mayor y apuesten por la fijación de fronteras poco porosas con el fin de cortar el paso al extranjero o limitar severamente sus posibilidades de acceso.
Menos acostumbrados estamos, sin embargo, a que sean los liberales los que defiendan una política de fronteras abiertas. Solemos adjudicar esa postura a los pensadores libertarios y entendemos que el pragmatismo liberal difícilmente llevará tan lejos, pese a que el pensamiento ilustrado propendía al liberalismo político y en él encontramos formulado –por ejemplo en Kant– el antecitado ideal cosmopolita. Sin embargo, el principio según el cual la mejor política migratoria es la ausencia de cualquier política migratoria puede defenderse de manera coherente desde postulados liberales; eso fue justamente lo que hizo el teórico político Chandran Kukathas en un libro publicado hace tres años (Immigration and Freedom, Princeton University Press, 2021). Kukathas es un pensador liberal genuino: su obra exhibe un fuerte compromiso con el ideal de la sociedad libre. Y lo que aquí plantea es que los controles migratorios son una restricción a la libertad individual que produce más daño que beneficio; si nos tomamos en serio la libertad, arguye, haríamos bien en recelar de las actuales políticas migratorias.
De la famosa oración fúnebre de Pericles toma Kukathas una expresión que le sirve para delinear su concepto de sociedad libre: la libertad consiste en la posibilidad de vivir como deseamos bajo leyes que reconocen la igual libertad de todos, relacionándonos unos con otros como integrantes de una polis abierta al mundo donde nadie es excluido y podemos vivir “tranquilos” (at ease en el original inglés). En la práctica, por el contrario, la voluntad estatal de controlar el flujo migratorio impide el florecimiento de una sociedad libre: tratando de levantar una fortaleza, escribe Kukathas, hemos construido una prisión. Tal es justamente su argumento principal; que los Estados no solo quieren controlar la entrada en su territorio, sino también monitorizar lo que hacen en su interior ciudadanos y visitantes, pues de otro modo no pueden saber lo que estos últimos hacen o dejan de hacer. El control migratorio, dice, es control ciudadano; y viceversa.
Para el autor, esto es a su vez consecuencia de una manera particular de concebir la sociedad y las relaciones entre sus habitantes; en lugar de contemplar las sociedades como integradas por personas de todo tipo, las imaginamos como compuestas por miembros que “pertenecen” a ellas. De manera análoga, el control migratorio empieza con la definición de inmigración e inmigrante, así como con las de nativo y nacional; Kukathas demuestra que no hay consenso a la hora de formular esas definiciones. Al fin y al cabo, como se ha señalado más arriba a cuenta de las regularizaciones masivas, las categorías de inmigrante y nacional no son fijas: un inmigrante puede convertirse en un nacional si cumple con los requisitos fijados por la ley. Corolario: la definición de inmigrante no es un problema técnico, sino normativo y político. Es ahí, en la definición misma, donde empieza el control migratorio.
Libertad y seguridad
Sea como fuere, Kukathas subraya que el control de fronteras es una vasta maquinaria de complejo funcionamiento. Las fronteras pueden estar relativamente abiertas o cerradas; es su condición más habitual. Ya que no es lo mismo entrar como turista que hacerlo para trabajar; hay países que lo ponen más difícil que otros. Por el contrario, una sociedad de fronteras abiertas sería una en la que cualquiera podía entrar, participar y ser reconocido como miembro. Dato a sus ojos crucial es que la capacidad de los Estados para ejercer control sobre los movimientos y acciones de las personas es limitado, pues requiere a su vez el de las condiciones sociales generales bajo las cuales las personas se mueven, actúan y relacionan entre sí. No queda entonces más remedio que implantar controles fronterizos y domésticos, sometiendo así a la población en su conjunto a una vigilancia cuya razón de ser es la observación recelosa de un subconjunto de la misma, o sea los inmigrantes. Esos controles, como es obvio, restringen la libertad individual: cuando uno se desplaza, hay que presentar un pasaporte o pedir permiso con antelación, gestionar un visado de trabajo o estudios; internamente, hay que demostrar que se tiene derecho a vivir o trabajar o hacer uso de los servicios públicos en un país. Y por más que estos controles suelan justificarse sobre la base de la seguridad, advierte Kukathas, este no deja de ser el argumento político más habitual cuando de restringir la libertad individual se trata; conviene ser escépticos. Cuando menos, hay que reconocer la existencia de un conflicto o trade-off:
“El conflicto no es, sin embargo, entre la libertad de los nativos y la libertad de los extranjeros. Se da entre la libertad de los miembros de la sociedad y la libertad –el poder– de sus gobernantes y parásitos. Solo puede incrementarse el control sobre la sociedad si los individuos renuncian a tener más control sobre sus vidas”.
Kukathas es el primero en reconocer que muchos están dispuestos a hacer esa transacción. Pero esta tiene consecuencias importantes sobre otros valores, entre ellos esa igualdad ante la ley que constituye un principio básico de la sociedad libre: si unos tienen que justificar su derecho a residir o trabajar y otros no, la igualdad queda en agua de borrajas. Por otro lado, el autor rechaza la idea de que la ausencia de control migratorio haya de conducir al caos económico; sus costes no son mayores que sus ganancias. Sus minuciosas conclusiones al respecto podrán ser discutidas, pero el autor insiste en que no hay evidencia empírica de que el salario de los nativos descienda a consecuencia de la presencia de trabajadores inmigrantes. Del otro lado, cuanto más diversa sea la inmigración que recibe una sociedad, mayor será también su tasa de innovación; los costes del control migratorio, en cambio, son formidables.
Take back control
Y aunque no se trata de exponer aquí la totalidad de sus ideas, Kukathas rechaza asimismo la idea de que los Estados tienen derecho a establecer control migratorio con el fin declarado de proteger la integridad de la cultura nacional. Sucede que una cultura no tiene valor en sí misma, sino que la tendrá en la medida en que sea valiosa y útil a quienes participan de ella (un argumento análogo al defendido por el filósofo Manuel Toscano en Contra Babel, su libro sobre las lenguas, editado por Athenaica en este 2024). A su juicio, “la gran ilusión que está detrás del ideal del control migratorio es que devolverá a la gente el control que añoran en forma del ejercicio del poder soberano”. Deriva de ahí un atractivo que, lejos de declinar con el tiempo, puede aumentar en circunstancias históricas particulares. Take back control! Es evidente sin embargo que no comparamos magnitudes idénticas, sino imaginarias: la frustración que nos causa el desorden percibido del presente sale perdiendo cuando se contrasta con el orden que nos figuramos traería consigo la aplicación de un “verdadero” control migratorio.
Por contraste, Kukathas no explora los inconvenientes que traería consigo la completa libertad de movimientos; al fin y al cabo, no todos los países del mundo gozan de la ventaja comparativa de que disfruta su país, Australia, bien conocido por su estricta política de visados. Allí donde haya vecindad entre sociedades cuyo nivel de desarrollo económico y grado de libertad política sea muy diferente, por desgracia, el riesgo de desorden migratorio no puede minusvalorarse; entendiendo por tal el establecimiento de flujos unidireccionales incesantes que comprometen la capacidad del Estado receptor para mantener relativamente intacta la prestación de servicios públicos, la disponibilidad de vivienda accesible o el control de la criminalidad. Tampoco se ocupa Kukathas de los conflictos derivados de la pluralidad religiosa o moral, si bien estos últimos se antojan mucho más manejables que los que resultarían de la carestía de recursos públicos o empleo privado.
Puede así concluirse que el deber de hospitalidad es un deber forzosamente condicionado, pues deben darse las condiciones que hagan posible su ejercicio; asunto distinto es que nos neguemos a cumplir con él recurriendo a falsos pretextos. Es mérito de Kukathas ponerlo de manifiesto, enfatizando así la necesidad de que justifiquemos con rigor y datos el control migratorio en lugar de dar por supuesto su bondad o inevitabilidad. Su impacto sobre el ideal de una sociedad libre es innegable y conviene tomárselo en serio: algo va mal cuando incluso los europeos cierran de nuevo las fronteras que los separan. Y aunque es posible que no tengamos respuestas tajantes para el fenómeno migratorio, tan viejo como la humanidad, quizá estemos a tiempo de encontrar preguntas nuevas.
(Málaga, 1974) es catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Su libro más reciente es 'Ficción fatal. Ensayo sobre Vértigo' (Taurus, 2024).