El espíritu autoritario del siglo XXI espeta lo peor que tenemos en el pasado común para prometer un futuro proverbial.
Nombramos sistemas de gobierno para entenderlos, corregirlos, para evitar aspectos nocivos y reforzar las virtudes aprendidas por medio del error, la tragedia, los costos humanos causados por las expresiones dañinas en el uso del poder. Son pocos los Estados en el mundo que, a estas alturas, no se asumen ni tienen interés en percibirse democráticos; sobre todo, entre los países del golfo Pérsico, uno en Europa y alguno que otro en el este asiático. Los muchos países que se asumen democráticos y no lo son implican una condición que obliga a no conformarse con la obviedad. La simplificación de la frase es un síntoma del reduccionismo al que nos acostumbramos.
En la no autoidentificación como democracias hay un dejo de perversa honestidad que sirve de salvaguarda para el entorno de la época. El otro conjunto es el rostro de nuestros riesgos. Ni Emiratos Árabes Unidos ni el Vaticano se llamarán a sí mismos democracias, pero su no democracia tiene otras consecuencias que la realidad política en Italia, Argentina, México, Estados Unidos o Hungría, por decir unos cuantos. Distintas a las de Venezuela, Nicaragua o Siria, donde también hay algo a lo que sus regímenes llaman elecciones.
Sabemos que la teatralidad de la democracia ha servido para justificar sus transgresiones y reducir su complejidad, pero seguimos sin la angustia necesaria en cuanto a la manera en que lo performativo ya estableció una nueva línea de dificultades hacia adelante.
Hay un punto en el lenguaje y la política donde no todo es reinterpretable. El autoritarismo popular existe, pero no la democracia totalitaria. Ni siquiera cuando hay duda, relativización o discusión sobre qué rasgos conducen a lo autoritario, aunque sus rasgos están bien definidos en actos previos. La progresión del pensamiento político definió en positivo y progresivo cuáles son los comportamientos válidos. Si un día fue normal la agresión a los derechos de las minorías, el tiempo estableció que despreciarlos era inaceptable, y lo que permanece es ese cambio. Toda ruta inversa sale de lo admisible.
Conocimos los efectos de las concentraciones excesivas del poder, generaciones pagaron sus saldos. Nunca un retorno a la decisión de un solo grupo o individuo entrará en los códigos de la habitabilidad y supervivencia social de los países. Nada más en los de su eventual crisis.
Los liderazgos de la edad del desencanto han avanzado y dado pasos gigantescos en el planeta entero. Nos desencantamos de las conquistas incompletas de la pluralidad, de los excesos cobijados por trampas, para entregarnos a la visión salvadora de planteamientos que supieron aprovechar las inmensas fallas de no pequeños logros políticos: la simple idea de que los cambios son posibles una y otra vez.
La noción de permanencia es toral a cada Trump, Meloni, Orbán, Milei o el proyecto mexicano en el gobierno. El autoengaño frasea permanencia y democracia a pesar de ser contradictorios. Nos fijamos en los líderes de esta época porque es natural la atención a quienes encabezan movimientos, solo que el efecto más riesgoso no está en ellos en singular, sino en el deterioro moral de sus sociedades.
Sin importar el resultado electoral de noviembre, ¿cómo se reconstruye una sociedad como la estadounidense cuando una de sus partes quiere de presidente a quien afirma que será un dictador el primer día de su mandato? ¿Cómo, cuando se aplaude al que llama una isla flotante de basura a uno de sus territorios?
¿Qué posibilidades de cohabitación tiene la sociedad mexicana si el grupo en el poder y sus adherentes pavimentan un espacio de maniobra política solo para quien coincida con ellos?
En diez años, ¿cuál es el estado de honestidad moral para una Italia que ve con buenos ojos la deportación de migrantes a campos en Albania?
¿Dónde residirá la línea ética contra el radicalismo en quienes lo avalan para Netanyahu, Hamás o Hezbolá? Los tres son poderes políticos y sociales. Los escribo juntos, porque su codependencia es enfermiza.
Lo abrumador del peso de ciertas palabras un día sirvió para entender sus contenidos. Fascismo, dictadura, totalitarismo, autoritarismo, etcétera. Ahora, da la impresión de que su utilidad está en negar los elementos que les dan el apelativo o en la conformidad de su pronunciamiento, sin siquiera entender las implicaciones atrás de ellas. Fascismo, tiranía o dictadura se vulgarizaron en todas sus formas posibles. Poca vergüenza provocan a quienes son señalados de probablemente construirlas, o de construir lo que se les puede parecer. Algo de facilidad, a su vez irresponsable, se encuentra entre quienes las nombran con demasiada ligereza. El espacio de su discusión ha creado un limbo dentro del que manifestaciones propias de fascistas, autocracias y dictaduras de otros momentos se escudan en causas aparentemente nobles para eludir su naturaleza totalitaria.
Vulgarizamos tanto, que la idea de libertad es en demasiadas ocasiones un paraguas enorme para la adscripción a vacíos conceptuales, donde la identificación por oposición, el ser a partir de lo que se rechaza, justifica toda acción, como lo hace quien, en nombre del pueblo, la revolución o la transformación elimina los parámetros que formaron la comprensión moderna de la libertad misma.
El efecto en las sociedades no se queda en el extravío del paradigma desde el cual marcar intolerables.
Somos sociedades excesivamente ideológicas, que escogimos ignorar el precio histórico del exceso de ideología, para las que un supuesto principio rector cubre cada necesidad. En el furor contra nosotros mismos, la fe incapaz de admitir autocrítica deposita en terceros todas las fallas del entorno. Puerta perfecta para un integrismo en busca de rescatar el instante donde se perdió lo que nunca fue.
De esquina a esquina del mundo, tenemos el levantamiento de edificios doctrinarios que se sustentan en discursos precarios y datos incompletos, escogidos para enaltecer argumentos inexactos. De ahí las generalizaciones idiotas con consecuencias criminales o, en el mejor caso, deleznables: los migrantes son una invasión, entonces a cerrar fronteras y deportarlos; los palestinos son terroristas, entonces a aniquilar Gaza; las instituciones son problemáticas, entonces a cooptarlas o destruirlas en nombre de una voz redentora. Como en la crisis estructural de Argentina brilla la ineptitud de gobiernos autoasumidos de izquierda, y como algunos de quienes rechazan las inclinaciones de derechas escriben o se ocupan de la academia, la insensatez admite reducir presupuestos de cultura y cerrar institutos dedicados a su promoción.
Todo lo anterior forma la mala moralidad.
Promovimos o permitimos la ruptura de nuestras sociedades con tal euforia, que de manera increíblemente escasa nos hemos detenido a pensar y a preguntarnos cómo las reconstruiremos. Conjugo en plural porque detesto las posturas de un aparente virtuosismo que se asume ajeno a su conjunto. Eso no hace política.
Quizás me preocuparía menos si cada uno de esos elementos políticos que hoy se ven en el declive democrático de naciones occidentales no estuvieran presentes desde mediados del siglo XX en inmensos sectores de las sociedades medio orientales. El resultado está a la vista. ~
es novelista y ensayista.