En el marco de la fracturada política estadounidense, apenas existe algún tema de carácter social que no haya sido sometido a un agudo e incluso acre debate. La beneficencia, la educación, las acciones afirmativas, la seguridad social, los servicios médicos, los derechos homosexuales, el aborto, las relaciones entre Estado e Iglesia. Todo ello ha producido forcejeos ideológicos nada insignificantes. El tema de las drogas, empero, constituye una notable excepción. Hoy, lo mismo que hace más de veinte años, se libra una guerra contra las drogas. Estados Unidos sigue enviando aviones para rociar herbicidas sobre las plantas de coca. Sigue manteniendo guardacostas en el Caribe para perseguir a los traficantes. Sigue colocando cientos de agentes aduaneros en su frontera suroeste para atrapar a los intermediarios que ocasionalmente trasladan mercancía más allá del norte de México. Dentro del país, la policía aún lleva a cabo más de un millón de arrestos anuales relacionados con las drogas, la mayoría de ellos por delitos menores. Desde principios de los años noventa, los índices de criminalidad en Estados Unidos han disminuido en forma constante, pero el número de personas que cumple condenas se ha incrementado a más de dos millones. Y la causa de todo esto es, en gran medida, la guerra contra las drogas.
Esa guerra está sin duda perdida. Pese a todos los esfuerzos destinados a clausurar las fronteras de la nación, pese a todos los operativos quirúrgicos y callejeros, las drogas aún abundan en Estados Unidos. Y el abuso con que se consumen es todavía un grave problema. A nivel nacional, millones de personas son adictas a la heroína, la cocaína, el crack, las metanfetaminas, y el oxycontin (un medicamento que se receta para el dolor). Estos usuarios cautivos son responsables de muchos crímenes, muertes por sobredosis, visitas a las salas de urgencias y abusos de menores relacionados con drogas. Un estudio tras otro ha demostrado que el tratamiento y la rehabilitación son los medios más efectivos y menos costosos para reducir estas consecuencias. Sin embargo, tales servicios aún son sumamente inadecuados. De los más de doce mil millones de dólares que el gobierno gasta cada año para combatir las drogas, sólo un veinticinco por ciento se destina al tratamiento de los usuarios adictos. Más del sesenta por ciento se destina a la DEA (Drug Enforcement Administration), al Departamento de Estado, a la Guardia Costera, a las Aduanas y a otras instituciones que intentan reducir la oferta aun cuando es evidente lo fútil de este enfoque.
Prueba de lo perdurable de la guerra contra las drogas es lo sucedido en Albany, la capital del estado de Nueva York. Cada año, la legislatura de Nueva York promete reformar el infame Código Rockefeller. Ese conjunto de leyes, aprobado en 1973, impone sentencias absurdamente estrictas para delitos menores, así que los portadores de unas cuantas onzas de cocaína o heroína son enviados a prisión por veinte años o más. Las leyes resultan tan excesivas que incluso el gobernador republicano George Pataki, tan políticamente recatado, ha respaldado la reforma. Cada año la legislatura aborda el tema obedientemente, y cada año fracasa en su intento. Finalmente, este año, tras un largo debate, la legislatura logró aprobar una revisión de la ley, y el gobernador la firmó. Aun así, los cambios introducidos fueron tan pequeños, y la reducción de las condenas fue tan menor, que los estándares Rockefeller permanecen esencialmente intactos. Esta actitud timorata es la regla en cada estado del país.
Al par de la pasividad del gobierno está la indiferencia de los medios de comunicación masivos. A finales de los ochenta y principios de los noventa, cuando las pandillas del crack se apoderaron de los conjuntos habitacionales y las madres solteras gastaban sus cheques de beneficencia en esa droga, el New York Times y otros periódicos relevantes tenían exclusivas sobre las drogas, escritas por periodistas asignados específicamente para informar sobre su uso y los esfuerzos para combatirlo. Hoy, el tema de las drogas no ha hecho más que desaparecer de las noticias, y el zar antidrogas John Walters es un burócrata pálido que pocas personas reconocen.
Por supuesto, si se considera la cobertura sensacionalista y alarmista que se ha dado al tema de las drogas, el olvido puede no ser tan malo. En los noventa, por ejemplo, los periodistas estadounidenses que escribían sobre México sólo estaban interesados en las drogas, la violencia y el crimen. Según sus reportajes, México era una tierra regida por narcotraficantes sedientos de poder y dispuestos a enviar su veneno al corazón de Estados Unidos. Estos reportajes se basaban en información proporcionada por los agentes antidrogas de Estados Unidos, molestos por la falta de cooperación de sus contrapartes en México. Con la elección de Vicente Fox y el inicio de mejores relaciones con Estados Unidos, esos agentes tienen menos quejas, y el flujo de información para los periodistas se ha detenido.
Recientemente, sin embargo, con la oleada de violencia relacionada con la droga en Nuevo Laredo y otras ciudades fronterizas, el viejo sensacionalismo está de vuelta. "Perdiendo la batalla", rezaba en julio un encabezado de Newsweek International. "Un agudo repunte en la violencia relacionada con las drogas ha hecho que los analistas se preocupen por la ‘colombianización de México’." En realidad, el artículo citaba tan sólo a un analista del derechista Instituto Cato, en Washington. Otros funcionarios a ambos lados de la frontera, señalaba, rechazan tales advertencias por considerarlas "desbordadas". De hecho, la amenaza de la colombianización de México —muy invocada a finales de los noventa— no se menciona mucho estos días. En lo que concierne a las relaciones México-Estados Unidos, el tema de las drogas ha sido opacado por el de la migración ilegal. Cada noche en CNN, por ejemplo, Lou Dobbs se entrega a desvaríos enloquecidos contra los "aliens" ilegales —es decir, los mexicanos— que cruzan la frontera llevando consigo crimen, drogas y enfermedades, y arrebatándole a los estadounidenses los empleos que les pertenecen. A muchos estadounidenses, sobre todo en el suroeste, les gustaría ver que su gobierno desviara recursos de la guerra contra las drogas hacia la guerra contra la inmigración.
Aun así, la guerra contra las drogas continúa. Como muestra de cuán equivocadas son las prioridades del gobierno en esta lucha, hay que decir que su blanco principal no es la heroína, la cocaína o las metanfetaminas, sino la marihuana. Si uno consulta la liga para "datos sobre las drogas" en el sitio de internet de la Oficina Nacional de Control de Drogas de Estados Unidos, se encontrará con un recuadro amarillo que lleva por título "La verdad sobre la marihuana", que a su vez contiene ligas hacia datos que describen los enormes riesgos que implica la marihuana. Así como hace veinte años Nancy Reagan exhortaba a los jóvenes a "decir simplemente no", la prioridad número uno del gobierno hoy en día es mantener a los adolescentes alejados de la hierba. Su razonamiento es el siguiente: la marihuana es la droga más utilizada y, lo que es más, los jóvenes que la consumen son más propensos a consumir drogas más fuertes conforme crecen. Ésta es la vieja teoría de la "entrada" al consumo de las drogas, un estorbo que ha sido desacreditado una y otra vez por los investigadores.
La marihuana continúa siendo el blanco principal de la política antidrogas de Estados Unidos porque es políticamente útil. Cada estado tiene su propios activistas antidrogas listos para calificar de "blando" a cualquier político que se atreva a desafiar el consenso en torno a la guerra contra las drogas. Ésa es una etiqueta que aún puede ser fatal en las urnas, así que son pocos los políticos que se atreven a alzar la voz.
Sin embargo, en fechas recientes, el establishment antidrogas recibió un desafío de una fuente desconcertante —la Asociación Nacional de Condados o municipios. Conformada por funcionarios locales de todo el país, esta agrupación ha debido lidiar con la diseminación de las metanfetaminas en numerosas comunidades rurales y suburbanas; en estados como Misuri, Iowa, Illinois e Indiana, el número de decomisos de metanfetaminas se ha disparado. En julio, esta asociación expidió una declaración en la que describía cómo las metanfetaminas están arruinando familias enteras y llenando las cárceles, y llamaba al gobierno federal a reponer los ochocientos millones de dólares en fondos para la lucha antidrogas en el interior del país, cuya eliminación se había propuesto antes. El grupo fue especialmente crítico respecto de la concentración del gobierno sobre el tema de la marihuana, y afirmó que esto desviaba la atención del problema más serio de las metanfetaminas. Fue un golpe desconcertante para la guerra contra las drogas, y vino de un grupo que señala las tendencias nacionales.
Desgraciadamente, es poco probable que esto marque alguna diferencia. La guerra contra las drogas está tan arraigada y la oposición es tan marginal, que el prospecto de una reforma parece más remoto que nunca. En los años que vienen, el gobierno no dudará en continuar invirtiendo mucho más en aviones que rocíen herbicidas y en perros que olfateen droga que en camas y clínicas para rehabilitación, camas y clínicas que podrían cambiar realmente las cosas.~