No honrarás a tu padre, de Gerardo Kleinburg

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Emoción e intuición, según T.S. Eliot, son fuerzas expresivas que combinadas dimensionan un voz. Para ello habrá que explorar en el propio paisaje interior, a bien de detectar, tal vez en cierne, limitantes y posibilidades, y en un acto de plena sinceridad reconocer las vías más plausibles de desacato a las convenciones, pero también los rigores que toda osadía necesita. Y es que todo estilo prefigura —se quiera o no— una suerte de subversión. Algunos autores optan por hacer de la endurecida gramática un asunto gayo, dejándose guiar por la eufonía de la lengua o por el rejuego intrínseco que la propia lógica expresiva insinúa. Habrá otros, los más, que se ajusten a los cánones de una supuesta formalidad léxica que, por lo común, sólo consigue amortajar el lenguaje, cuando no empobrecerlo hasta pudrirlo. Este último abordaje ya define los trazos de lo que sería la figura del craso escritor correcto: maniatado, pero sobrio; elusivo y —¿por qué no?— sugerente, pero ante todo invulnerable por temeroso; ese que alcanza un “medio tono” que a nadie atormenta y, por lo mismo, a nadie apasiona.
     Otro aspecto que refuerza la autonomía de una voz reside en su nivel de obsesión. ¿Hasta dónde contener o extrapolar un empeño creativo? Una novela como No honrarás a tu padre, de Gerardo Kleinburg, es una muestra fehaciente de esa propensión obsesiva por desbordar una trama. En ningún momento existe el deseo por modular una sospecha, sino el denuedo —siempre descorazonador— por aclarar un origen nebuloso y las derivaciones psíquicas y espirituales a que está expuesto un personaje como Alejandro Roth, hijo de padre judío y de madre católica.
     En los primeros capítulos de la novela está delineada la esencia de la historia. Hay una carta, dirigida al padre, donde la madre asume la responsabilidad de tener un hijo ilegítimo: “No impediré que mi hijo nazca. ¡Prefiero soportar toda mi vida la angustia de un porvenir incierto para él a la certeza de su muerte!” Luego, mediante un recurso elíptico de tiempo, cargado de vacilaciones y perplejidades, Alejandro logra entablar una larga conversación telefónica con su padre, donde, por cuenta propia, escucha la negativa de éste por reconocerlo como hijo. La rudeza de ese pasaje señero es el detonante corrosivo que domina toda la trama. Es entonces, y ya con conocimiento de causa, que Alejandro comenzará un proceso de reconquista paulatina. Querrá, en principio, acercarse a sus medios hermanos, a bien de incidir al bies y acaso sentimentalmente en la psique del padre. También adoptando el fervor por la religión judía: un proceso de aprendizaje a contracurso del catolicismo que dota al personaje de una vulnerabilidad interior exasperante, pero cargada de una riqueza de puntos de vista donde las dudas y las certidumbres generan un movimiento narrativo lleno de sugestión dramática. Es aquí donde la obsesión alcanza su desasosiego eufónico que ha de darle peso al magma de la historia. Se trata de un fuego cruzado entre el azar y la elección: ese estigma órfico que descoyunta, pero a la vez afina la condición heroica del personaje.
     Es fruto del azar el hecho de descubrir la ciudad en la que se vive como un síntoma de recuperación del origen, y es palpable que a través de ese vagabundeo incesante se detecte el error de “lo otro”, de lo inmodificable ya para siempre. De ahí el sentido del viaje: lo “sin retorno” que escuece y libera, pero ante todo empuja, al menos como atisbo, hacia otros hallazgos. Es fruto de la elección el deseo de Alejandro por circuncidarse, por ir a la sinagoga, por asumirse judío a cabalidad. El padre representará el fulgor de una esperanza mesiánica asaz remota, pero también una suplantación espiritual siempre entrañable. La religiosidad se establece como una traba y a la vez como vertedero reflexivo, donde la búsqueda del origen, como ajuste psíquico, amplifica el sentido de una lucha sin reposo. Alejandro se verá obligado a hacer acopio de fuerzas, a sabiendas de que no encontrará jamás un “¿por qué?” ni un “¿para qué?”. La antigua aspiración órfica se cumple en el puro devaneo axiomático. Alejandro es héroe determinado por la desilusión, pero que jamás se dejará atraer por el abismo. El artilugio novelístico que Gerardo Kleinburg propone consiste en recuperar la visión prístina con que fueron concebidas las primeras novelas escritas en Occidente, justo en Bizancio, como Leukipó y Kleitofón, de Aquiles Tatius; o Las Etiópicas o Krisorroé. La preeminencia de que una trama no es otra casa más que un crecimiento de la psique, signada sólo por la fuerza del deseo.
     Y ese deseo es el estigma de la aventura. La exploración de “lo otro” que apenas alcanza a circunstanciar la propia identidad, sin alterarla. La ausencia del padre o su negativa confesada es algo inasible que vale la pena fortalecer, a bien de preservar el misterio de la vida. Con No honrarás a tu padre, Gerardo Kleinburg demuestra que no es necesario apostar por una historia donde el anecdotario se vuelva un maremagno imparable de avatares inútiles o más o menos significativos. Basta incidir en dos o tres ideas dominantes para ensanchar un cometido dramático, de tal forma que los trasuntos incidentales alcancen mayor dimensión. Un abordaje de esta naturaleza le permite al autor alejarse de todo craso sentido unidimensional de la trama y recalar, a su vez, en los puntos nodales del conflicto. Pareciera, pues, que de antemano a Kleinburg le interesa que al lector le quede claro cuál es el síntoma capital de su estrategia narrativa. La previa aclaración es sólo el correlato de un intento creciente por ahondar en esas verdades inalterables: la sospechosa falacia del origen, el indeterminismo existencial, el choque a perpetuidad de dos concepciones religiosas y la resignación como motor de una aventura sin fin. Aun así, es el deseo la cavidad adecuada para atisbar un andamiaje siempre introspectivo: lo exterior (lo otro) agita y, a su vez, revoluciona el ímpetu, pero es también la tentativa por agenciarse dudas y certezas para conseguir un filo de equilibrio. En Alejandro Roth se concentran (y se descentran) todas esas fuerzas que en ningún momento presuponen un lastre vital, sino el impulso por detectar, a fin de cuentas, el acomodo definitivo en el mundo. –

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