Hace unos días, al mediodía, recibí una llamada telefónica de Javier Cercas. Sin tener él culpa alguna, minutos después, cuando ya había colgado, caía yo bajo el influjo de Ionesco. Cercas aún no lo sabe, quizás se entere por estas líneas. Él llamó porque quería saber si era verdad que le había llamado yo dos días antes. Lo era, pero me había olvidado de por qué le había llamado. Se lo dije y yo creo que podríamos haber colgado y luego convertirlo en la obra de teatro más breve de la historia. “¿Es verdad que me llamaste hace dos días?” “Lo es, pero ya olvidé lo que quería.” Fin de la obra. Aplausos. Pero también gritos de protesta. Espectadores pidiendo, con indemnización incluida, la devolución de las entradas.
Habría sido una pieza mínima de teatro del absurdo si hubiera colgado, pero no lo hice, y todo fue aún más absurdo, y más largo. Hablamos de dos barberos de Barcelona sobre los que ha escrito Juan Villoro en estas mismas páginas y acabamos preguntándonos por unas frases de Chesterton sobre el amor, unas frases (con barbero incluido) sobre las que tantas veces habíamos hablado. Reímos cuando por fin logramos recordarlas con precisión: “Si no podemos amar a nuestro barbero (al que hemos visto), ¿cómo vamos a amar a los japoneses, a los que nunca hemos visto?”
Carcajadas y aparente fin de aquella obra del absurdo. Volví a mi sillón favorito y a la lectura de los Cahiers de Cioran y para mi sorpresa me encontré directamente con un peluquero: “Un admirador de Goethe pidió un día a su peluquero que le diera uno de los mechones del gran hombre. Recibió la respuesta de que todos los mechones estaban reservados desde hacía mucho y pagados por admiradores.”
En ese momento, sonó el timbre. Abrí y un mensajero me entregó un libro, El rinoceronte y otros relatos (Abada Editores), de Eugène Ionesco, el escritor rumano nacionalizado francés al que se relaciona con el teatro del absurdo. Rumano como Cioran, pensé. Volví a mi sillón favorito y al libro de Cioran y leí: “Ionesco me dice que en el monólogo de Hamlet sólo hay trivialidades. Es posible, pero esas trivialidades agotan lo esencial de nuestras interrogaciones. Las cosas profundas no necesitan originalidad.”
Podría haber actuado como si no hubiera sucedido nada. O, mejor dicho, como si hubiera ocurrido algo trivial. Pero decidí que el libro entregado por el mensajero tenía todas las apariencias de una señal, sin que pudiera yo a ciencia cierta explicarme de qué señal se trataba. Pero eso era lo de menos, sería mejor que le hiciera caso a la señal, pues había traído con ella demasiadas casualidades casuales.
Algo más tarde, sentado en mi sillón, recordé de pronto que en mi primera juventud yo había representado, en teatro universitario, El nuevo inquilino, una obra de Ionesco centrada en un personaje confinado en un sillón. Recordé que últimamente mi madre pasa horas sentada en un sillón en su casa. Y la llamé. Le conté que acababa de recibir un libro de relatos de Ionesco y me recomendó que leyera el cuento titulado El rinoceronte. El libro se lo había regalado una amiga y había disfrutado con esa inquietante historia de los habitantes de una pequeña ciudad que se van transformando todos en rinocerontes. “No sé si Hitchcock leyó a Ionesco, pero si lo leyó se inspiró en esa obra para Los pájaros“, dijo mi madre.
Colgué. Y me dije que la señal era aún más poderosa y más misteriosa de lo que en un primer momento había creído. En los días siguientes, me adentré en el mundo de Ionesco. Me enteré, por ejemplo, de su célebre teoría sobre la rhinocerité, o rhinocerisation, término que equivaldría a deshumanización. Según esto, la humanidad sería víctima periódicamente de ciertas epidemias del espíritu. No podemos nosotros negar que no hayamos sufrido ya algunas. Me atrevería a decir que estamos en plena rinocerización, palabra difícil de pronunciar pero que en cambio entendemos todos.
En los días siguientes, caí ya totalmente bajo el influjo de Ionesco. Leí otras obras del autor. Por ejemplo, las que acaba de reeditar Losada: La cantante calva, El maestro y La lección. Y me gustó mucho releer Las sillas, pequeña obra maestra. Y en fin, un día, sentado en mi sillón favorito, llegué a la conclusión de que con los años este autor ha adquirido un matiz más subversivo del que tuvo en su época, sin que lo subversivo sea lo fundamental en una obra en la que todo es trivial y fundamental al mismo tiempo: una obra que habla de la incomunicación humana y lo hace con una contemplación atormentada pero al mismo tiempo humorística de la angustia.
Pienso seguir leyéndole. En el sillón de casa por supuesto, como si fuera yo mi propio nuevo inquilino. Estoy bajo su influjo, el de Ionesco y el del sillón mismo. Hace unos momentos, he imaginado rinocerontes en barberías. Y me he dicho que, si ahora me llamara alguien, se enteraría muy bien de lo que es la rinocerización de los rinocerontes. Por cierto, también ahora es mediodía. Oigo las campanadas de las doce y suena, además, el timbre de casa. Y ahora el teléfono. La señal me hace señales para que me cuide de la cantante calva. Imagino varias sillas avanzando hacia mí, pero me hago fuerte en mi sillón favorito. ~
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