Cuba, Béisbol, Toros, Petróleo, Venezuela

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Entre finales de septiembre de 1949 y el Carnaval del 50, José Lezama Lima escribió: “Finjamos con la ayuda de la lámpara maravillosa y el mago de Santiago que han pasado cuatro siglos, y que los que entonces sean los caballeros del relato y del cronicón se vean obligados a reconstruir un juego de pelota. Supongamos un informe de los Mommsen de entonces remitido a la Academia de Ciencias Históricas de Berlín, sobre la suerte de la esfera voladora: ‘Hay nueve hombres en acecho de la bola de cristal irrompible que vuela por un cuadrado verderol. […] Esa pequeña esfera representa la unión del mundo griego con el cristiano, la esfera aristotélica y la esfera que se ve en muchos cuadros de pintores bizantinos en las manos del Niño Divino. Los nueve hombres en acecho, después de saborear una droga de Coculcán, unirán sus destinos a la caída y ruptura de la esfera simbólica. Un hombre provisto de un gran bastón intenta golpear la esfera, pero con la enemiga de los nueve caballeros, vigilantes de la suerte y navegación de la bolilla. Jueces severísimos se reúnen, dictaminan, y se ve después silencioso, a uno de aquellos caballeros defensores, abandonar el jardín de los combates. La esfera de cristal, en manos de uno de aquellos guerreros, tiene fuerza suma para si se toca con ella el ajeno cuerpo, cincuenta mil hombres de asistencia prorrumpan en gruñidos de alegría o rechazo. Si la esfera de cristal se pierde más allá de los jardines, el caballero de gris con grandes listones verdes, a pasos lentos sigue su marcha, como si tuviese la recompensa de un camino suyo e infinito.'”
     ¿Pensaba Lezama Lima en las reglas del béisbol, tan intrincadas que, vistas de lejos, parecen excepciones? ¿O en las trampas de arena, las descaminadoras falsas trochas de la historiografía? ¿Anticipaba que cualquier historia del béisbol, digna de tal nombre, se interseca fatalmente con la llamada “historia cultural”?
     En 1895, en terrenos de una estación del ferrocarril inglés —el por entonces llamado “Stand del Este”: un club campestre—, una veintena de jóvenes caraqueños desempacaron vestimenta e implementos deportivos, traídos por uno de ellos desde los Estados Unidos, y a la vista de un público perplejo, mayoritariamente femenino, disputaron el primer partido de béisbol alguna vez jugado en Venezuela y, probablemente, también el primero visto alguna vez en el cuerpo sur del continente americano.
     El año anterior, 1894, se lidiaron en Caracas, también por vez primera, seis reses de media casta: la fiesta brava y el béisbol llegaron, pues, a Venezuela casi al mismo tiempo; justo al final de un siglo de continuas guerras civiles. Diez años más tarde, llegaban los gringos del primer catastro geológico sistemático, dirigido por Ralph Arnold, el hombre que nos delató ante el mundo como una comarca petrolera de inmensurables reservas.
     “Que el béisbol haya llegado a ser lo que nunca llegaron a ser los toros —un verdadero juego nacional— es una información tan pública como importante y tan desatendida como significativa”, advierte el escritor venezolano Luis Pérez Oramas.
     “En ambos juegos —anota Pérez Oramas en su ensayo ‘Venezuela: toros y béisbol’—, una sintaxis incesantemente repetida autoriza el recorrido de un espacio que es siempre el mismo, inagotable.” Sin embargo, ha sido el béisbol y no la fiesta brava el gran arquitecto simbólico de nuestros espacios baldíos: “¿quién no ha visto —se pregunta Pérez Oramas— en los intersticios libres de nuestras redes urbanas, entre viaductos, entre edificios, entre hondonadas y barriadas, ocuparse el espacio para la escena del béisbol?”
     Una de las víctimas inocentes de la prolongada huelga petrolera venezolana que se sostuvo de noviembre de 2002 a enero de 2003 fue el más ilustre de esos intersticios: el Stadium Universitario de Caracas, sede capitalina del campeonato de béisbol profesional. La animosidad ambiente y los cada vez más frecuentes hechos de violencia a cargo de grupos armados y alentados por la retórica del gobierno aconsejaron a la Liga de Béisbol Profesional aplazar, primero, algunos partidos, y más tarde suspender del todo y dar por “no jugado” el campeonato 2002-2003. Nunca antes había ocurrido algo parecido, ni siquiera durante la insurrección popular que derrocó al dictador Pérez Jiménez en 1958.
     Caracas se quedó, pues, sin gasolina y estuvo sesenta días con sus noches anímicamente sitiada por la vociferante fábrica de consensos que es la televisión. Y sin béisbol, recoño.
     Fue en esa sazón que leí por vez primera The Pride of Havana (Oxford University Press, Nueva York, 1999), de Roberto González Echevarría, que es también autor, entre otros muchos libros, de una —al menos para mí— muy apta, bien averiguada y alarmantemente inexpugnable teoría del origen de la narrativa latinoamericana.
     Pero mis andurriales no lindan con la literatura comparada y como el primer libro suyo que leí fue The Pride of Havana, me costará bastante no tener a González Echevarría por el extraordinario historiador cultural que, zumbona e incrédulamente, echaba de menos Lezama en Tratados en La Habana.
     El autor, que es paladín del uso del castellano frente al spanglish en los EE. UU., justifica muy bien en la introducción (titulada “Primer lanzamiento”) la paradoja de haber compuesto, a trechos en castellano, a trechos en inglés, el manuscrito original de Orgullo de La Habana, libro capital de historia de Cuba del que se anuncia una inminente versión en nuestro idioma.
     El método de González Echevarría es, según él mismo admite, “literario”, pero entiende su escritura como un proceso similar al de “amansar” o “curar” un guante de béisbol, en los dos sentidos, peletero y deportivo, de la expresión: a puñadas, amasando su propio sudor con su propia saliva: amoldándolo a la horma que es la mano; como lo haría un segunda base o un shortstop. De allí que —por ejemplo y para bien del libro— no acate del todo las convenciones de la investigación etnográfica y prefiera confiarse al consejo de Miguel Barnet a la hora de trasmutar en texto decenas de horas de conversaciones grabadas con decenas de informantes.
     Primera nuez cascada: la significación del béisbol en la cultura cubana; y por emanación, en las culturas ribereñas del Golfo de México y el Caribe. González Echevarría no se achica ante la desconcertante ironía de que su país, cuya “evolución política ha tenido como combustible un intenso antiamericanismo, haya persistido en abrazar el más estadounidense de los juegos como suyo propio”.
     Su hipótesis es tan sugestiva como consistente: pese a ser una isla, nos dice, Cuba ha sido siempre una frontera entre la América de habla española y los EE. UU. Su libro quiere ser una historia parcial de las transformaciones que han ocurrido en esa frontera. Y puesto a ello, una de las tesis centrales de The Pride of Havana es la de que la cultura estadounidense es uno de los componentes fundamentales de la cultura cubana, a despecho de que se hayan hecho “concertados y dolorosos esfuerzos para combatir o negar este hecho”.
     Otra nuez bien cascada: la duradera contribución que a todo ello han hecho las culturas neoafricanas con su extraordinaria calidad adaptativa frente a un medio extraño y francamente hostil. El béisbol —no lo olvidemos— llegó a Cuba en pleno “tiempo España”; mucho antes de que la trata de esclavos dejase de ser legal. En esto, el béisbol ha seguido en Cuba un curso semejante al de su extraordinaria y all pervading música popular: desacralización de lo tradicional y sublimadora contaminación de modernidad.
     The Pride of Havana nos recuerda que las culturas mestizas modernas no pueden ser sino “lugares impíos de sacrilegio y de profanación”. Felizmente, digo yo; y a mucha honra. -—

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(Caracas, 1951) es narrador y ensayista. Su libro más reciente es Oil story (Tusquets, 2023).


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