¿El PRI, el caciquismo y los caudillos son lo mismo? Sí y no. Sí, si uno se refiere a la fundación del Partido Nacional Revolucionario en 1929. Calles se propuso terminar con las divisiones y los enfrentamientos armados entre las distintas facciones revolucionarias. El partido que ideó fue, al principio, una especie de confederación de caudillos y caciques. Los hombres fuertes de cada región apoyaban al jefe máximo y a cambio empezaron a recibir los favores y la protección del centro. El precepto que regía la alianza era simple: dentro del partido todo, por fuera nada.
Sin embargo, esta situación fue cambiando paulatinamente. Cárdenas eliminó al jefe máximo y asumió, como presidente de la República, todos los poderes. Transformó, además, al PNR en el PRM. Fue un cambio de forma y de fondo. La afiliación (corporativa) de los obreros y los campesinos lo convirtió en una organización de masas. El presidencialismo y el centralismo se vieron fortalecidos. Cárdenas no intentó convertirse en el poder tras el trono, pero se reservó el derecho de designar a su sucesor.
El presidencialismo mexicano fue, sin lugar a dudas, una especie híbrida. Las figuras del caudillo y del hombre fuerte fueron definitivamente eliminadas. La llegada de un civil a la jefatura del Estado, del gobierno y del partido, sepultó los últimos vestigios del caudillismo. El poder y el carisma se institucionalizaron. La legitimidad del presidente no dependía del hombre, sino de la investidura. Sin embargo, el poder siguió siendo monopolizado por una entidad colectiva, "la familia revolucionaria", que permaneció fiel al principio fundador: dentro del partido todo, por fuera nada.
A partir de entonces, el PRI convivió en las regiones con algunos hombres fuertes y en los pueblos con la figura del cacique. El caso de Gonzalo N. Santos es notable. Su poder en San Luis Potosí era completo y fue respetado a lo largo de los años y de los cambios. Sin embargo, el presidencialismo y el centralismo mexicanos no dependían de este tipo de personajes para funcionar. Antes al contrario, el sistema operaba como una gran pirámide. El presidente, en la cúspide, detentaba el poder de nombrar (y destituir) gobernadores, presidentes municipales, diputados y senadores.
Con los caciques en los pueblos las cosas ocurrieron de manera distinta. En el contexto de una sociedad rural y mal comunicada, los caciques funcionaban como una suerte de intermediarios entre el poder del gobernador de cada entidad y los municipios bajo su influencia. Controlaban y organizaban a los campesinos dentro de la gran pirámide a cambio del apoyo y el reconocimiento de la autoridad central. El poder, en este caso, se personalizaba completamente.
Con el paso del tiempo esta figura también se fue debilitando. Las comunicaciones y el desarrollo de los intercambios comerciales, amén de la progresiva urbanización e industrialización de la economía, terminaron con el aislamiento de las regiones rurales. De ese modo, el cacique tradicional se volvió obsoleto y conflictivo. Las disidencias políticas generan conflictos, potencialmente violentos, que no pueden ser sofocados ni silenciados por la autoridad central. Y sin el apoyo del centro, el cacique pierde el poder y la capacidad de mediatizar.
Ahora bien: ¿Existen posibilidades de que el PRI se escinda y se fragmente? Y si esto ocurre, ¿veremos el regreso de los hombres fuertes y de los caciques? La respuesta a la primera pregunta es, sin duda alguna, positiva. Las tensiones son cada vez más fuertes y la verdad es que se ve muy difícil que puedan alcanzar un punto de acuerdo.
Sin embargo, la división del PRI no derivaría en el regreso de los hombres fuertes ni de los cacicazgos. La región del país que sería más propicia para que esto ocurriera es el sur de la República. Pero las elecciones recientes muestran, con toda claridad, que el pluralismo y la volatilidad del voto son fenómenos que no se circunscriben al centro y norte del país. En Morelos, el PAN desplazó al PRD y al PRI; en Chiapas, la alianza PAN-PRD derrotó al PRI; y en Tabasco, el candidato del PRI obtuvo un triunfo muy apretado.
En los dos últimos casos, así como en Tlaxcala y Baja California Sur, el pluralismo y la división del voto fueron consecuencia inmediata y directa de las divisiones en el interior del PRI. Además, es muy probable que este fenómeno se repita en otras entidades. Ahí donde el PRI se divide y la oposición se une, la posibilidad de una derrota del primero se vuelve casi una certeza.
Es por eso que el peligro real que enfrenta el cambio político en México no está en que resuciten las figuras y personajes del antiguo régimen. Porque no hay margen para que ello suceda. El fin del monopolio del poder es irreversible. El verdadero peligro está en que el PRI, al dividirse y fragmentarse, deje un vacío de poder que en lo inmediato no podría ser llenado por ninguna fuerza política. Y esto es particularmente grave, porque los resultados del 2 de julio le imponen al gobierno de Vicente Fox la necesidad de alcanzar acuerdos con la oposición para poder gobernar.
De hecho, las reformas constitucionales sólo podrán ser pactadas entre el PAN y el PRI, ya que el resto de los partidos de oposición no cuenta con el número de diputados suficientes para alcanzar una mayoría calificada. De ahí la importancia que tiene para Fox y para la estabilidad política del país que el PRI opere como una fuerza unida y responsable. Desgraciadamente, no hay ninguna garantía de que así será. –