A finales de 1748 llegó a Francia Clara, una rinoceronte india que para entonces llevaba siete años de gira por Europa. En enero del siguiente año, pasó una breve temporada en la ménangerie de Versalles, una casa de bestias construida bajo las órdenes de Luis XIV y que en aquel momento pertenecía a Luis XV. Clara se exhibió por cinco meses en París en las ferias de Saint-Germain y Saint- Laurent y después continuó su recorrido europeo hasta 1758, cuando murió en Londres tras diecisiete años deambulando. Su estadía en Francia fue un fenómeno en el que se involucraron pintores, escritores, enciclopedistas y hasta peluqueros[1].
La bestia causaba furor: era el primer rinoceronte de visita en Europa desde 1515, cuando otro rinoceronte indio llegó a Lisboa[2]. En aquella ocasión, la casa de bestias que albergó al animal fue la del rey Manuel I de Portugal, quien, queriendo comprobar las palabras de Plinio, organizó una pelea entre el rinoceronte y un elefante. Contra las expectativas de todos, el rinoceronte no destripó a su rival con su cuerno. No fue necesario. El elefante se asustó y huyó.
Aburrido del animal y queriendo simpatizarle al Papa León X, Manuel I envió al rinoceronte como un regalo al pontífice. El barco que transportaba al animal naufragó cerca las costas lusitanas. El rinoceronte iba encadenado y terminó ahogándose; recuperaron su cuerpo y lo enviaron disecado al Papa[3].
No es complicado comprender la fascinación europea por estos animales: esta bestia cornada, blindada y enorme era un símbolo de poder. Tener animales salvajes dentro de una ciudad implicaba el triunfo de la civilización sobre la naturaleza bárbara y las casas de bestias eran un buen ejemplo de ello. Después de la Revolución francesa se comenzó a cuestionar la utilidad de las ménangeries ya que eran consideradas un lujo y estaban profundamente ligadas a la aristocracia. En defensa de estos lugares, el naturalista y botánico Bernardin de Saint-Pierre argumentaba que, además del interés científico de las casas de bestias estaba el filosófico y el moral, ya que, decía, los animales se volvían mansos y sociables al estar en estos ambientes que permitían el contacto con el hombre.
Aunado a esto, estaba la condición mítica de los rinocerontes. Su cuerno (uno solo en el caso del rinoceronte indio, dos en el de los rinocerontes africanos y el de Sumatra) remitía al de una bestia medieval: el unicornio.
En el bestiario de Aberdeen, escrito en Inglaterra durante la Baja Edad Media, podemos encontrar la siguiente descripción del unicornio: “es un monstruo de horrible bramido, con el cuerpo semejante al de un caballo, pies como los de un elefante y cola como la de un ciervo. Del centro de su frente brota un cuerno de asombroso esplendor” (Traducción de Ignacio Malaxecheverría). La similitud con el rinoceronte es evidente.
Según Cirlot, en su diccionario de símbolos, uno de los significados del unicornio es el de la sexualidad sublimada. Sí, en parte por la innegable condición fálica de su cuerno, pero también por la leyenda que asegura que el único modo de capturar a un unicornio es con una muchacha virgen a la que la bestia se acercará con mansedumbre. En la medicina tradicional china los cuernos son un remedio muy utilizado, a la ralladura de estos se le atribuye cualidades antipiréticas, de antídoto a mordidas de serpiente, antigripales, de inhibidor de las náuseas y benéficas para el tratamiento del sarpullido, sólo por mencionar algunas. Es un mito extendido que uno de los usos tradicionales del cuerno en Oriente es el de afrodisíaco, pero esta idea surgió en Occidente donde, considerando el simbolismo del rinoceronte, se ligó su figura a la de la potencia sexual. El rumor de las propiedades afrodisíacas del cuerno llegó a Vietnam, uno de los principales consumidores de cuerno de rinoceronte, donde, paradójicamente, obedeciendo esta creencia occidental falsamente atribuida a la medicina oriental, se comenzó a comercializar también para este fin.
El cuerno, no obstante, resulta inútil para cualquiera de estas enfermedades y dolencias. Al estar compuesto en su totalidad de queratina, el uso de cuerno de rinoceronte es igual de útil que el consumo de uñas o cabello humano, también compuestos de la misma proteína que el cuerpo humano no puede digerir. Pero la tradición ha podido más que los hechos y la demanda de cuernos, principalmente en Oriente, ha llevado a tres de las cinco especies no extintas de rinocerontes a estar en “peligro crítico” mientras que las dos restantes, el rinoceronte indio y el blanco se encuentran en “peligro” y “vulnerables” respectivamente.
La caza ilegal de rinocerontes ha sido un problema al cual los conservacionistas no han sabido enfrentar. Durante los últimos años se han propuesto diversas medidas, desde impregnar el cuerno con un acaricida que resulta tóxico para los humanos, hasta casos más extremos como el del parque Kaziranga, en India, en el cual los guardabosques tienen la orden de disparar a todo posible cazador dentro de la reserva, obviando la posibilidad de un arresto o un juicio. Esta última medida se ha criticado ampliamente ya que además de colocar la vida de los rinocerontes por encima de los humanos (cosa que a nosotros, bestias ensimismadas e inevitablemente antropocéntricas, nos disgusta) presenta muchas áreas grises. Se han reportado lugareños asesinados que fueron confundidos por los guardabosques y circulan rumores de que, bajo la bandera del conservacionismo, se utiliza el parque como una carta blanca a ejecuciones clandestinas con fines políticos. La medida afecta sobre todo a las poblaciones indígenas que han poblado la región desde antes de que se creara la reserva: estas comunidades, que mantienen una relación profunda y simbiótica con el bosque, se han visto obligadas a replegarse perdiendo acceso a zonas que habitaban y por las que circulaban libremente.
La más reciente de las medidas para la protección de los rinocerontes fue la legalización del comercio de cuernos en Sudáfrica. Esta decisión promete un mayor control y un método más humanitario para remover o raspar el cuerno del animal, el cual, queratina a fin de cuentas, vuelve a crecer. Sin embargo, los detractores afirman que el comercio legal podría incrementar la demanda y, con ello, la obtención ilegal de cuernos.
¿Es ético saltarse los derechos humanos en pos de la conservación de una especie?, ¿y qué ocurre cuando hay una tensión entre los derechos de los animales y los nuestros? Habría que plantearnos, pues, cuál es nuestro papel y cómo medimos el valor de las vidas no humanas contra el de la nuestra.
El 7 de marzo de este año, en Thoiry, a media hora de la casa de bestias en la que Luis XV recibió a Clara y en la que albergó después a otro rinoceronte presumiendo del dominio de la civilización sobre lo salvaje, un grupo de cazadores entró al zoológico y mató a Vince, un rinoceronte blanco de cuatro años: le quitaron uno de sus cuernos e intentaron quitarle el otro. Han pasado cinco siglos desde que aquel otro rinoceronte naufragó en las costas de Portugal: han caído imperios, surgido países, se inventaron vacunas, naves capaces de llevarnos por los aires, se crearon zoológicos y la noción de Derechos Humanos; cualquiera diría que somos bestias mucho más civilizadas que entonces. Y, sin embargo, el trato hacia los rinocerontes sigue siendo igual o más cruento que el que se le dio a ese rinoceronte que, encadenado y con grilletes (bestia melancólica y oxidada, diría Arreola), preparado para ser un regalo lujoso, no pudo nadar para salvarse.
[1] Para celebrar la visita de Clara se creó una peluca a la rhinoceros. Esto no es tan inusual como aparenta; en Historia descabellada de la peluca Luigi Amara dice que “cualquier acontecimiento podía quedar plasmado en el pelo, en una variante individualizada del carro alegórico”
[2] Este rinoceronte fue el modelo del famoso grabado de Durero, quien, sin haber visto jamás a la bestia, la dibujó basándose en descripciones de terceros.
[3] Esta historia de la ambición humana fue retomada por Lawrence Norfolk en su novela El rinoceronte del Papa.
(Estado de México, 1987) Traduce, corrige, edita y a veces escribe. También pasea a menudo a sus perros.