El mayor privilegio de ser rico, o lindo, o valiente

El mayor privilegio es poder elegir. A menudo, quienes pueden elegir optan por ponerse en el lugar de los otros, de los que no pueden elegir y sienten su destino como una condena. Son decisiones que definen y tiñen de sentido toda la vida.
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Tres escenas. Tres diálogos. El primero es en Vietnam, cerca de la frontera con Camboya, algún día de 1967. Soldados estadounidenses conversan durante un momento de calma en el infierno de la guerra. “Taylor, ¿tú cómo demonios llegaste aquí? Pareces educado”, pregunta uno. El tal Taylor, interpretado por un muy joven Charlie Sheen, responde que se ofreció como voluntario. Los otros no lo pueden creer: “¿Que hiciste qué?”. “Soy voluntario. Dejé la universidad. Les dije que quería sumarme a la infantería, combatir en Vietnam”. Los otros lo tildan de loco. “No tenía sentido, no estaba aprendiendo nada”, agrega Taylor. “Pensé: por qué los chicos pobres tienen que ir a la guerra y los ricos no”. El que le había hecho la pregunta lo trata con sorna: “Lo que tenemos aquí es un cruzado”, dice. Pero luego se pone más serio: “Hay que ser rico para pensar así”.

Platoon, la película de Oliver Stone a la que pertenece la escena, estrenada en 1986, fue la primera producción de Hollywood escrita y dirigida por un veterano de la guerra de Vietnam. Ganó cuatro premios Oscar, entre ellos los de mejor película y mejor director.

 

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El segundo diálogo forma parte de Tokio Blues, novela publicada un año después de la película de Stone y que convirtió a Haruki Murakami en una especie de rockstar. Midori Kobayashi, una chica que ha estudiado en un colegio para gente adinerada sin serlo ella misma, le pregunta a otro personaje: “¿Cuál crees que es la mayor ventaja de ser rico?”. Su interlocutor responde que no lo sabe. “Poder decir que no tienes dinero —explica Midori—. Por ejemplo, yo iba y le proponía hacer algo a una compañera de clase. Entonces ella me decía: ‘No puedo. No tengo dinero’. Yo, en cambio, hubiera sido incapaz de decir lo mismo. Si yo decía ‘No tengo dinero’, era porque no lo tenía. ¡Patético! Igual que una chica guapa puede decir: ‘Hoy me veo tan horrorosa que no me apetece salir’. Eso mismo, en boca de una chica fea, da risa”.

 

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La tercera escena no corresponde a ninguna obra de ficción sino a la vida real, y es dramática y terrible. La describe Rodolfo Walsh en un texto titulado “Carta a mis amigos”, fechado el 29 de diciembre de 1976. Narra la muerte de su hija María Victoria, Vicki, ocurrida tres meses antes, cuando ella acababa de cumplir veintiséis años.

Una mañana, cuando la dictadura argentina llevaba seis meses imponiendo el terror, ciento cincuenta soldados con varios camiones y un tanque de guerra rodearon una antigua casa del barrio de Floresta, en Buenos Aires, en cuyo interior dormían cinco militantes del grupo guerrillero Montoneros. Una de esas personas era Vicki, quien, junto a un compañero, subió a la azotea y resistió desde allí. “El combate duró más de una hora y media —cita Walsh el testimonio de un conscripto que participó del operativo—. De pronto hubo un silencio. La muchacha dejó la metralleta, se asomó de pie sobre el parapeto y abrió los brazos. Dejamos de tirar sin que nadie lo ordenara y pudimos verla bien. Era flaquita, tenía el pelo corto y estaba en camisón. Empezó a hablarnos en voz alta pero muy tranquila. No recuerdo todo lo que dijo. Pero recuerdo la última frase, en realidad no me deja dormir. ‘Ustedes no nos matan’, dijo, ‘nosotros elegimos morir’. Entonces ella y el hombre se llevaron una pistola a la sien y se mataron enfrente de todos nosotros”.

 

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En las tres escenas —más allá de las muy diversas miradas que admiten— subyace una idea: tener algo ofrece la posibilidad de negarlo. Gracias a que se posee una cosa, es posible anularla, desprenderse de ella. El rico puede decidir ir a un lugar (la guerra) donde solo van los pobres, o puede decir que no tiene dinero; la guapa puede decir que está fea; la que posee el coraje puede desprenderse de él (a la vez que se desprende de su propia vida). El pobre, la fea, el cobarde, aun cuando están en el mismo lugar, no pueden elegir. Y como no pueden elegir, tampoco consiguen entender que los otros, que sí pueden hacerlo, elijan lo que para ellos es una condena.

El conscripto argentino logra su objetivo, que es acabar con la vida de los guerrilleros y terminar vivo él, pero la escena, la última frase, no lo deja dormir. La chica pobre de Murakami se cohíbe porque el temor a resultar patética es más fuerte que la certeza de que ella tiene razón y las demás no. El soldado pobre en Vietnam no termina la escena elogiando al estudiante que opta por ir a la guerra cuando podría no haberlo hecho, sino con una reflexión amarga: “Todo el mundo sabe que a los pobres siempre los joden los ricos. Siempre lo han hecho, siempre lo harán”.

¿Cuál es el mayor privilegio de ser rico, o de ser lindo, o de ser valiente? Poder elegir. Ese es el beneficio mayor. Porque, entre todas las posibilidades que ofrece, está la de elegir situarse en el lugar del otro.

Hay una anécdota, seguramente apócrifa, atribuida a Gandhi (y que les encanta a los aficionados al coaching y el liderazgo y esas movidas), que afirma que una mujer acudió al líder indio para pedirle que le dijera a su hijo, diabético, que no comiera tanta azúcar. Gandhi le respondió que en ese momento no podía hacerlo, pero que volvieran dos semanas después. Cumplido ese lapso, regresaron, y entonces el hombre le dijo al niño: “Hijo, no comas tanta azúcar”. El pequeño aceptó el consejo y la madre lo agradeció, pero quiso saber por qué los había hecho esperar dos semanas para algo que le podría haber dicho la primera vez. “Es que hasta hace dos semanas —dijo Gandhi— yo también estaba comiendo azúcar”. Silvio Rodríguez lo resume en una frase: “He procurado ser un gran mortificado, para, si mortifico, no vayan a acusarme”.

 

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Gracias a que se posee una cosa, decíamos, es posible anularla, desprenderse de ella. Pero esa anulación o ese desprendimiento no equivalen necesariamente a una pérdida. Como anotó Borges en alguna parte, “solo se pierde lo que realmente no se ha tenido”. O como escribe Walsh en el final de su citada carta:

“Me he preguntado si mi hija, si todos los que mueren como ella, tenían otro camino. La respuesta brota desde lo más profundo de mi corazón y quiero que mis amigos la conozcan. Vicki pudo elegir otros caminos que eran distintos sin ser deshonrosos, pero el que eligió era el más justo, el más generoso, el más razonado. Su lúcida muerte es una síntesis de su corta, hermosa vida. No vivió para ella, vivió para otros, y esos otros son millones. Su muerte sí, su muerte fue gloriosamente suya, y en ese orgullo me afirmo y soy quien renace de ella”.

Quizá se puede discutir si el camino de Vicki Walsh fue el más generoso y justo. Es indiscutible que ella pudo elegir, y cómo su elección —igual que todas las elecciones— define y tiñe de sentido todo lo demás.

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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