Me asoleaba en un camastro en un hotel en Cancún cuando se me resbaló un totopo con ceviche. Cayó con la cara que tenía el ceviche hacia el suelo –pérdida irreparable. A los pocos minutos se acercó una hormiga, husmeó el manjar un momento, se untó la cátsup en las antenas y regresó por donde había venido. El sol y la cerveza me invitaron a observar fijamente el devenir anunciado: no tardarían en llegar sus compañeras.
En efecto, poco después llegó otra hormiga, seguida de un par, y luego otras cuantas. Habrán sido unas cinco o seis. Subieron al tentempié, recorrieron sus bordes, se adentraron en sus cavernas, se bañaron en la salsa y se frotaron unas a otras –habían encontrado un tesoro. Esta vez el viaje de regreso lo hizo un par, las demás se quedaron retozando en el refrigerio.
Aquellas dos convocaron a otras cinco o seis, ya de mayor tamaño, y así comenzó a corearse la dinámica, cada vez con más frecuencia: la mayoría permanecía sobre el botín mientras unas cuantas regresaban al hormiguero a invitar a más, hasta que se dibujaron carriles de ida y vuelta y el bocado quedó tapizado. En un par de horas no quedó ni mancha.
Uno puede leer sobre este sistema, hay vasta bibliografía. En esencia es el ciclo de una primicia. Las hormigas exploradoras salen a buscar posibilidades y regresan al hormiguero cuando hay buenas nuevas. Las hormigas caseras confirman las pretensiones con sensores olfativos –la cátsup untada en las antenas–, hacen caso de la recomendación y proceden a consumir el tesoro. Claro, éste sólo es tesoro en tanto que cumple esa función comunitaria: alimentar al hormiguero, pero las hormigas parecen no darse cuenta que entre más de sus semejantes son avisadas, más difícil es para cada una acceder a él. Llega un punto en el que muchas ya no pueden penetrar las barreras multitudinarias.
Frente a mí, el mar. Inevitable evocar aquel Cancún que, como el ceviche, alguna vez fue un tesoro, pero cayó para ser devorado despiadadamente por hormigas. Alguien le avisó a los demás sobre esta perlita en el Caribe, una franja de arena blanca con el mar turquesa de un lado y una laguna del otro, convertida ahora en un Miami deslucido. Lo mismo le sucedió a Acapulco, el antes “puerto más bello del mundo”. Increíble que alguna vez hayan celebrado ahí su luna de miel los Kennedy, que fuera destino habitual de reyes y estrellas de Hollywood, y ahora sea un ceviche descompuesto a evitarse a toda costa. También a la Condesa o la colonia Roma, o a un restaurancito que uno descubre y aprecia por su aislamiento y exclusividad, pero regresa un año después para verlo consumido por la afluencia. Nada se salva. La popularidad parece un edicto que ordena no perderse lo imperdible. Esto también tiene su bibliografía y se ha denominado el “miedo a quedarse fuera” o síndrome FOMO por sus siglas en inglés, un trastorno psicológico que sufren quienes no tienen más opción que consumir lo que toca ahora, exacerbado hoy por las redes sociales.
En Cultura mainstream, el periodista francés Frederic Martell ha estudiado esta mecánica, que emplea a miles y millones de hormiguitas voluntarias e involuntarias en todo el mundo, desde los estudios de producción norteamericanos hasta los distribuidores de películas piratas en pueblitos remotos de Afganistán, para esparcir las buenas nuevas sobre bocados recién caídos. Michel Houellebecq ha hecho lo propio con la industria turística, que ofrece nuevos paraísos al mismo ritmo que los depreda. Hace unos años era Bora Bora, luego fue Tailandia, ahora es Nueva Zelanda. No es necesaria ninguna imaginación, hay listas de los destinos más sonados para el año en curso.
Si uno es sensible, adopta mecanismos de defensa, o mejor dicho de aprovechamiento. El primero y más obvio es dejar de dar recomendaciones, lo que desde luego no es garantía, pues habrá otras ávidas e indiscretas hormigas que eventualmente arrasarán con todo, pero acaso se retrasará la decadencia. Después, uno puede dar recomendaciones “quemadas”, por así decirlo: mandar a hormigas a ceviches ya insalvables para distraerlas de lo impopular. Y, finalmente, no seguir recomendaciones: ya no tanto para prorrogar la ruina cuanto que para no vivirla en carne propia. Claro que yo, al estar en Cancún, había sucumbido inadvertidamente a alguna de las anteriores: no sólo era una hormiga sino una de las últimas, de las que ya no pueden disfrutar igual el original.
Es periodista, articulista y editor digital