Foto: Paul Ellis/PA Wire via ZUMA Press

El bromista de Downing Street

El primer ministro no logra cautivar como antes a una nación que se dispone a regresar a la “normalidad” y camina hacia una incierta y apremiante existencia fuera de la UE.
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Las reacciones de los gobiernos ante la emergencia del covid-19 definirán su futuro. En el del primer ministro británico Boris Johnson, las acciones (o falta de ellas) inclinan la balanza del lado de la incompetencia errática. Para minimizar el impacto de la pandemia con el ejemplo, el PM extendía la mano hacia las multitudes hasta que, el 6 de abril, fue internado luego de haber contraído la enfermedad. Permaneció siete días en el hospital St. Thomas, de los cuales tres los pasó en terapia intensiva. Su enfermedad despertó una ola de simpatía, como si se tratara de un pariente; algunos esperaban que la experiencia lo hubiera transformado positivamente para enfrentar y controlar el coronavirus.

Mientras Boris se recupera, otros asuntos apremian además de la pandemia, como la firma de un tratado de comercio entre el Reino Unido (RU) y la Unión Europea (UE) que debe estar listo en octubre. Por otro lado, la polarización social en Inglaterra continúa, con el país dividido entre quienes empujan para dejar detrás la UE y los que están convencidos de que el Brexit es una catástrofe. Haber contraído el virus y estar grave no fue la “caída” camino de Damasco, sino el principio de una temporada en la que Bojo, como también es conocido el PM, es dueño de la pista, con su estilo característico de comediante cuidadosamente desarreglado que suelta aforismos clásicos aprendidos en Oxford.

Con la salud, el primer ministro acentuó su indiferencia ante los detalles que lo hacen inaceptablemente impreciso. La rutina es la misma pero los tiempos han cambiado. Bojo conduce el vehículo hacia el desfiladero ya próximo, haciendo de las exigencias principios que, como lo fuera el collar de perlas de Margaret Thatcher, no son negociables. Esta actitud hace difícil el acuerdo.

Cuando se anunció que Bojo había sobrevivido, hubo un momento de alivio, quizás incluso de esperanza. Dominic Raab, encargado interino del gobierno, volvería a sus labores como ministro de Exteriores, donde, además de su completa aprobación del Brexit, su capital político es ser incondicional del PM, como se dice de quienes forman el actual gabinete. La proverbial caída dejó intacto a Bojo, dueño del Parlamento. Puede hacer lo que quiera. Y lo hace, forzando la situación hasta el límite. Una visión nacionalista y aislacionista que a cambio del sacrificio promete mejores circunstancias en el futuro próximo. Es el ensueño de la Segunda Guerra Mundial, cuando el RU se despedía del escenario internacional como potencia de primer orden. La repetición de la historia en tono de farsa convierte a los grandes hombres como Churchill, Stalin y Roosevelt en Boris, Putin y Trump. Los atlantes vueltos payasos.

Bojo es eficaz por su desfachatez destartalada que hasta el momento forma parte de su carisma. Pero muchos resienten la presencia en Downing Street de Dominic Cummings, el creador de la estrategia del Brexit y de la elección que instaló a Boris en el número 10. Desde entonces su colaboración ha sido cercana y el apoyo del PM firme. Se dice que es él quien dicta la política inglesa. Por esto el alboroto que causó, a inicios de abril, su viaje a Durham y de allí a Bernard Castle, según él para probar que su vista no hubiese sido afectada por el virus. La excursión familiar tuvo efectos negativos, porque mostró con claridad que el confinamiento forzoso declarado por Johnson el 23 de marzo era para los ciudadanos comunes, no para los poderosos que dictan las reglas. La acción, se dijo, también era irresponsable con los padres de Cummings, porque son ancianos, y con su hijo pequeño. La pandemia dejaba alrededor de 44 mil muertos. Muchos murieron en el hospital aislados de sus seres queridos. Cummings dio una conferencia de prensa en Downing Street, en la que admitió haber hecho lo que había hecho. El PM decidió sostener, en lugar de despedir, a su director de política, a quien la chusma apoda Rasputín, y cuya función parece estar por encima de los ministros. Por eso, el sentido de ultraje nacional es comprensible.

La llamada vuelta a la nueva normalidad ha permitido ver hacia atrás y revisar este periodo extraordinario. Se mira críticamente al gobierno que, se dice, desperdició tiempo e ignoró la experiencia de España e Italia. El primer ministro debe enfrentar una oposición que se fortalece con su balbuceo y el tsunami de irresponsabilidad e incompetencia que se suma conforme pasan los días y la gente sale del encierro. Bojo guía a la nación para enfrentar jocosamente los graves problemas financieros, el desempleo y la escasez de vivienda y el deterioro de las condiciones mentales. La reciente elección de Keir Starmer como líder del Partido Laborista significa una oposición atenta a los detalles. Se ha dicho que Boris se autodestruirá, pero mientras eso sucede Starmer colabora sistemáticamente en el Parlamento. Su experiencia como abogado le es útil para cazar al balbuceante primer ministro, que debe comparecer ante el juicio de los muertos: el Reino Unido es el tercer país con más muertes ocasionadas por el coronavirus, después de Estados Unidos y Brasil, y es el país con más casos en Europa.

Durante los primeros días de la pandemia, Bojo se había decidido por permitir el contagio para alcanzar la llamada “inmunidad de rebaño”. Esto habría implicado rebasar la capacidad de los hospitales con 6 millones de pacientes –dos millones en terapia intensiva– y aproximadamente 402 mil muertes, según el Profesor Chris Whitty, encargado de la emergencia, miembro de la comisión que monitorea la situación para decidir lo más conveniente.

Cuando fue evidente el peligro que esta opción entrañaba, el gobierno cambió de rumbo y optó por el encierro, buscando controlar la velocidad de la infección –“aplastando el sombrero”, según la imagen de Bojo– para que los hospitales, que ya se encontraban en crisis debido a los recortes presupuestales de los últimos diez años, no se vieran desbordados. La construcción de las unidades Nightingale fue asombrosa y bienvenida, pero el National Health Service (NHS) lleva años ajustándose al adelgazamiento del Estado, que con la economía gig se puso anoréxico. Como el Brexit, la mala salud no desaparece y se pospone a costa del paciente. Matt Hancock, ministro de Salud, ha dicho inexactitudes como el marco temporal para alcanzar 100 mil pruebas diarias, que hasta el momento no han sido posibles. Hancock pone buena cara al mal tiempo. Como muchos políticos, quiso decir algo más de lo que declaró. En el circo lo que vende es la ilusión. ¿Acaso no sobrevivió Boris a la enfermedad gracias al NHS, al que prometió fondos suficientes?

En estas circunstancias llegó al Reino Unido la noticia de la muerte de George Floyd, y la negativa de la población de origen africano a tolerar el racismo encontró pronto una respuesta solidaria. La rodilla del policía blanco sobre la nuca de Floyd es algo que nadie puede ignorar. El video de su agonía lo vio todo mundo y es imposible pretextar ignorancia del mal sistémico, cultural en el más amplio sentido del término, del racismo. Se dice que es el pecado original de Estados Unidos, pero es un pecado que comparte con otras naciones, y por ello la resonancia internacional que ha tenido el movimiento Black Lives Matter. La ejecución de Floyd ante los espectadores (presentes, pero sobre todo ausentes) se añade a una larga lista de agravios pero, a diferencia de otros movimientos que se han rebelado contra la violencia policíaca y las mil y una formas del racismo, el actual es internacional y tiene el respaldo de los blancos que rechazan que a los afroamericanos se les trate como si formaran parte de otro país.

En Inglaterra el movimiento cobró relevancia especial por el papel de la estatuaria urbana. Con frecuencia la gente ignora quién está encaramado en un caballo o mirando la vida pasar con gesto de aburrimiento. Las estatuas a veces son redimidas por las palomas, cuya mierda les da una pátina que las favorece, pero se ignora su identidad y sobre todo la razón por la cual se yerguen en la plaza y en el parque o por qué una calle tiene su nombre. Este era el caso de Edward Colston –un tratante de esclavos enriquecido y transformado, por obra del dinero, en súbdito distinguido de Bristol– hasta que su estatua fue pintada, tumbada y arrastrada a la bahía donde fue arrojada el 7 de junio.

Quienes consideraban oprobiosa la estatua habían solicitado varias veces al consejo ciudadano que la retirara, sin éxito. Su democión ejemplifica la batalla por registrar la historia, que es diversa, y por avanzar en el difícil reconocimiento del pasado imperialista de Inglaterra y sus secuelas en el tratamiento de las “minorías” étnicas. La sola aplicación de los términos “minoría” y “mayoría” define una especie de deber ser que da la razón a la masa por su volumen y reduce el ejercicio de la democracia a números.

Las estatuas se alzan como símbolos de reconocimiento que la nación otorga a sus súbditos distinguidos. Sin embargo, con el paso del tiempo pierden sentido, convirtiéndose en un mueble público más. Si en algún momento se confiaba en su poder para ilustrar al peatón, hace mucho que tal creencia ha demostrado su inutilidad. Los paseantes miran el pasto, los edificios que cercan el parque o las puntas de los zapatos que avanzan sobre la grava, pero no se detienen a ver al Edward Colston correspondiente a no ser que su presencia sea un recordatorio y una amenaza. Esto lo sabe la generación Windrush, caribeños nacidos en países que formaban parte de la Commonwealth y habían llegado al RU entre 1948 y 1971 en busca de trabajo. Tenían un pasaporte especial, pero eran súbditos legales de Su Majestad. Sin embargo, cuando Theresa May fue ministra del Interior, implementó el “hostile environment” o entorno hostil, que hizo la vida imposible para muchos. En 2013 comenzaron a recibir notificaciones que los consideraban ilegales en el RU y los sujetaban a ser arbitrariamente deportados a países que no conocían, porque varios habían nacido en Londres. Eran británicos con plenos derechos de permanecer en sus hogares.

El movimiento Black Lives Matter ha exigido reconocer que la añorada gloria imperial tiene el closet lleno de cadáveres. Pero el interés por la estatuaria –en vez de tirarlas, Bojo ha propuesto multiplicarlas, acaso viendo su efigie al lado de Nelson en Trafalgar– no se limita a la remoción de estatuas indeseables porque encomian como grandes hombres y benefactores de la humanidad a quienes fueron activos esclavistas y promotores del infame comercio. La enmienda que el movimiento se propone es que los ciudadanos sean conscientes de su historia. La propuesta de una bodega de las estatuas infames puede convertirse en un museo canónico, capítulos de la historia oficial del RU puestas en contexto, pero es claro que nadie aprende historia mirando las estatuas que adornan la isla.

La turbulencia por la que el PM atraviesa ofrece sorpresas con relativa frecuencia. La última es la iniciativa del jugador de futbol Marcus Rashford, quien ha logrado que el gobierno cambie de táctica volviendo a alimentar a niños que de otra forma padecerían hambre. En Inglaterra hay capas de miseria que se juzgan “normales”, a las que Rashford ha dado visibilidad social. El cambio de trayectoria del gobierno ha sido interpretado como accidental, lo cual contribuye a desdorar el aura de Boris, que confiesa no haber sabido de la campaña. Según la encuesta del Observer (21 de junio), a fines de marzo, una semana después de iniciarse el encierro en el RU, los Tories o conservadores iban delante de los laboristas con 26 puntos, 54 sobre 28%. Los votantes le daban a Boris un +29% de aprobación personal. La más reciente encuesta muestra, en contraste, que los Tories han descendido a 44% y los laboristas han subido a 40% La misma encuesta muestra que la popularidad de Boris también descendió a -5%. No es exagerado decir que conforme la pandemia cede y hay tiempo para ver hacia atrás, Boris parece más desorientado que simpático y posiblemente afectado por las secuelas de la enfermedad. Su gracioso destartalamiento no logra cautivar como antes a una nación, que se dispone a regresar a la “normalidad”, guiada por el bromista de Downing Street hacia la incierta y apremiante existencia fuera de la UE.

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