La semana pasada, mi hijo Sebastián estuvo fascinado con la elección presidencial, prendido de la tele en nuestro departamento en Maryland como si se tratara de un Super Tazón con un tiempo extra interminable, o una serie adictiva y apocalíptica de Netflix.
Por una parte, me siento muy orgulloso de que mi hijo de 15 años esté tan interesando en la política y lo que ocurre en el mundo, tan enganchado con la elección, analizando los resultados de diversos condados en Georgia, Arizona, y Pennsylvania, haciendo la aritmética para anticipar resultados. Pero también me siento algo culpable y triste: una elección presidencial estadounidense no debiera ser como una serie o película apocalíptica. Sebastián lleva meses diciéndome, “Papá, ¡va a estar de locos!”. Una elección no debería inspirar tanto suspenso.
Seabass –como le digo de cariño– y yo solemos viajar por el tiempo. Nos metemos a YouTube, le pido que me diga un mes y año, y buscamos un noticiero de esos tiempos, generalmente el CBS Evening News. Nos hemos topado con Vietnam y el programa espacial Apollo (a veces en el mismo episodio), la guerra de las Malvinas (“espera,” dice Seabass, “¡¿Inglaterra y Argentina pelearon una guerra?!”), las huelgas de Solidaridad en Polonia, encabezadas por Lech Walesa (“a la gente antes le importaba más lo que pasaba en otros países”), las guerras en Irak, y muchas elecciones del pasado (“Kerry y Bush se trataban con mucho respeto,” me dice Seabass, y le cuento que entonces no lo vimos así). Cada “viaje” da pie a una buena charla sobre el contexto de lo que acabamos de ver. ¿Cómo explicar todo lo que abarcaba la Guerra Fría, o lo que sentimos en los días después del 11 de septiembre?
Los anuncios también suelen ser interesantes, como los del Marlboro Man, y los de coches presumiendo tasas de interés espantosas en aquellas épocas de hiperinflación. Cuando vimos un noticiero de cuando nació Sebastián, pensé que el mundo no se iba a ver tan diferente al de la actualidad, pero en uno de los comerciales para un medicamento, el señor que sentía malestar estaba en la cola de un Blockbuster Video, esperando a rentar sus películas para el fin de semana.
¡Lo que hemos progresado!
Bueno, salvo por el detalle de presenciar una elección que parece ser una película apocalíptica, una crisis existencial del sistema.
La verdad es que a veces resulta más fácil hablar del pasado que hablar sobre la actualidad. Según el mito cívico de Estados Unidos, todo lo pasado representa retos y problemas que hemos logrado superar, tal como lo reiteró el presidente electo Joe Biden en su discurso del sábado por la noche.
Pero es difícil convencerme a mí mismo de eso, y menos decírselo a mi hijo con convicción. Peor hubiera sido la reelección de Donald Trump, seguro, pero lo cierto es que por primera vez en mi vida tenemos una elección en Estados Unidos en la que el perdedor no está aceptando el resultado. ¿De qué sirve enseñarle a mi hijo nuestra historia si la estamos traicionando; inculcarle nuestras normas cívicas si las hemos abandonado?
Desde el primer día, Donald Trump representó un abandono total de nuestra cultura política, de toda decencia, de cualquier noción de un interés nacional compartido que siempre debe trascender. Perdió la elección, y esa es buena noticia, pero no hubo un repudio total a su proyecto o a su persona. Trump ganó millones de votos más de los que ganó en 2016, y millones más de los que ganó Barack Obama en sus dos elecciones.
La polarización continuará. La mitad del país cuestionará la legitimidad del nuevo gobierno, y de nuestro sistema, haciéndolo cada día más vulnerable. Nuestras tribus seguirán apartándose en sus respectivas geografías y burbujas virtuales, distanciándose en cuanto a sus narrativas. En esta elección ni siquiera el acto cívico de ejercer el voto fue una experiencia compartida en muchos estados donde republicanos y demócratas optaron por votar de manera diferente, estos de manera anticipada y por correo, aquellos presencialmente.
En los tiempos pasados a los que Seabass y yo viajamos en YouTube, Estados Unidos era un país con la misma diversidad de opinión e ideologías, pero en los noticieros se aprecia una narrativa compartida. Todos estábamos viendo la misma película, aún si la interpretábamos de manera distinta. Ya no. Estamos viendo películas diferentes, y las películas de los demás representan para nosotros teorías de conspiración alocadas. Gracias a la democratización de la información y la atomización de la sociedad, vamos a quedarnos sin un lenguaje común.
No quiero menospreciar los grandes logros sociales de las últimas décadas. Sí, se ha ampliado el acceso a la igualdad a las personas anteriormente excluidas del American dream, como lo vemos con el triunfo histórico de Kamala Harris, o el matrimonio de mi candidato favorito en las primarias, Pete Buttigieg. A pesar de la pesadilla trumpista, mi hijo vive en un país mejor al que vemos en nuestros viajes por YouTube.
Pero sigo con este sentimiento de culpa al compartir con él este legado que hemos creado. ¿Cómo es posible que persista tanto racismo? ¿Cómo es posible que hayamos politizado la ciencia en una pandemia? Los chamacos de high school se entretienen con videos de gente haciendo el ridículo, resistiéndose a usar cubrebocas en tiendas, o viendo a comediantes que se burlan de los millones que se pueden creer una conspiración tan alocada como la de QAnon. Les estamos dando mucho entretenimiento –“tráete palomitas y veamos los resultados electorales para ver si es el fin de la democracia”– pero a veces siento que cuando se juntan entre ellos, Seabass y sus amigos han de decir: “no mames, qué sociedad nos han dejado nuestros jefes.”
¿Quizá siempre ha sido así? No sé, a mí me tocó crecer en un México con crisis y problemas, con mucha corrupción. No es que mi padre se haya disculpado por la sociedad que compartía conmigo, pero seguro que él, igual que yo, se sentía víctima de lo decepcionante de esa actualidad. ¿O habrá sentido la misma culpabilidad que siento yo? Quizá no. Vivíamos en un México imperfecto, pero donde podíamos convencernos de que íbamos progresando. Por algo nos llamábamos tercermundistas, término que perdonaba mucho.
Uno de los problemas acá es la brecha que existe entre la realidad que estamos viviendo y el mito de la superpotencia, la democracia inspiradora para el resto del mundo, aquella “shining city upon a hill whose beacon light guides freedom-loving people everywhere”, como decía Ronald Reagan. Entre más le cuento a mi hijo de las tradiciones y el progreso de este país, de lo que ha logrado, más le suena como una suma de todo lo que estamos poniendo en riesgo, de lo que quizá ya no le toque disfrutar.
Joe Biden es un hombre decente y, por ahora, se impuso un llamado a nuestros “mejores ángeles”, como decía Lincoln. Pero lo mismo podríamos haber dicho con la elección de Barack Obama, y el deterioro de nuestras normas y cohesión se siguen profundizando. Lo peor de todo es que hemos perdido la confianza en el futuro, la certeza de que a cada generación le tocará un mejor país.
Si me pongo nostálgico de los pasados que visitamos por YouTube, es porque extraño la idea acerca del futuro que se compartía en el pasado. La idea de que la dirección de este país apuntaba inexorablemente hacia el progreso.
Así pues, me pesa la pregunta –¿o es acusación?– de cómo llegamos aquí. Seabass no me la hecho directamente, pero yo en su lugar preguntaría: “How the hell did you all let this happen?”
A sus abuelos maternos, Seabass sí les mandó una carta, una apelación entre generaciones, pidiéndoles que no votaran por Trump, que consideraran el costo del cambio climático, que pensaran en el estado del planeta que le va tocar cuando él tenga la edad de ellos. Y quizás eso es lo que verdaderamente me debe enorgullecer y dar cierta esperanza. Mientras yo me obsesiono con el estado de nuestra vida cívica y el futuro del país, mi hijo se preocupa por la viabilidad del planeta.
es director editorial de Future Tense y profesor en la Walter Cronkite School of Journalism de la Arizona State University.