Virgilio en Nueva York

Los ataques de 2001 abrieron la puerta del poder al ala ultra conservadora del Partido Republicano. Figuras que antes eran marginales, como el tenebroso Richard Pearl, se vieron reivindicadas por la brutalidad de aquel septiembre.
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Fue un momento para guardar en la memoria. Los familiares de las cerca de 3 mil personas fallecidas en los ataques del 11 de septiembre de 2001 finalmente recibían la oportunidad de caminar y reconocer el sitio, de apenas tres hectáreas, donde sus seres queridos habían perdido la vida diez años antes. Apenas concluyó la ceremonia con la que se conmemoró el décimo aniversario de la tragedia, las autoridades neoyorquinas abrieron las puertas de la plaza donde se encontraban las Torres Gemelas y hoy esperan las dos inmensas huellas negras, bañadas por una cascada constante y coronadas por grandes paneles de bronce en los que están cortados los nombre de los muertos. Poco a poco los familiares caminaron hacia el monumento diseñado, con admirable sobriedad, por el arquitecto Michael Arad. Algunos llevaban consigo flores. Otro más llevaban papeles blancos y carboncillos con los que registrar, en una suerte de estarcido, los nombres de los suyos. Para un puñado la emoción resultó demasiada. La portada del New York Post del día siguiente mostraba a Robert Peraza. Había estado recorriendo la huella de la torre norte cuando de pronto se encontró con el nombre de su hijo Rob. Tocó la placa de bronce. Colapsado por el peso de la pérdida —pero también, uno intuye, del reencuentro—, Peraza se hincó sin quitar la mano de las letras que formaban el nombre de su primogénito, y del suyo propio. Una imagen digna de la frase de Virgilio que acompaña el monumento: “Ningún día te borrará de la memoria del tiempo”.

Hasta antes del domingo pasado, los familiares de las víctimas habían tenido que conformarse con la hostilidad de un sitio en reconstrucción. Las varillas y la aridez del concreto habrán servido poco para ayudarles a encontrar el final de este primer largo capítulo de su dolor, un dolor que ha durado diez años. Antier, al verlos reclamar para sí el espacio público donde murieron sus familiares y amigos, uno tenía la impresión de que, contra todo pronóstico, la ciudad de Nueva York y sus dolientes habían encontrado un parteaguas verdadero. Para el sur de Manhattan, la inauguración de la plaza marca el principio de la segunda fase en el desarrollo de la Zona Cero. La construcción de dos torres avanza rápidamente, lo mismo que de la nueva estación de Metro y tren de Santiago Calatrava. El museo, que estará en el corazón mismo de la plaza, abrirá el año que viene. Todo esto irá de la mano del desarrollo exponencial de toda la zona alrededor del WTC, un proceso que jamás se detuvo, solo se interrumpió tras los ataques. Hoy, el sur de Manhattan y el Battery son la zona de mayor crecimiento en toda la isla. Es la historia de un renacimiento.

Nada de esto quiere decir que esta catarsis neoyorquina acerque más a Estados Unidos a una comprensión profunda de las consecuencias, espirituales y prácticas, de lo que ocurrió aquí hace diez años. No es casualidad, por ejemplo, que aún no se haya escrito la gran novela del 9-11. Y si la imaginación artística no ha alcanzado para retratar esa mañana, mucho menos la académica. No me sorprende. Después de todo, las secuelas de los ataques se siguen sintiendo ahora. El domingo, propuse un ejemplo. Los ataques de 2001 abrieron la puerta del poder al ala ultra conservadora del Partido Republicano. Figuras que antes eran marginales, como el tenebroso Richard Pearl, se vieron reivindicadas por la brutalidad de aquel septiembre. Eso borró de la agenda varios asuntos que, incluso para México, resultaban cruciales. Pero también permitió (o quizá obligó) a George W. Bush tomar decisiones que satisficieran el apetito de los conservadores. ¿Una de esas medidas? Bush decidió no renovar la prohibición de armas de asalto que expiró en 2004. Eso derivó en una mayor oferta de armamento, variable que ha tenido un impacto innegable en México. Así, no es irracional trazar un vínculo entre la pesadilla del 11 de septiembre de 2001 y nuestra propia, larga penumbra mexicana. En suma, es cierto: por la locura de los terroristas y la inmensa desmesura de Estados Unidos, los ataques han repercutido en el planeta entero. Por lo pronto, sin embargo, es momento de aquilatar la catarsis neoyorquina. No es poca cosa.

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(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.


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