Ruido de fax
En el auge de la Revolución Industrial, muchos temían a la dictadura de autómatas indestructibles e inteligentes. Esta antigua preocupación se ha matizado y, pese a que muchos aseveran que el individuo es esclavo de sus innovaciones, en general priva la visión idílica de una tecnología domesticada, reducida a las necesidades humanas de comodidad, confort, y hasta compañía. Las temibles máquinas del XIX pueden ser, hoy, adminículos de pronta caducidad, pequeñas especies amigables que son rápidamente sustituidas por vástagos mejorados. El peligro del sentimental radica en encariñarse con estas pequeñas especies, volverse incapaz del reciclaje imperante y sufrir la vejez y agonía de los aparatos, como se sufre la de un pariente. Yo, embargado por este sentimentalismo mecánico, mantengo el primer coche que compré, le hago recargar la batería que por su inactividad senil seguido se desactiva y pago puntualmente sus tenencias. En la bodega, conservo algunas máquinas destartaladas, como algún teléfono de bocina y un aparatoso telex. Resistiéndose al adiós, también vegeta en mi oficina una máquina de fax que ya casi nunca suena. El fax (por facsímil) es un invento longevo, y desde el siglo XIX, paralelamente a la invención del telégrafo, ya había máquinas que antecedían a este medio replicante, capaz de reproducir imágenes y documentos. Su genealogía suscita versiones contradictorias, según algunas fuentes, la primera patente teórica del fax data de 1841 y la firmó Alexander Bain; según otras, el invento se concretaría hasta 1870. Otras versiones hablan de un novelesco proceso de ascenso y caída del fax, popularizado con el nombre de “pantelógrafo” por el italiano Castelli, que se gana el entusiasmo de Napoléon III, recibe promoción y patrocinios y es el germen de un ambicioso proyecto para enlazar las principales ciudades europeas. Dicho proyecto se ve truncado, y relegado al olvido durante un largo periodo, por una crisis financiera y, luego, por la competencia de otros sistemas como el telégrafo.
La popularización del fax ocurre cuando se enlaza a las líneas telefónicas, disminuye su tamaño y costo y se puede adaptar a las necesidades de pequeñas empresas y hogares. Ahora, la función de enviar reproducciones de documentos se ha cubierto de sobra por ordenadores y otros artefactos multifunción. El fax, como maquina independiente, se encuentra en un estado en el que no acaba de irse, pero ya despide el tufillo peculiar de los enfermos terminales. Los fabricantes del aparato niegan que esté muriendo y aducen el parque de máquinas que subsiste. Acaso la superstición y el miedo explican un poco la pervivencia de estos aparatos desfasados. Yo, por ejemplo, tanto por seguridad como por una especie de temor animista, prefiero transferir mis documentos personales por fax a “escanearlos” y enviarlos por correo electrónico. Lamentaré cuando el fax definitivamente se vuelva redundante, pues las máquinas son parte de una educación funcional y sentimental. De mi relación con el fax, recordaré las tardes de viernes burocráticos y carcelarios, en que enviaba documentos inútiles a cierta oficina, una señorita de voz lánguida contestaba la línea telefónica del otro lado y yo le pedía “tono de fax” y aventuraba alguna impresión sobre el frío. Nunca me atreví a rebasar el tema del clima y a indagar si, tras esa voz vencida por el desgano, se ocultaba una mujer propicia, pero sí recuerdo cómo el zumbido del fax y el murmullo de sus hojas deslizándose me despertaban la infundada y poderosa esperanza de recoger una respuesta, una sorpresa que redimiera la tarde vacía.
– Armando González Torres
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(ciudad de México, 1964) es poeta y ensayista. Su libro más reciente es 'La pequeña tradición. Apuntes sobre literatura mexicana' (DGE|Equilibrista/UNAM, 2011).