Un diario desconocido del año de la peste

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1918 fue un año catastrófico para México. Charles C. Cumberland, en su crónica sobre el contexto del constitucionalismo, lo nombró “el año del hambre”; escasearon alimentos y abundaron estériles cosechas, desolación y bandidaje. A la crisis del campo y la veleidad de las autoridades se sumó la propagación de la epidemia conocida como “la influenza española”, originada en un fuerte de Kansas, que estragó al mundo a partir de marzo de 1918.

A nuestro país llegó en octubre de 1918, siendo el norte el más afectado. Entre los registros mexicanos de ese funesto antecedente de la actual e invisible epidemia que asuela paulatinamente a México y el mundo, hay uno apenas conocido: el relato de un vecino del pueblo de San Pedro de la Cueva, en Sonora. La revista Altiplano, que dirigió Augusto Isla en Toluca, con Jorge de la Luz como campeón redactor, publicó en su edición de abril-septiembre de 1985 el testimonio recopilado por la historiadora mexiquense María del Pilar Iracheta, quien lo recibió de su madre, a quien se lo confió el propio amanuense: Enrique Duarte.

La memoria narra, con lenguaje coloquial, el comienzo de la epidemia en San Pedro de la Cueva, un pueblo localizado al noreste del estado. Al primer caso de infección, un niño llamado Pastor Romero, lo sucedió la madre del niño, un hermano y la hermana del cronista. Morían casi inmediatamente después de contraer la enfermedad. Sentían sueño, debilidad y caían para no levantarse. Pronto el villorrio comenzó a despoblarse. Sin embargo, Duarte y sus hermanos no contrajeron la enfermedad y de inmediato, su madre desplegó compasión entre los vecinos, reuniendo a cerca de veintidós enfermos en la hacienda familiar.

Ignoramos la edad del cronista en 1918, aunque pensamos que debió de ser muy joven. Su testimonio lo redactó en 1981. Con su madre y otros familiares comenzaron a cuidar de los enfermos con tal ahínco que no dormían. Con tan ingente vigilia la madre se desmayó “en el corredor y luego comenzó a roncar, tenía una lámpara en las manos y le cayó en las enaguas y comenzaban a arderse cuando salí y se las apagué, y esto se volvió a repetir enteramente la siguiente noche, porque no había descanso ni de día ni de noche.” Además del registro de los estragos de la enfermedad –cientos de muertos–, la memoria tiene en su favor un estilo y vocabulario con regusto de español antiguo, que no duda en usar palabras como “acabalar” o escribir “conmezaban”. Hay también anécdotas torpemente hilvanadas, como la ya citada de la madre a punto de arder o esa otra, sobre la hermana que hubiera muerto de no ser por un atolito aceitoso. La hermana menor yacía en la cama viendo las vigas del techo, carente de fuerza, nublada la vista. Y como único lenitivo contaban con un atole al que se agregaba “una cucharada de aceite mexicano”, que nos dice Duarte, “era la medicina más eficaz en ese tiempo”. Tan eficaz era el remedio que después de la postración en que la niña se encontraba, tuvo fuerzas para erguirse y para hablar y recuperarse. Lástima que no sepamos qué clase de aceite mexicano sea ése –especulo que pueda ser o el aceite de ricino, que ya Cri Cri nos instruyó en torno a sus beneficios, o el aceite de almendras dulces con que mi abuela me curaba catarro y empacho. No he encontrado otra mención a tan poderosa panacea.

Además de las anécdotas familiares, tenemos otras que involucran perjuicios. Nos cuenta de un médico que tenía la peculiaridad de que, paciente que atendía, paciente que se moría. Cobraba $20.00 en un momento en que una vaca costaba $15.00. Duarte sospecha que los envenenaba. Otra anécdota refiere a un amigo de Duarte, José Trejo, quien, verdadero carretero de la muerte, recogía los cadáveres de casa en casa y los llevaba al cementerio en su carreta tirada por una mula. Ahí disponía de una mesa donde los iba amontonando. Una vez que reunía quince cadáveres descansaba de su oficio de conductor y acometía la empresa de abrir el sepulcro común. Él mismo paleaba la tierra y arrojaba los cadáveres en esa promiscuidad a que orilla la pandemia. A veces había quien se quejaba, se apartaba de los cadáveres y revivía. No había tiempo para cerciorarse ni comprobar quién estaba muerto realmente. Por eso muchos vivos debieron ser dados por muertos y sepultados. No había quien los reclamara ni quien alertara si el fardo era un cadáver o sólo un enfermo postrado. Trejo tampoco tenía tiempo para comprobarlo. Como Villa, prefería aventarlos a la fosa y esperar a que revivieran. A veces se asustó, como cuando el aire levantó la manga, deshilachada, de una camisa, y el improvisado sepulturero creyó que el muerto había levantado la mano para pedir ayuda.

Quizá sea éste el origen de los zombies: enfermos postrados a quienes se dio por muertos que luego se incorporaban. Quizá esta influenza casi invisible, cuyo signo más evidente es la semiótica de los tapabocas, nos ha convertido en zombies. Hemos vuelto a la dudosa normalidad pero aún no sabemos cómo interpretar este marasmo social en que la información atolondrada y paranoica nos ha sumido.

Duarte concluye su memoria informando del número de muertos en su tierra.

– José Homero

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(Minatitlán, Veracruz, 1965) es poeta, narrador, ensayista, editor, traductor, crítico literario y periodista cultural.


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