Por un azar afortunado, la redacción halló una página de cuaderno, escrita a mano, con una crónica vivaz del concierto de este fin de semana, sobre el escritorio al llegar por la mañana. La reproducimos sin enmiendas.
– La redacción
Querido diario:Déjame contarte que antier sábado fui feliz. Y cómo no: ¡fui al concierto de Madonna en el Foro Sol!
¿Tengo que decirte que todo empezó espectacularmente? Las luces y el sonido, el inmenso escenario, los muchos bailarines, los músicos y las coristas, las pantallas de video, ¡los videos!, un Rolls-Royce blanco en el escenario y ¡Madonna –payasito y sombrero negros– que apareció sentada en un trono apabullante! Yo digo que era culpa del sonido, y no de Madonna, que su voz sonara chillona y estridente. Yo digo que era culpa de las luces, y no de Madonna, que se viera más bien feita.
Pero ¡no podía creer lo joven que se ve! Bueno, no joven pero fuerte y delgada. Sus brazos y sus piernas, tan bonitos. Bueno, no bonitos pero musculosos y sin grasa. O anoréxicos, qué importa. El asunto es parecer otra cosa: no una mujer de cincuenta años –¡qué horror!– sino algo más o algo menos. Y ella no parece de cincuenta. Tampoco de veinte o treinta. Es, en realidad, algo raro, un ser como de otro planeta: restirado, huesudo, un poquito monstruoso. Qué tiene, digo yo: mejor monstruosa que anciana.
Me cae bien Madonna, definitivamente. Es una buena mujer. Fíjate que no importa que, para ser Madonna, tenga que gastar millones de dólares en lujos (maquillaje, zapatitos, sombreritos, joyitas, aviones, mansiones). La señora tiene su corazón y eso que mi tío, el de la UNAM, llama conciencia política. A la mitad del concierto ella desaparece del escenario, las luces se apagan y un video empieza a correr en la pantalla. Qué video: ¡imágenes de catástrofes, niños hambrientos, mujeres asesinadas, bosques devastados! Entre las imágenes, avisos de que el tiempo se acaba y es necesario actuar. Me gustó, sobre todo porque entonces pude descansar un poco y sentarme en mi silla. (Carola, recuerda: no cuentes esta parte del concierto a tu tío; dirá que es absurdo, como si una misión humanista en Somalia detuviera un momento su labor para organizar, nomás porque sí, un millonario espectáculo de luces y sonido. Tan tonto mi tío.)
Querido diario, no me preguntes sobre las canciones. Sabes que no me gusta la música. Bueno, al menos no la de Madonna. Pero me gustan los conciertos, y más si estás en la tercera fila, como estaba yo antier. Me gusta ver a las estrellas que se reúnen ahí (estaban Benny Ibarra, Monserrat Olivier y Mimí la de Flans, ¡por lo menos!) Me gustan también las luces (esos rayos que lanzaban contra la pobre gente de las gradas, por ejemplo). Me gustan sobre todo los bailes, y cómo bailan Madonna y su equipo. Hubo un momento bastante padre, de hecho, dedicado a la música y danza españolas. Bailaban flamenco o, mejor, el flamenco que una muchacha tejana bailaría, digamos, en Las Vegas. ¡Me recordó a Epcot Center! Es una lástima que no hubiera el tiempo suficiente para que bailaran y cantaran la música tradicional de los 413 países del mundo.
En fin, que me divertí mucho. Bueno, tampoco tanto. Es que todo empezó espectacularmente y siguió y terminó del mismo modo: las luces y el sonido, el inmenso escenario, los muchos bailarines, los músicos y las coristas, las pantallas de video, ¡los videos!, un ring de box en el escenario y ¡Madonna –pantalones y guantes negros– saltando una cuerda! Un poco lo mismo todo el tiempo. Pero claro que no me aburrí. Cómo aburrirme si estaba cerca de las bocinas y todo temblaba y la luz enceguecía y Mimí bailaba y Monserrat Olivier reía y reía. ¡Si te contara con quién iba Monserrat!
– Carola Lagüera