He tenido no pocas veces la impresión de que lo más creativo y original del sociólogo Pierre Bourdieu (1930-2002) aparece más en sus entrevistas que en sus libros. Es una exageración, por supuesto, pero basta recordar la colección de entrevistas y conferencias publicada en 1987 con el título de Cosas dichas para comprender la importancia que el propio Bourdieu concedía a las palabras expresadas como parte de una conversación o de una confrontación pública. Por ello, el libro de entrevistas que Miguel Ángel Quemain le hizo a Bourdieu es muy significativo (Pierre Bourdieu, el intelectual polivalente, Ediciones Sin Nombre / Conaculta, México, 2006). Tiene la enorme ventaja de condensar una obra amplia y extraordinariamente diversa en pocas páginas. No quiero decir que ya no necesitamos leer los libros de Bourdieu. De hecho, estamos ante una invitación a realizar esas lecturas. Pero este pequeño libro nos ofrece una excelente panorámica del pensamiento de Bourdieu expresado en sus propias palabras.
Otra virtud de las entrevistas es que nos acerca a las contradicciones de Bourdieu, especialmente en materia política. Un sociólogo muy cercano a Bourdieu, Robert Castel, explicaba recientemente cómo habían cambiado las ideas políticas de Bourdieu a lo largo de su vida (“Crítica social: radicalismo o reformismo político”, en Pensar y resistir, Círculo de Bellas Artes, Madrid, 2006). En mayo de 1968 era un moderado reformista que despreciaba profundamente a los izquierdistas de aquella época, a quienes reprochaba su incomprensión del proletariado. Pero al final de su vida Bourdieu se convirtió en uno de esos ultraizquierdistas que tanto había odiado, un eslabón del intelectual colectivo antisistema que publica panfletos y firma manifiestos. Lo interesante de esta evolución, dice Robert Castel, es que no está correlacionada con el desarrollo de su pensamiento teórico. Su principal aportación se concentra en su análisis de las relaciones de dominación, que fue aplicando a la educación, a las artes y a muy diversos campos de la vida social, hasta dibujarnos la gran complejidad de la omnipresencia de lo que llamó la violencia simbólica.
Desde luego, sus ideas están empapadas de la cultura de su época. Aunque él los detestaba, hallamos en sus libros las huellas de Althusser, Roland Barthes, Derrida o de Foucault. Bourdieu es un intelectual que constantemente trata de comprender su propio sistema de comprensión, una especie de subjetividad crítica muy propia de los intelectuales franceses de su generación. Acaso, como él sugiere, siempre ha hecho sociología de la sociología, ha practicado la que llama una reflexividad para “cuestionar los privilegios del sujeto que conoce para franquear todas las relaciones que lo atan a sus propios intereses, a sus pulsiones y presupuestos”. Esta actitud ha dado frutos extraordinarios, pero también ha legitimado a ese tipo de intelectual francés que siempre dice cómo hay que hacer las cosas, para que las hagan otros, pues nunca se decide a hacerlas él mismo. Cuando el lado izquierdista radical de Bourdieu se asoma, su reflexividad es difícil de distinguir de la tristemente célebre autocrítica que el stalinismo le exigía a los intelectuales de extracción burguesa, con el objeto de desprenderse de su historicidad clasista para alcanzar una visión científica. Y no obstante, en obras como Homo academicus Bourdieu muestra una sutileza que a veces no se reconoce en sus expresiones posteriores, de los años noventa. En una entrevista, por ejemplo, Bourdieu afirma tajantemente que muchos intelectuales no consideran digno “reconocerse como una fracción dominada de la clase dominante”, expresión políticamente correcta –sin duda– pero excesivamente simplificadora. Y sin embargo, Bourdieu cree firmemente que es posible la autonomía del campo intelectual.
Veamos un ejemplo. No ignora que ser nombrado miembro del Collège de France es un privilegio y una consagración típica del mismo sistema que critica. ¿Cómo superar la paradoja? Muy sencillo: hace una sociología del discurso inaugural en el Collège de France durante su propio discurso inaugural. Ello significa, dice, “jugar a la posibilidad de liberarse de ese ritual y al mismo tiempo darle más autoridad a mi análisis para proponer una liberación de esa lógica consagratoria”. Se encuentra en las antípodas de Sartre, quien para escapar a los rituales consagratorios tajantemente rechazó el premio Nobel. En cambio repite lo que ya había hecho Lévi-Strauss ante el mismo trance en el Collège: hacer una disección del rito y de la mitología durante el mismo ritual que consagra al mito. Pero Bourdieu cree que si convierte la sociología en un socioanálisis entonces logrará desarrollar una conciencia sin concesiones. Es un intento singular de escapar a la contradicción, señalada por Robert Castel, entre la alta sofisticación de su análisis sociológico y la tosquedad de sus posiciones políticas. Por eso se produce esta especie de esquizofrenia de, como dice el propio Bourdieu, “defender la autonomía de mi discurso en relación a la persona singular que soy”.
Otro ejemplo puede ser su peculiar relación con la literatura. De entrada Bourdieu rechaza Sartre cuando éste le da implicaciones estéticas a las posturas filosóficas. Bourdieu rechaza de plano la estetización de la filosofía o de la sociología. Desde luego, acepta que hay textos literarios son una mejor sociología, más realista, que muchos ensayos sociológicos. En cambio, se resistía a que elementos de la literatura entrasen en la redacción de textos sociológicos. En general, a Bourdieu tampoco le agradaba que la ironía y el humor penetrasen el campo de la sociología, aunque los aceptaba como arma de la crítica contra periodistas y políticos. Burlarse de esos que llama “maestros del pensar sin pensamiento” le parece muy bien, para erosionar el monopolio del debate público en manos de comentaristas sabelotodo de la televisión y la prensa.
Es doctor en sociología por La Sorbona y se formó en México como etnólogo en la Escuela Nacional de Antropología e Historia.