La publicación el año pasado de El capital en el siglo XXI, de Thomas Piketty, reabrió la discusión sobre la desigualdad económica y social en el mundo entero. En Estados Unidos, tanto los hallazgos como la estructura de la argumentación de Piketty tuvieron un enorme efecto en el debate público sobre la creciente brecha entre ricos y pobres en un país que suele medirse contra los estándares de la democracia igualitaria que describió Tocqueville hace unos ciento setenta años. De todas las críticas de Piketty, ninguna tan sencilla y certera como la de David Harvey: Piketty comparte con los promotores de la desregulación económica la tendencia a despolitizar la discusión económica. Los paliativos que propone –básicamente una estructura fiscal de redistribución del ingreso– colocan la responsabilidad en manos del Estado y soslayan el papel del otro gran factor de la producción: los trabajadores.
Más que un asunto de leyes económicas, la desigualdad es un fenómeno político. La creciente desigualdad económica y social a nivel mundial es el resultado directo de las derrotas políticas que han sufrido los trabajadores y sus organizaciones en los últimos 35 años, desde que Reagan y Thatcher les declararon la guerra a los sindicatos y triunfaron en toda la línea. Más cerca de nuestra experiencia, el escritor argentino Martín Caparrós ha insistido siempre en la función propiamente política de la guerra sucia de los años setenta y ochenta: destruir la resistencia de las organizaciones sindicales frente a las políticas de ajuste diseñadas por el representante de la patronal, José Alfredo Martínez de Hoz, convertido luego en ministro de Economía de la Junta Militar.
En México no somos ajenos a ese argumento. Los sociólogos José Othón Quiroz y Luis Méndez publicaron en 1994 un análisis de las políticas de reconversión industrial del sexenio de Miguel de la Madrid y principios del salinato con un título muy elocuente: Modernización estatal y respuesta obrera: historia de una derrota (uam, 1994). En todos estos casos, el producto de la lucha política fue el debilitamiento, cuando no la destrucción, de la negociación colectiva y la capacidad de los trabajadores de incidir en la distribución de la riqueza ahí donde esta se produce: en el centro de trabajo.
Ahí está la raíz de las terribles condiciones laborales que han acaparado la atención (¡por fin!) de la prensa y la opinión pública mexicanas. Los casos de la planta de Mazda en Guanajuato, donde se denunciaron jornadas tan extenuantes que provocaron convulsiones en algunos trabajadores, y, sobre todo, el conflicto en el valle de San Quintín, donde el movimiento de los jornaleros migrantes en paro por incremento salarial y condiciones humanas de trabajo se enfrenta a la respuesta policiaca y la falta de respuesta de las autoridades de gobierno, son muestras de las gravísimas consecuencias del desamparo en que se encuentran amplios sectores de la población asalariada. En cada caso, si uno busca, hallará los mecanismos que imposibilitan la organización de la fuerza de trabajo y su representación eficiente y democrática frente a la gerencia.
El caso de Mazda es uno más que exhibe el papel cómplice de algunos sindicatos de membrete que regentean contratos de protección e impiden en la práctica la negociación salarial y la atención a las quejas sobre malas condiciones de trabajo. En voz de uno de los trabajadores despedidos por denunciar las condiciones de trabajo:
“El sindicato es inexistente, ya que es de protección patronal y a nosotros nunca nos ayudó […] Y sí se necesita un verdadero sindicato en donde por lo menos se revise un contrato colectivo, ya que no lo hay, solo se le da la protección a la empresa.”
En San Quintín, de acuerdo a los periódicos, dos centrales sindicales, la crom y la croc, aparecen como titulares de los contratos colectivos de trabajo, pero la forma paralela de contratación es por tarea, lo que comúnmente se llama “a destajo”, lo que coloca al trabajador sin un piso salarial y lo expone a jornadas interminables con ingresos mínimos, de ciento diez pesos al día en promedio. Frente a ello, los jornaleros de San Quintín han recurrido a formas de organización basadas en su vida comunitaria en Oaxaca y en sus vínculos con agrupaciones de aquella entidad, como la Sección 22 de la cnte. La estrategia de los jornaleros recuerda el repertorio de acciones del llamado “sindicalismo de movimiento social”, ya que compensa la falta de representación en el centro de trabajo con la movilización de aliados, acciones directas como el paro y los bloqueos carreteros y boicots contra la empresa.
Los promotores de la desregulación del mercado de trabajo nos prometieron el surgimiento del trabajador polivalente, altamente capacitado y autocapacitable, flexible para adaptarse a la empresa y al mercado en constante transformación, empoderado frente a la gerencia en virtud de su acumulación de conocimiento y, por ende, libre de la “tutela” del sindicato. Seguramente, quien se lo proponga encontrará alguno de esos trabajadores. ¿Pero quién representa mejor nuestra época: ese trabajador modelo de la flexibilidad o el jornalero de San Quintín, el minero o petrolero subcontratado que arriesga la vida con solo poner un pie en su centro de trabajo, el despachador de gasolina que debe pagar una cuota para que le permitan ganarse unas propinas, el trabajador chino enganchado en su aldea natal y encerrado en una maquiladora de Guanajuato?
La pregunta que queda abierta es cómo pueden estos procesos de organización al margen de los tradicionales actores sindicales construir estructuras de representación en el centro de trabajo que trasciendan las movilizaciones inmediatas y restablezcan un cierto equilibro que al menos detenga la tendencia rampante hacia la desigualdad. ~
Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.