¿Qué figuras intelectuales crees que hay que revisitar en el presente, figuras como Iván Illich, Gandhi, Karl Polanyi, Wendell Berry, Marx quizás? ¿Qué tanto se requiere buscar otros trayectos en el pensamiento moderno?
Esos nombres son fundamentales. Hay que volver a visitarlos. Insisto en Iván Illich, hombre que tuvo una gran intuición espiritual desde la que fue construyendo su crítica a la modernidad. Como otro gran arqueólogo de la historia, Foucault, o como Agamben, su discípulo, Illich intuye la idea del biopoder desde una experiencia espiritual, la de la corrupción de la caridad, una experiencia que revela al final de su vida en una larga entrevista que le concede a David Cayley, y que le permitió elaborar una fina crítica que conlleva un profundo sentido común. Su obra tiene una enorme deuda con el apofatismo, esa manera de decir de los místicos que revelan cosas fundamentales para todos sin desvelar el origen de esas revelaciones. Piensen, para usar un ejemplo, en san Juan de la Cruz. En el erotismo de su poesía pasa la experiencia de lo inefable. No se necesita ser cristiano para ser tocado y trabajado por la poesía de san Juan. Algo, en un sentido filosófico, histórico, sociológico y político, está en la obra de Illich, alimentado por su experiencia espiritual.
El título de su último libro, que es la larga entrevista con Cayley, lo revela muy bien: Ríos al norte del futuro, un verso de Paul Celan, su poeta favorito. El libro lleva como subtítulo “La corrupción de lo mejor es lo peor”, una frase de san Jerónimo. Allí nos revela que el mal de las sociedades modernas de servicio, que tan bien describió en sus obras anteriores, no es otra cosa que la corrupción de lo mejor que llegó al mundo: el amor revelado en el Evangelio. La aparente bondad de nuestras sociedades de servicio en realidad comporta un género de mal que es el sentido inverso de la altura de la revelación de la caridad.
Detrás de la escuela, que usurpa nuestra capacidad innata de aprender, y que en realidad nos atonta; detrás de la energía, que destroza nuestra capacidad innata de caminar, y que destruye tejidos sociales, contamina el planeta y genera franjas terribles de injusticia; detrás de la medicina, que destruye las sabidurías medicinales de otras culturas, nos enchufa al sistema médico y termina por enfermarnos; detrás de los sistemas cibernéticos, que rompen nuestras percepciones carnales y nos crean la ilusión de la ubicuidad, del control del tiempo; detrás de la economía moderna basada en la escasez y la competencia, detrás de esos universos, que parecen llenos de bondad y a los cuales todos queremos acceder, en realidad se encuentra la pérdida de la libertad del amor y de las autonomías creadoras y el malestar terrible y atroz de nuestra civilización con su cauda de destrucciones de todo tipo.
Contra ello, Illich, al igual que Gandhi o el zapatismo, propone la vuelta a economías pobres, autónomas, limitadas, simples, que se insertan en un orden económico mayor, el de la gran economía del mundo, hecha de millones de economías, porque cada especie animal y cada especie vegetal es también un orden económico en sí misma –en el sentido de cuidado de la casa– que hay que respetar para que la vida sea.
Hay que leer también al granjero Wendell Berry y visitar su granja en Kentucky, a Jacques Ellul que viene de la tradición del personalismo y del anarquismo cristiano. Al propio Gandhi, su Programa económico para la India, y a su discípulo católico, Lanza del Vasto; hay que releer también al Subcomandante Marcos y el pensamiento terrible de Günther Anders, la inmensa mirada política de Hannah Arendt, o la finura moral de Albert Camus y de Simone Weil. Todos estos críticos de la modernidad, que han sabido mirarse y mirarnos en el espejo del pasado, tienen algo importante que decirnos frente al horror del parteaguas civilizatorio que nos tocó vivir.
Pero, sobre todo, hay que visitar lo que algunos de ellos, junto con otros, han producido: alternativas de vida al sinsentido moderno. Habría que visitar la granja de Wendell Berry, las Arcas de Lanza del Vasto en Francia y los Caracoles zapatistas en Chiapas. Esas son verdaderas alternativas al malestar que vivimos o, para decirlo con Illich, a la corrupción del Evangelio.
Muchos de esos modelos, como el del Arca, y también muchos de esos pensadores tienen vínculos con el catolicismo.
Con el cristianismo, o mejor, con el Evangelio y con el judeocristianismo: Berry viene de la tradición puritana del protestantismo; Ellul, de la calvinista; Illich, de la católica; Arendt y Anders, del judaísmo; Weil de ambos mundos. Nuestro mundo, al menos Occidente, es impensable sin esas tradiciones y la tradición del mundo griego. Negarlo, como han querido los modernos, es perder de vista la realidad de nuestra historia y de nuestra cultura.
Los conceptos de tu manera de hacer política están anclados en nociones del discurso religioso. Esto es sorprendente, sobre todo en el contexto mexicano, en donde desde el siglo XIX el Estado y la Iglesia han estado separados. ¿Cómo ves la relación política-religión? ¿Cómo las has tratado de relacionar?
Para responder quisiera hacer alusión a otro gran pensador que habría también que leer: Dietrich Bonhoeffer, un pastor luterano que tuvo que ponerse al margen de su iglesia (que se había adherido a Hitler) y formar parte de la clandestinidad que buscaba asesinarlo y salvar todo lo que de humanidad estaba destruyendo el nazismo.
En Resistencia y sumisión –sus textos escritos en la prisión de Tegel, recopilados después de su ejecución por su biógrafo y discípulo Bethge–, Bonhoeffer comienza a desarrollar una idea fundamental, la de un cristianismo sin religión; una idea compleja que no podría desarrollar aquí, pero que podría reducir, a riesgo de traicionarla, así: la religión, en un mundo cuyo racionalismo desencantó todo, ha dejado de funcionar. Se convirtió en pura ideología y como ideología en un poder institucional enfrentado o en complicidad con otros poderes. Se trata por ello de vivir, más allá o más acá de la religión, la dimensión espiritual del cristianismo, una dimensión paradójicamente carnal y humana, como lo percibió también Illich –hay que recordar que el cristianismo es una tradición de la encarnación–. Es desde allí, desde esa experiencia espiritual, que estos autores me han ayudado a profundizar, desde donde he tratado de vivir una acción política a la que el horror y el dolor me arrojaron; una dimensión no querida por mí, pero asumida dolorosamente desde esa experiencia interior.
Esta dimensión es vivida también por muchos en México, a pesar de la tragedia y por encima de la religión institucional de la Iglesia jerárquica. Les cuento una anécdota que puede ilustrar esta dimensión espiritual de la que hablo y que nos ha permitido irrumpir en la vida política desde otro lado. En la larga marcha de cuatro días que hicimos de Cuernavaca al Zócalo de la ciudad de México –para protestar por los crímenes y la impunidad que no hemos dejado de padecer a causa de la guerra entre el gobierno y el crimen organizado–, estuvo don Raúl Vera, el obispo de Saltillo, un hombre que fue fundamental en los procesos de Chiapas al lado de don Samuel Ruiz y de los pueblos indios. Poco a poco se nos fueron sumando otros sacerdotes, otros religiosos y religiosas. La Iglesia institucional, la que tiene que ver con la religión y la ideología, y muy poco con el Evangelio, guardaba, como en la época de Bonhoeffer, un silencio cómplice.
A mitad de la marcha, un amigo muy querido, pero demasiado condescendiente con los obispos –dirige un centro de investigación patrocinado por ellos–, un hombre más de religión que de Evangelio, me llama al celular y me dice: “¿Ya supiste?” “¿Ya supe qué?”, le respondo. “Que la Iglesia –me dice en el colmo del entusiasmo– se pronunció apoyándolos.” “¿De que Iglesia me hablas –le respondo–. No he dejado de traerla a mis lados. Traigo a don Raúl Vera, a Gonzalo Ituarte, al padre Solalinde –ese maravilloso cura que se ha jugado la vida protegiendo a los migrantes centroamericanos de los abusos del Estado y del crimen organizado–; traigo religiosas y religiosos de varias congregaciones; y atrás al pueblo de Dios que carga con el dolor de sus muertos y la desgarradura del país. No sé de qué Iglesia me estás hablando.” Esa Iglesia, que venía conmigo, es, de alguna manera, la expresión de lo que Bonhoeffer entendía como un cristianismo sin religión: hombres y mujeres que más allá de las ideologías y de amores abstractos están con el ser humano de carne y hueso, con el ser humano de aquí y de ahora. Esa es la Iglesia con la que, al lado de algunos poetas, entré el 8 de mayo de 2011 en el Zócalo de la ciudad de México. En ese contingente no había ni políticos de izquierda –mucho menos de derecha– ni intelectuales –con excepción de Sergio Aguayo– de izquierda. Es la Iglesia que vive profundamente la experiencia evangélica y que está con los jodidos, en las cabeceras de los agonizantes, en las cárceles, con los migrantes y al lado de las víctimas. Una Iglesia que nunca va a ser publicitada porque desprecia el poder, que nunca va a estar en los periódicos, pero que está con la gente; una Iglesia sin religión.
¿Qué piensas del Movimiento en relación con la izquierda, no solo mexicana, sino con una noción de izquierda general? ¿Crees que el Movimiento va más allá de la dicotomía izquierda-derecha y está proponiendo otra vía posible?
La “izquierda” se ha vuelto una noción imprecisa. Nace después de la Revolución francesa, cuando, durante los primeros Parlamentos, los liberales más recalcitrantes, como Danton o Robespierre, se sentaban del lado izquierdo. Después, con el desarrollo del hegelianismo y del marxismo, es decir, de las ideologías históricas, la palabra “izquierda” se usó para definir formas más radicales del pensamiento. Hoy, sin embargo, después de la caída de la Unión Soviética, la “izquierda” perdió sus contornos. También la derecha –en México, con excepciones como las de Salvador Abascal y el movimiento cristero, nunca hemos tenido un verdadero y profundo pensamiento de derecha como sí lo hubo y lo hay todavía en Francia–. Ya casi no hay diferencias entre los liberales y las izquierdas –las izquierdas y las derechas duras que terminaron en el totalitarismo perdieron su prestigio–. Sus diferencias son de matiz. Unos son más tendientes al libre mercado y los otros a políticas sociales. Pero para el caso son lo mismo, porque ambos se encuentran en crisis, como se encuentran en crisis todas las instituciones modernas. Nos tocó vivir un parteaguas civilizatorio tremendo, en el que las instituciones y las ideologías que ordenaban y guiaban al mundo colapsaron y, como sucede en todos los parteaguas civilizatorios, de sus fisuras comienza a emerger lo nuevo.
Eso nuevo, como lo muestra el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad o el zapatismo, para hablar de México, ha roto con el argumento ideológico y se posiciona de manera moral. De allí su apertura. Pero de allí también la incomprensión, sobre todo de las llamadas izquierdas que, ancladas en lo viejo, los ven como ingenuos o como traidores. Estos movimientos no quieren el poder. Quieren un mundo proporcional y bueno; un mundo que dé cuenta de lo humano y de los seres de aquí y de ahora. Balbucean lo nuevo y hunden sus raíces en –no encuentro otra palabra y quizá no sea la correcta– lo que Bonhoeffer llama “un cristianismo sin religión”. Insisto en la lectura de los pensadores con los que abrimos nuestra conversación y con la visita a los mundos que han creado en la periferia.
Lo interesante de los movimientos actuales, que no han sido cooptados por las llamadas “izquierdas” o por los poderes políticos, es que ya no están atravesados por las ideologías. Incluso un movimiento de raigambre profundamente marxista, como el zapatismo, logró superarse. De allí su novedad y su grandeza. La peor faceta de Marcos es la marxista y su mejor es la moral tamizada por la poesía, por el indigenismo, por la espiritualidad. Ese es el mejor Marcos, el que conmovió a la sociedad, el que puso en evidencia la gran exclusión indígena, no el marxista.
Hablabas del zapatismo y la poesía. ¿Qué papel juega la poesía en tu activismo social?
Los dos grandes movimientos de los últimos veinte años en México, el zapatismo y el Movimiento por la Paz, han estado atravesados por la poesía. ¿Y qué hace la poesía? Refundar los significados, romper el discurso unilateral y unívoco de la política para abrir un discurso que la deslocaliza y que introduce nuevos sentidos, anclados en la tradición de lo humano. La poesía habla del corazón, del hombre, del misterio ontológico y, en ese sentido, vuelve otra vez a poner en el centro de la vida de la polis lo importante, no con la unilateralidad de la política y las ideologías, sino con la plurisemia de la poesía. La poesía no es nada más el escrito del poema, son también los símbolos que acompañan a los actos.
El Movimiento por la Paz ha tenido también eso. Los besos a todos, incluso a los hombres y mujeres del poder, el ir a abrazar a las víctimas, el caminar con ellas, el hacerlas sentir el consuelo y la dignidad, el darles voz, el cambiar el tono de los discursos, eso también es poesía. La poesía es una mirada o un sentir que se traduce en muchos tipos de lenguaje. Porque la poesía deslocaliza absolutamente la univocidad y la unilateralidad del discurso político, se vuelve refundadora de lo humano y del sentido extraviado. Por eso Platón corrió a los poetas de la República: desordenan el orden del poder al introducir algo que no está en su lenguaje, pero que es más verdadero en su humanidad.
De igual forma, si volteas a ver a los Indignados o a los Ocupa, lo que asombra de ellos son sus consignas que están llenas de poesía. Una frase como “Nuestros sueños no caben en sus urnas” es una metáfora, una imagen que tiene un contenido político y ético impresionante. Tendrán que llegar a descifrarlo los teóricos, los filósofos, los políticos, los académicos, los intelectuales. El poema es una contención; es un relámpago de verdad, de donde más tarde salen contenidos para iluminar la razón.
A mis alumnos siempre les hago la comparación entre el poeta y el filósofo: imaginemos que estamos en un cuarto oscuro y, de repente, el poeta se levanta, descubre la ventana y abre un boquete de luz. El filósofo pregunta: “¿Qué es eso?”, y el poeta dice: “Esto es luz, esto es claridad.” Entonces el filósofo dice: “¿Cómo llegaste allá?”, y el poeta le dice: “Sepa la chingada, pero esto es luz.” El filósofo va a reconstruir los pasos para entender cómo se llega a esa luz y tratar de entender si esa luz es real.
Acerca del concepto de “revolución”, ¿crees que habría que interpretarlo de otra manera? ¿Debemos seguir pensándolo como una transformación radical?
En el sentido original de la palabra, revolución es una vuelta, es volver al mismo lugar. Así empieza el libro de John Womack sobre Zapata: “Hicieron una revolución para que no cambiara nada.” Ese es el momento más inquietante de la revolución y por eso los zapatistas de hoy se pusieron el nombre que se pusieron, porque Zapata entendió el sentido de la conservación. La revolución es una conservación de los sentidos originales y creo que se tiene que volver a eso. Quizás el rostro más revolucionario del zapatismo sea ese, que se trata de un movimiento tremendamente conservador en el buen sentido de la palabra, de conservar mundos y de conservar cierta tradición.
Me gusta mucho la idea de Albert Camus, uno de mis escritores favoritos. Él dice que hay que hacer revoluciones modestas, limitadas, revoluciones que conserven lo mejor del pasado, del mundo que nuestros ancestros prepararon para nosotros. Por eso me gusta tanto el zapatismo. Ya no podemos creer que podemos cambiar el mundo, pero podemos preservarlo. No podemos hacer un mundo –dice Camus– donde los niños ya no mueran o sean asesinados, pero podemos crear un mundo donde podamos disminuir el mal y eso significa entrar en universos originales, limitados, humanos, llenos de solidaridad.
La revolución, o por lo menos la idea anterior de la revolución, tiene la pretensión de la transformación total del mundo. El primer concepto de revolución, en el sentido en que lo entendieron los ilustrados franceses, viene de un papa del siglo XI, Gregorio VII, que intentó la primera reforma total del mundo. En él está otra vez la idea, que aparece como intuición en san Pablo y en el cristianismo, de reducir el mundo a un solo señorío. Esta idea es la misma que movió a Napoleón, a Lenin, a Hitler y actualmente a Estados Unidos. Yo creo, en cambio, y como lo muestran los movimientos que emergen de nuestro parteaguas civilizatorio, que tenemos que buscar revoluciones más modestas que no tengan que ver con la violencia ni con la pretensión de cambiar totalmente el mundo. Claro, son luchas más lentas y significan más sacrificios, pero son luchas que no pierden de vista el fundamento y el origen, que están imbricadas en algo que la revolución, tal como las hemos concebido, rompió: el vínculo entre el medio y el fin. Ese vínculo solo puede preservarse mediante la no violencia.
La no violencia, a diferencia de la violencia revolucionaria, no confunde el mal con el individuo que lo detenta o lo hace posible. La no violencia, que implica un profundo dominio interior, intenta golpear con actos la conciencia y el corazón del enemigo. Es una acción llena de contenidos poéticos. Esta lógica es con la que se ha desplazado el Movimiento por la Paz; es la lógica con la que también se ha desplazado el zapatismo –sus armas son solo armas de autodefensa, no de ataque–. En el caso del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad hemos tratado de enfrentar con mucha dureza al poder pero tocando, desde una ética profunda, el corazón, el equívoco político o la aberración del otro. Respetando, salvando la dignidad de la persona y golpeando el corazón del mal. El mal no es la persona, sino su equívoco, es el borramiento, el oscurecimiento de su corazón o de su razón. Los movimientos sociales que están emergiendo son tremendamente revolucionarios en este sentido. Si no son absolutamente no violentos, como el Movimiento por la Paz, al menos, como el zapatismo, tratan de acotar su violencia y no tienen pretensiones universalistas.
¿En qué sentido crees que reinsertar las emociones y la cuestión afectiva, el contacto humano dentro de la esfera pública, implica una nueva manera de hacer política?
La comunidad política, la comunidad social es comunidad humana, y esa comunidad humana no puede prescindir de lo que nos hace más humanos: el afecto. Hablo del afecto que se expresa no abstractamente, sino carnalmente, en una caricia, en un beso, en una sonrisa. No porque estemos en una mesa tocando temas duros y discutiendo tenemos que estar en una enemistad.
Me gusta mucho la idea de la conspiratio –por eso le pusimos Conspiratio a la revista que dirigí durante tres años–. La palabra “conspiración” viene de allí. Sin embargo, su sentido etimológico nada tiene que ver con la clandestinidad y el sentido revolucionario de buscar derribar un orden para instaurar otro nuevo. Conspirar quiere decir respirar con otro o con otros, compartir su o sus alientos.
En las primeras liturgias cristianas había dos momentos altos: la conspiratio y la comestio. La conspiratio se volvió ese saludo light de la paz que está antes de la comunión; y la comestio se volvió la comunión. Pero las dos palabras, conspiratio y comestio, son palabras tremendamente somáticas y carnales: comer y respirar con otro. Conspirar es pasar los alientos, pasar tu aliento y ser pasado por el aliento del otro.
Es un beso en la boca.
Exactamente. En ese momento de la liturgia, la asamblea reunida se besaba en los labios. Un símbolo poético que se carnalizaba. La conspiratio no era nada más este universo poético que estamos evocando aquí, sino que se hacía efectivo: se besaban, se transmitían los alientos, las respiraciones se encarnaban a través de los labios.
En ese momento surge la primera comunidad verdaderamente democrática. No la democracia griega, porque la griega está basada en la exclusión y en la división de grupos, sino una más profunda y espiritual. En el momento en que los alientos se compartían, se compartía también el espíritu, simbólicamente el aliento de vida, y se rompían los estamentos. Ya no había judío, ni gentil, ni amo, ni esclavo. Todos eran, en el espíritu del Cristo y del banquete eucarístico, iguales. Seguramente de ahí viene el sentido que tiene ahora la palabra “conspiración”; seguramente los romanos –que eran un pueblo estamental, un imperio con esclavos y pueblos dominados y segregados– decían: “¿Quiénes son esos que conspiran? ¿Quiénes son esos que se juntan para besarse, para pasar sus alientos y romper el orden jerárquico de la Roma imperial?” Por eso empezaron a perseguirlos, porque eran subversivos.
Mis besos van en ese sentido. Quiero decir a través de ellos que somos iguales y que la comunidad humana, la comunidad política, es una comunidad en donde no hay diferencias, en donde debe reinar el afecto como un signo de la paz y de la preocupación por los otros. Son un signo de la democracia y del hacer presentes, por lo menos en ese momento, la paz y la justicia. Somos justos, porque hablamos fuerte reclamando justicia, pero, al mismo tiempo, somos pacíficos. Hacemos justicia al reclamar nuestros derechos, pero lo hacemos en la paz del amor. Todos esos elementos están en el signo del beso. Otra vez la poesía es un mensaje relámpago que si no es capturado desde la razón poética y solo es capturado desde la razón lógica, se vuelve muy desconcertante y empieza a ser malinterpretado.
¿Qué entiendes por justicia?
“La justicia –decían los griegos– es dar a cada quien lo que le corresponde.” Es lo que no se ha aplicado en México. No se le ha dado a cada quien lo que le corresponde y por eso hay tanta injusticia. Se dice fácil: “darle a cada quien lo que le corresponde”, pero es tremendamente difícil. Se necesita demasiado amor para hacer una verdadera justicia.
Relacionada con el concepto de justicia está la idea de la memoria, porque una de las demandas básicas del Movimiento fue construir ese memorial para las víctimas. ¿Cuál sería el potencial político de la memoria?, ¿cómo se relaciona la memoria con la justicia?
Es darles lo que les corresponde a los muertos, a los asesinados: su memoria, su presencia entre nosotros, su no olvido, su decir. Los que fueron asesinados o se fueron están acá y pisaron la tierra y nos pertenecen. Es un acto de justicia, de la más elemental de las justicias frente a la incapacidad de un Estado para defenderlos en vida. No debieron morir. Pero podemos rescatar su memoria, debemos rescatar su memoria. Tiene también un sentido de reconciliación. Es decirles a las nuevas generaciones: “Esto no puede volvernos a suceder, este horror, estos muertos, no pueden volver a ser parte de nuestras vidas.”
Nunca como en el nazismo, como en las dictaduras militares o como hoy en México, hubo en la historia de la humanidad un intento de borrar los vestigios de la memoria. Hubo genocidios, pero nunca el intento de borrar las huellas de su estancia entre nosotros. Uno de los poemas de Celan, “Fuga de muerte”, dice: “Nos hicieron una tumba en el aire.” Calderón convirtió esto en una fosa común, en una tumba sin rostro. Por eso tenemos que hacer un inmenso esfuerzo de humanidad y rescatar los nombres y las historias de los asesinados y de los desaparecidos de esta imbécil guerra.
Tenemos una inmensa deuda con los inocentes y con los culpables, porque los culpables no nacieron criminales: algo no les dimos como sociedad, algo no les dimos como Estado para convertirlos en asesinos. Rescatar sus historias y sus memorias es también, de alguna forma, saber qué está sucediendo con los tejidos sociales que los produjeron y poder sanarlos.
Para no odiar a los asesinos de mi hijo, trato de imaginarlos cuando eran niños; debieron haber padecido una inmensa violencia para convertirlos en monstruos. Algo les hizo la maldad social para hacerlos solidarios del mal. Recordarlos, reconstruir sus historias y, en el caso de que estén vivos, castigarlos para reconstruirlos en su humanidad es darle lo que les corresponde; es un acto de justicia.
Me hace pensar en Antígona.
Sí, es verdad. La justicia griega tiene que ver con la desmesura, y el crimen es un acto desmesurado que tiene que ser reparado para que los hombres volvamos a redescubrir nuestra medida. Es curioso, pero también el primer memorial es obra de un poeta griego, Simónides, que vivió entre los siglos vi y v a. C. Simónides va a comer a casa de un amigo. Repentinamente una intuición, un daimon, dirían los griegos, le revela que tiene que salir. En el momento que está saliendo un terremoto destruye la casa. Se va desconcertado, pero regresa y se encuentra con los deudos: la esposa, los padres, los hijos, que buscan reconocer a sus familiares que han quedado irreconocibles. Entonces él empieza a hacer un trabajo de memoria. Sabía quién estaba sentado en cada lugar y empieza a nombrarlos, a devolvérselos a sus familiares. Ese es el primer acto de la memoria; un acto que reconstruye a partir de los vestigios. Una memoria que no hemos hecho, que nos debemos y que le debemos a los muertos. ~
(ciudad de México, 1948) actualmente estudia un doctorado en literatura latinoamericana en la Universidad de Princeton.