La carrera del biólogo evolutivo Antonio Lazcano (Tijuana, 1950) está inexorablemente vinculada a la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), donde se egresó como investigador, estudió su doctorado y fundó el laboratorio de Origen de la Vida, que dirige desde hace décadas para tratar de desentrañar, merced a la genética, uno de los principales misterios que aún atormentan al ser humano: de dónde vinimos. A través de más de 150 artículos, libros o conferencias, Lazcano ha llevado al terreno científico un debate que inició la filosofía y donde la política ha tenido un papel trascendental, especialmente durante el convulso siglo XX. Ha recibido numerosas distinciones nacionales e internacionales por su labor, destacándose como uno de los grandes científicos de América Latina.
La discusión sobre el origen de la vida siempre ha transitado entre lo filosófico y lo científico. ¿Su carrera es un intento de mover la balanza definitivamente hacia el campo de la ciencia?
Totalmente, pero si trato de verlo desde un punto de vista científico es porque tengo una formación filosófica muy pobre, como desafortunadamente ocurre con la mayoría de los científicos. Pero no desdeño la parte filosófica. De hecho, la idea de cómo surge la vida tiene que ver con la noción, muy antigua, de un universo uniforme. Se encuentra maravillosamente desarrollada, por ejemplo, en De rerum natura de Tito Lucrecio Caro, del siglo I a.C, y más tarde en la tradición filosófica oriental o en teólogos medievales. Y en el siglo XIX, esto se vuelve una obsesión muy fuerte.
Aquí entra en juego el bioquímico ruso Aleksandr Oparin, alguien que tuvo mucha influencia en usted, como científico y como pensador.
Desde un principio su hipótesis me convenció. La teoría de Oparin, de hace un siglo, sostiene que la vida no surgió de repente, sino que es un proceso de evolución química, una síntesis no biológica de los compuestos. Cuando se cuestiona el origen de la vida en la Tierra, lo que se está haciendo en realidad es apelar a una visión materialista dialéctica que, gracias a Oparin, reconoce también el proceso de evolución. Luego le surgieron problemas serios. Por ejemplo, la idea de que hay una asimetría química tenía que tener un fondo físico o químico porque Oparin, como marxista ortodoxo, no aceptaba darle un papel científico al azar, mientras que hoy en día tenemos otras definiciones de azar un poco más flexibles.
Para no abrumar al lector, ¿podría resumirnos cuál es hoy su posición al respecto?
Rechazo la idea de una molécula inicial viva. Creo que tenemos que reconocer una etapa de la evolución de estos compuestos orgánicos donde formaron sistemas que empezaron a interaccionar entre sí. Me interesa mucho la naturaleza de esas interacciones, me interesa conocer los detalles. Y fui uno de los que propuso, de manera independiente, que el Ácido ribonucleico (RNA), el patito feo de la biología molecular, jugó un papel central en los procesos hereditarios de las primeras formas de vida. Pero esta narrativa que le estoy contando es tramposa, porque no estoy hablando de los huecos que tenemos en esta historia. John Bernal, cristalógrafo y también marxista ortodoxo, decía que el gran mérito de Oparin fue haber contado una narrativa que permite identificar los huecos para poder concentrarnos en cómo estudiarlos. Lo que hacemos en México es ver qué tan atrás podemos llevar las filogenias moleculares, hacer árboles evolutivos usando el material genético disponible y cómo podemos tratar de ir reduciendo esos huecos.
¿Y cuál es el límite que están encontrando? ¿Hasta dónde se puede retrasar el reloj?
La vida, bien a bien, no sabemos cuándo surgió. El consenso general es que se dio hace unos 4.000 millones de años, cuando el planeta era muy joven. Es parte del atractivo del origen de la vida: tienes que combinar conocimientos astronómicos, geoquímicos, paleontológicos, químicos, de biología, bioquímica, biología molecular, etcétera. Corres el riesgo no trivial de convertirte en aprendiz de todo y oficial de nada. Entonces uno tiene que concentrarse en algún fenómeno en particular.
Uno de los límites claros que tenemos es que no podemos retroceder antes de que hubiera un ribosoma, una estructura molecular compleja donde se sintetizan las proteínas. No sabemos qué pasó antes. Uno puede teorizar a partir de las propiedades del RNA cómo se formaron las primeras proteínas, ¿pero qué garantía tengo yo de que la molécula que estoy estudiando como antigua haya tenido modos de expresión y modos de funcionamiento equivalentes en este pasado remoto a lo que vemos en los seres vivos ahora?
Tenemos identificados genes y proteínas muy antiguas. La biología molecular es una disciplina reduccionista, sin embargo, los seres vivos no somos un conjunto aleatorio de moléculas. Puedo tener un diccionario muy completo del español, pero el diccionario no me permite predecir un poema.
Igual que en física existen máquinas capaces de tratar de recrear el universo primigenio, ¿en biología esto sería imposible por las infinitas combinaciones del azar?
Bueno, azar y no, porque la biología no es una historia de casualidades. El azar es un componente esencial de la visión evolutiva, pero al mismo tiempo sobre esa aleatoriedad actúa la selección natural. Puedes tener resultados muy precisos a partir de sistemas aleatorios. Por ejemplo, no tenemos relojes más precisos que los que resultan del decaimiento radioactivo. Pero si tienes medio kilo de uranio, no sabes qué átomo va a decaer. Es un proceso aleatorio y sin embargo la suma te da un resultado absolutamente determinístico. En biología eso puede pasar.
Una máquina que intente reconstruir el pasado biológico sería el sueño dorado de todos los investigadores, pero a diferencia de los físicos o los cosmólogos, aquí siempre tienes que ver la interacción con el ambiente, con un planeta que fue evolucionando a lo largo del tiempo.
Sí, más que “azar” debería haber dicho: el contexto ambiental que desconocemos.
Hay un libro maravilloso que se publicó en 1970: El azar y la necesidad, de Jacques Monod, que es un reflejo precisamente de ese materialismo mecanicista que primaba en la biología molecular de los setenta y que dio origen a un debate filosófico con tintes políticos, porque Monod había sido miembro del Partido Comunista de Francia, luchó en la resistencia y cortó radicalmente con los soviéticos cuando el asunto de Lysenko.
[Trofim Lysenko fue un ingeniero agrónomo que durante décadas defendió teorías pseudocientíficas alineadas con los principios del marxismo: la genética era enemiga de la clase obrera y el ADN una superstición. Pese a lo erróneo de sus teorías, se convirtió en referencia de la ciencia agrícola estalinista y llevó a la purga a los científicos críticos]
Oparin, en el momento menos lúcido y más vergonzoso de su carrera, estuvo cerca de Lysenko y Stalin. Y allí, lo que se veía era un materialismo mecanicista como el de Monod y un materialismo más evolutivo, el de Oparin. Me fascina la historia de la ciencia porque permite entender cómo funcionan nuestros conceptos y explicar cómo ir abordando cuestiones como la naturaleza de la vida sin dogmatismos, en los que inevitablemente caemos.
Me sorprende que la URSS esté surgiendo tanto en esta charla. Me recuerda a la guerra contra las bacterias, con los rusos investigando con virus bacteriófagos y los estadounidenses con la penicilina.
Hubo un microbiólogo fascinante, Félix d’Herelle, que tuvo una vida de aventurero maravillosa. Primero en la Unión Soviética, hasta que su mejor amigo se metió en líos con la esposa de un político cercano a Stalin y tuvieron que salir corriendo. Viajaba por todo el mundo con cajitas donde guardaba un cóctel de microorganismos que le llamaban la atención. Terminó en Guatemala, donde inventó un whisky de plátano que debe de ser horroroso. Y estando allí, vino a México a trabajar en las haciendas de uno de los ministros de Porfirio Díaz para ver las enfermedades que podían atacar a sus plantas.
Un día, un grupo de campesinos le avisa de una plaga de langostas. Los insectos al volar chocaban contra su cara, lastimándole. Al agacharse ve a unas langostas pataleando en el suelo. Las llevó a su laboratorio, les hizo una autopsia prematura y el contenido intestinal lo puso en cajas de Petri. Días después, se dio cuenta de que algunas colonias bacterianas tenían unos círculos donde no crecían bacterias.
Tras pelearse también con los mexicanos, termina en el Instituto Pasteur de París, llega la Primera Guerra Mundial y d’Herelle, al darse cuenta de que muchos soldados morían de disentería, se acordó de lo que había observado en Yucatán años atrás. Entonces repite el experimento, purifica los virus que estaban atacando a las colonias bacterianas, y empezó a dar viales con virus bacteriófagos a los soldados para salvar sus vidas.
El muro y su posterior caída cambiaron la historia de tantas disciplinas científicas.
Con el telón de acero, la Guerra Fría y el estalinismo en la URSS se fueron cortando las relaciones científicas entre las dos partes del mundo. El peso de la ideología marxista fue tremendo sobre el desarrollo de la ciencia soviética. Loren Graham, probablemente el mayor historiador y analista de la ciencia rusa, demostró en un análisis que los problemas metodológicos que se desarrollaron tanto en la Unión Soviética como en Occidente eran básicamente los mismos. Hubo disciplinas ridículas en ambos bandos, no olvidemos la frenología. Pero luego estaba la barrera del idioma, no se traducía, y por último, el derrumbe del aparato científico soviético.
A mí me han llamado mucho la atención todas esas interacciones, por Oparin desde luego, pero también porque estoy convencido de que, aunque tratemos de hacer una ciencia lo más objetiva posible, el ambiente sociopolítico en que crecemos sesga nuestra percepción de la realidad. Y más cuando estás trabajando en un problema tan crítico como la naturaleza de la vida.
Se habla mucho de la competencia entre EEUU y la URSS como motor de la carrera espacial, ¿cree que la colaboración entre ambas nos habría llevado más lejos?
Leí un ensayo muy conmovedor de un investigador del Instituto Weizmann, en Israel, que cuenta los daños que causaron los bombardeos iraníes en el instituto. Pero en su alegato varias veces repite: “Tenemos colaboraciones muy estrechas con colegas iraníes. Estamos trabajando en problemas que son similares”. Es decir, reconocía que, a pesar de que no puedes obviar tu identidad política o ideológica, hay problemas que les unen. Es conmovedor ver a un científico reconocer la hermandad, por decirlo así, en intereses intelectuales y científicos con los iraníes, en el contexto de un conflicto que es de lo más pavoroso que estamos atestiguando.
Entiendo que cada disciplina científica tiene, por decirlo así, su propia sociología.
Sí. La NASA siempre se planteó la búsqueda de vida extraterrestre. En el caso soviético, viene de una tradición decimonónica un poco mística, pensar que la vida era un fenómeno muy común en el universo. Por ejemplo Tsiolkovsky, el padre de la astronáutica soviética. En los años 60, la NASA empezó muy seriamente a pensar que podría buscarse vida en Marte. Pidieron a un científico inglés, Jim Lovelock, muy amigo de Carl Sagan, que se asomara a los datos de la atmósfera marciana y dijo: “Está en equilibrio químico, puedo explicar su composición por puros argumentos físicos y no veo nada que apunte a la existencia de actividad biológica”. El empeño de colegas, sobre todo de astrónomos planetarios, en buscar vida extraterrestre es muy legítimo, pero también creo que las evidencias que hay son paupérrimas. A mí me gusta decir que la vida extraterrestre es como la democracia: todos hablan de ella pero nadie la ha visto.