Cuando mis hijos tenían menos de 10 años, mi lugar en el mundo era un pequeño camping a pocos kilómetros de la playa. El huerto, los animales y los cientos de actividades programadas hacían felices a los niños, mientras los adultos disfrutábamos de un poco de tranquilidad, buena comida y tiempo de calidad. Yo no pedía más al verano entonces. Recuerdo aquellos días como un paréntesis de paz que rompía la locura del curso, las extraescolares, las prisas. El secreto de este lugar, sin duda, era que tanto los residentes como los dueños compartíamos una visión de la realidad y un sistema de valores. Me vienen a la mente sobremesas larguísimas en las que arreglábamos el mundo y combinábamos pensamientos muy serios con montones de risas; noches fresquitas de chaqueta y libro o de juegos de mesa hasta las tantas; paseos al atardecer, sin más objetivo que estar juntos y sentirnos vivos. Y en muchas de esas conversaciones había un componente que no suele ser habitual en nuestra sociedad, pero que colaboraba sin duda a crear el ambiente que teníamos: la intercomprensión. En esos largos días de julio, hablantes de distintas lenguas romances conversábamos sin cambiar de lengua materna. No hacía falta.
Las conversaciones en las que los interlocutores hablan lenguas muy relacionadas entre sí permiten que cada hablante use su propia lengua y que todos se entiendan. Este pequeño milagro se basa en algo que los lingüistas sabemos con certeza: nuestra capacidad de comprender una lengua que no es la propia es mucho mayor que la de poder expresarnos en ella. Focalizar nuestro esfuerzo en comprender una lengua sin necesidad de aprender a hablarla puede ser, en este sentido, una forma muy eficiente de utilizar los recursos.
Claro que, para que la intercomprensión sea posible, se han de dar, al menos, dos condiciones fundamentales: la primera de ellas es que el receptor esté dispuesto a hacer el esfuerzo de entender, aunque el otro hable algo distinto. Como ya he mencionado en artículos anteriores, nuestro cerebro es multilingüe y nos permite acoger el discurso ajeno en su diversidad, tanto si se trata de una variante de mi lengua (al final acabo entendiendo a mi vecino argentino), como si se trata de una lengua emparentada, como el italiano o el catalán. No hay nada más poderoso que la curiosidad, ese deseo de saber qué está diciendo mi interlocutor. La segunda condición, claro está, se centra en el emisor, que ha de hacer un esfuerzo en ser inteligible: hablar más despacio, sobre todo al principio, usar sintaxis sencilla y palabras comunes (si pretendes que te entienda un italiano, por ejemplo, será mejor que uses auto para referirte al coche).
Las ventajas que ofrece la intercomprensión son variadas. La más evidente es que no es necesario renunciar a expresarte en tu propia lengua. Por mucho que haya una lengua común (pongamos el inglés), el esfuerzo cognitivo que implica hablar en una segunda lengua siempre será mayor que la que empleamos en comprender y hacernos comprender por hablantes de lenguas tan emparentadas como las romances. Además, no deja de ser una actividad de respeto, de aceptación y de entendimiento con el otro. Estaréis de acuerdo conmigo en que no viene mal que fomentemos estos valores, tal y como anda el mundo.
La Unión Europea, en su diversidad lingüística, no puede centrar todos los esfuerzos en conseguir que todos los ciudadanos hablemos una lengua franca como puede ser el inglés. Cada vez somos más los que vemos la necesidad de incentivar políticas y programas educativos que fomenten la intercomprensión de lenguas afines como las romances. Prueba de ello son proyectos como el de UNITA, en el que se fomenta la alianza entre diversas universidades del sur de Europa, a través de procesos de intercomprensión. Esta capacidad de entender al otro trasciende lo meramente lingüístico y nos permite comprender otras visiones del mundo, otras formas de estar en la vida, otras culturas. Sin duda, desde las instituciones hay mucho que hacer. Pero también hay mucho que está en nuestras manos. Atrevámonos a conversar con hablantes de lenguas románicas sin cambiar de lengua, a ver qué pasa. No tenemos nada que perder y sí mucho que ganar.
Mamen Horno (Madrid, 1973) es profesora de lingüística en la Universidad de Zaragoza y miembro del grupo de investigación de referencia de la DGA
Psylex. En 2024 ha publicado el ensayo "Un cerebro lleno de palabras. Descubre cómo influye tu diccionario mental en lo que piensas y sientes" (Plataforma Editorial).