Ciudadano Kane– que en estos días cumple setenta años de vida e influencia– se parece a esas artes del verso que compendian toda suerte de formas prosódicas y métricas, de curiosidades y técnicas. Pienso, por ejemplo, en el Arte poética que Rengifo publicó en 1592 y que, según recuerdo, entre los versos compendiados contiene algunos del propio Rengifo. Pero se parece más a esta rareza: La pícara Justina (1605), de Francisco López de Úbeda, que es una novelita, “un libro de entretenimiento” con “graciosos discursos y provechosos avisos” y, juntamente, un arte poética que contiene “cincuenta y vna diferencias de versos, hasta oy nunca recopilados”. Tercetos en esdrújulos, sextillas, redondillas, sonetos de pies agudos… Todas las técnicas que había a la mano usó Francisco en su libro –a veces con mucha gracia.
Así es Ciudadano Kane. Orson Welles, su fotógrafo Gregg Toland, su editor Robert Wise y su coguionista Herman Mankiewicz no estaban inventando con los pies en el aire: su obra es un compendio, una afinación y, muchas veces, un perfeccionamiento de cuantas técnicas fotográficas, narrativas y de edición había a la mano en el cine hollywoodense circa 1940. Y es un compendio velocísimo. ¿De dónde proviene la velocidad casi imparable de Ciudadano Kane? Proviene del tempo de los diálogos –no por nada Welles y sus actores venían del radio–, del montaje, de la economía narrativa, de las transiciones entre secuencias. También de que el film es una sucesión de set-pieces y montage sequences que muchas veces se sienten menos secuencias que pequeñas películas. Es un estilo “introductorio” (no sé de qué otra forma llamarlo), que da la sensación de que la película siempre está comenzando. Ya el prólogo de Kane es una set-piece perfecta. Hay que verlo (atención a la ventana, siempre en la misma posición de la pantalla, no importa qué tan cerca esté o que veamos su reflejo; y a la transición sin fisuras del exterior al interior):
A esas secuencias de montaje corresponde también el “falso” news-reel News on the march, que nos resume –entre otras razones, para que después no nos rompamos la cabeza tratando de armar coherentemente flash-backs y flash-forwards– la vida del recientemente fallecido magnate de las noticias Charles Foster Kane, propietario de The Inquirer, un tipo riquísimo y confinado a un palacio. Todo el corto es una parodia pomposa de los de por sí pomposos news-reels The March of Time de la revista Time. Ese “falso realismo”, perfeccionado en News on the march –y descendiente directo del famosísimo programa de Welles War of the worlds– con su edición de cortinillas y sus fotogramas envejecidos intencionalmente, no solo pervive: está más vivo que nunca. Hay ejemplos muy logrados: Exit through the giftshop (Banksy, 2010); los hay de factura correcta: La muerte de un presidente (Range, 2006); y francamente chafas: El último exorcismo (Stam, 2010).
Welles, por supuesto, no fue el primero en usar las “secuencias de montaje” (las había desde el final de la época silente; en los tiempos de Welles hubo especialistas en ellas, como Slavko Vorkapich; aquí una suya, de 1934: The furies), pero sí parece haber condicionado, al menos en parte, su uso en el porvenir del cine hollywoodense. Scorsese suele regodearse en la influencia wellesiana –su propio estilo “introductorio” llegó al extremo en Casino, aunque tal vez su mejor set-piece sea el famoso last day as a wiseguy de Buenos muchachos–; Oliver Stone, que había intentado el modo Kane muchas veces –The Doors, Asesinos por naturaleza–, de plano lo explotó con todo en (Ciudadano) Nixon. Los Coen solían usarlo cuando eran más divertidos y más artificiosos: los primeros diez minutos de Educando a Arizona, por ejemplo. Su montage sequence más wellesiana (ojo a la sala de contadores: puro Welles), y simplemente uno de los montajes más encantadores que se han hecho, es la del hulahula de El apoderado de Hudsucker (1994). Vamos a tomarnos estos seis minutos de gozo:
Para tener ese espíritu enciclopédico Kane es sorprendentemente económica. Cualquier toma está llena de información. Ésa es la utilidad de los encuadres en que todo está en foco (y que son una de las más poderosas razones de la fama del film): informarnos sin la necesidad de cortar. La primera de esas tomas de profundidad de campo es en El Rancho, donde vemos al reportero en la caseta comunicándose al periódico, al mesero tratando de escucharlo, a Susan Alexander Kane bebiendo al fondo, todo nítido, con un despampanante ahorro de cortes:
Peter Bogdanovich ha dicho que este tipo de tomas era unheard of; Bordwell y otros han demostrado que se equivoca, al menos parcialmente. Lo que sí es cierto es que Welles y Toland utilizaron ese recurso con total dominio: a veces juguetonamente, a veces para resumir una historia, a veces para generar una sensación aciaga, a veces con gran dramatismo. La economía de Kane se nota, también, en las elipsis –“feliz navidad” dice el apoderado Thatcher cuando Charlie tiene 8 años y agrega “y próspero año nuevo” cuando se acerca su cumpleaños 25– y en el número de cortes por secuencia. (¿Será cierto que Welles dijo que la capacidad de no cortar es lo que separa a los hombres de los chavos?) En toda la entrega del niño al banco hay cinco cortes; en el primer encuentro del reportero y Susan Alexander, dos; en esta secuencia –que Roger Ebert dice es el momento más hermoso de Kane–, ninguno:
En efecto, es muy hermoso ese parlamento de Bernstein: una mujer vista en un ferry una vez, hace muchos años, nunca tocada pero recordada siempre, que pudo haber sido nuestra felicidad. ¿No hay un sabor de Whitman ahí? Yo podría jurar también que Vicente Gallego tenía a la mano esa secuencia (o guardada muy cerquita en el cerebro) cuando escribió ‘Muchacha con perro’ (1990):
…Hay palmeras
en el solar de enfrente, y hay también
una joven muchacha con un perro,
y yo miro esa escena intercambiable
con el deseo extraño, repentino y antiguo,
de forzarla en palabras, detenerla,
conservarla en cuadernos…
Sucede que Ciudadano Kane carga con el peso de tantas lecturas, de tantas apologías, que tendemos a olvidar que es una película extremadamente conmovedora. (Charlie Kane no es conmovedor; su película lo es.) Ésta es una historia hiriente de fracaso humano. Es, una vez tras otra, la historia de hombres y mujeres que no pueden conseguir lo que quieren; peor: es la historia de hombres y mujeres que cuando imaginan que consiguen lo que quieren les resulta insatisfactorio o inútil o banal o un escalón para desear otra cosa, eso que nos está negado a todos los seres humanos desde la caída inicial que nos trajo aquí. (Yo no sé qué es pero sé que nunca podré tenerlo.) El jovencísimo Welles, muchacho de mil años de edad, era un maestro de la emoción. Hay muy pocos close-ups en la película; los que hay pueden romper el corazón. El acercamiento a la madre de Charlie, cuando está a punto de ceder a su hijo a un fideicomiso, su grito Charles!y ese nudo que alcanzamos a verle en la garganta –y que descubrimos que tenemos nosotros también. O ese acercamiento a Kanecuando la mujer que está tratando de cortejar le dice: Bueno, mi mamá quería que yo fuera cantante… ya sabe usted cómo son las mamás. Corte:
Aunque dice: Sí, Kane parece decir: “No, no sé cómo son las mamás: mi madre me entregó a un banco cuando yo tenía ocho años y nunca la volví a ver. No, dígame usted, ¿cómo son las mamás?” (Por extensión lo mismo parece estar diciendo Welles, que perdió a su madre cuando acababa de cumplir nueve.)
Más: Ciudadano Kane carga con tanto peso que pareciera que hemos olvidado que es una película divertidísima. Su sentido del humor es casi tan variado como sus recursos narrativos. Hay humor paródico (News on the March), humor dickensiano ligeramente slapstick (la primera llegada de Kane y sus compañeros al Inquirer), humor incómodo (la fiesta del periódico), humor implacable (la historia del primer matrimonio de Kane contada en un montaje de desayunos en descenso: cariñosos, aprensivos, celosos, hostiles, peleoneros y al final mudos pero leyendo el periódico: él, claro, The Inquirer; ella, el enemigo The Chronicle), humor amargo (el brindis de Kane: “Salud por el amor en mis propios términos”), humor lapidario (los dos encabezados que prepara el Inquirer la noche de las elecciones: “Kane electo” y, por si acaso, “¡Fraude en las urnas!”), humor con chispa y filo (Kane acaba de casarse con una pésima cantante; a la salida de la boda un reportero le pregunta: “¿Y va a construirle una ópera a la señora?”; Kane contesta, tal vez con honestidad: “¡Eso no va a ser necesario!”; corte a un encabezado: Kane construye ópera) y humor extravagante, como el de esta escena en que el pobre maestro de canto signor Matiste (Fortunio Bonanova) trata de entrenar a la impresentable señora Kane (Dorothy Comingore):
Jed Leland (Joseph Cotten), su viejo amigo, dice de Charles Foster Kane: Siempre estaba tratando de demostrar algo. Lo mismo podría decirse de Welles y su troupe; cualquier escena es digna de una juvenil demostración de aventura y riesgo. Pensemos en el encuentro de Leland y Kane después de la derrota en las urnas, que está completamente filmado a la altura de los zapatos. ¿Es simbólica esa posición?, ¿es irónica? Peter Bogdanovich dice que se les puede ver como a “gigantes que discuten un mundo que se ha colapsado”; Roger Ebert, que ese diálogo es el verdadero Rosebud de la película, la más clara exposición de quién es el ciudadano Kane, el desconocido. Cuando le preguntaron a Welles por qué lo había hecho así contestó nomás: “Es que me veo bien desde abajo”.
O pensemos en esas tomas espectaculares que se alejan de un punto –la cara de Susan, digamos– y suben a través del tragaluz, a través del letrero de El Rancho y hasta el principio del cielo, o por metros y metros de teatro, de props, de telones, de cuerdas hasta dos tramoyistas que hacen un gesto chistoso y reprobatorio. A propósito, ¿no se alcanza a ver esa misma mano de Welles en la primera página de Watchmen de Alan Moore y Dave Gibbons (una obra que en muchos sentidos es al cómic lo que Ciudadano Kane es al cine)?
También hay que decir que, a pesar de esa economía sorprendente, Ciudadano Kane puede ser demasiado. Una actuación demasiado grandiosa, una cámara con demasiada conciencia de sí misma. (Scorsese dice que Kane le hizo darse cuenta de que existían los movimientos de cámara.) De pronto su demasía es inadmisible. Como en un violentísimo hipérbaton de Góngora, como en casi todos los groseros retruécanos del Finnegan’s Wake, a veces la composición de Kane es mucho más ajetreada que compleja; a veces, es simplemente fea:
(Curiosamente, Toland estaba orgulloso de que en ese shot fuera posible no solo ver todas las caras con nitidez sino incluso leer lo que está escrito en el grial.)
“Rosebud” dice al final de su vida el magnate Kane. Pero no hay ningún hombre que pueda ser resumido por una sola palabra o una sola imagen –aunque que ésa sea la estratagema para echar a andar esta película. Según Sócrates, había la creencia de que las palabras finales de alguien que está a punto de morir tenían algo especial: “Hombres que me condenan, es tiempo de que les profetice; estoy por morir, y ésa es la hora en que a los hombres se les da el don de la profecía.” La pobre Andrómaca, en el adiós a su marido Héctor, domador de caballos, dice: “No moriste en el lecho, ni tendiste los brazos hacia mí, ni me dijiste una postrera palabra que pudiese recordar siempre, en todos los días y las noches de mi llanto.” Tácito tiene este lamento por su suegro: “Además del dolor por un padre muerto, que no hubiéramos podido estar junto a su lecho incrementó el dolor de su hija y el mío, que no pudiéramos cuidarlo en su enfermedad, en su declive, que no nos colmáramos de abrazarlo y de mirarlo. Sin duda habríamos recibido sus últimas palabras y las habríamos fijado muy dentro de nosotros.” Pero ésos son deseos y casi supersticiones. Las últimas palabras de Jesús –que fue especialista: tiene tres versiones– no nos lo revelan de verdad: ni “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lucas 23:46) ni “Consumado es” (Juan 19:30) ni “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mateo 27:46) son una solución al enigma de Jesús, como “Rosebud” no es la solución del enigma del incognoscible Charles Foster Kane. Por eso es tan escalofriante y tan certero ese último minuto de la película –citado intencionalmente o no en Cazadores del arca perdida, en los Expedientes secretos X, en Warehouse 13, en Presunto culpable–: el misterio de una vida irresuelto entre millares de posibilidades, o mejor: la vida como un rompecabezas que nadie puede armar:
¿Esa cosa que es Ciudadano Kane es repetible? Tal vez sí. Europa (1991) de Lars von Trier podría haberlo sido –sus recursos técnicos eran absolutamente deslumbrantes, su disposición a la experimentación era total, su director era un joven provocador y rebelde con ambiciones de abarcarlo todo–, si la hubieran filmado en 1945… Hay una obra que, en mi opinión, se aproxima más a esa cosa que Ciudadano Kane es: Inland empire (2006) de David Lynch. Es un arte poética del horror de su tiempo y su tradición; es una obra compendio –verdaderamente: la suma de todos los miedos–, una obra que quiere ser total y cuyo autor la ha controlado totalmente. Es, también, muy pronto para saberlo…
Imagino a Ciudadano Kane como ese pequeñísimo orificio de un reloj de arena. (El reloj es el cine hollywoodense.) De alguna forma, todo lo que estuvo antes parece haber pasado por ahí y todo lo que está ahora por ahí parece haber pasado. Supongo que eso es irrepetible.
Escritor. Autor de los cómics Gabriel en su laberinto y Una gran chica (2012)