Quién iba a pensar que tras cinco décadas de aproximaciones satíricas, mordaces, trágicas y brillantes al inevitable pesimismo ante la vida, a la falta de sentido, al vacío existencial y a otros vicios de la clase ilustrada occidental, los últimos azares personales llevarían a Woody Allen a adoptar la suave serenidad de los sabios orientales. Preguntado recientemente por la paradoja de que Día de lluvia en Nueva York no pueda verse en ningún cine de Manhattan, el cineasta respondió: “Si la película es mala tendrán suerte de no verla. Si es buena se la habrán perdido, y no puedo hacer nada al respecto. Solo puedo hacer la película”. No hay rastro aquí del fatalismo de aquel “la vida se divide entre lo absolutamente horrible y lo simplemente miserable, y tendrás suerte si solo te toca lo segundo”. O de la pesadumbre ante la ausencia de respuestas, como en “si no sé cómo funciona el abrelatas cómo voy a saber por qué existieron los nazis”. En esa respuesta de Allen y en su última película no hay nada de esto. Solo hay un señor mayor que, en medio de cierto vapuleo general a su persona, renuncia a la batalla contra sus circunstancias para entregarse a la contemplación serena, anacrónica, fuera del tiempo (eterna en el sentido de los místicos) de las bellas cosas que le han alegrado un poco la vida.
Día de lluvia en Nueva York trata de unos novios veinteañeros que pasan en Manhattan un fin de semana de 2017, se separan, se buscan en vano por la ciudad durante toda la película y ni una vez se escriben “dónde andas” por Whatsapp. Él viste de tweed, fuma (no solo fuma, sino que lo hace con boquilla), cita a Ortega y Gasset y gusta de encerrarse por las noches en piano bars para escuchar melodías de Erroll Garner e Irving Berlin. Ella ve películas de Renoir, De Sica y Kurosawa (“ya sabes, los europeos”). Son gente de hoy equivocada de siglo, lista para recibir a los felices años veinte esta próxima nochevieja. Él tiene además un nombre rimbombante, imposible, lo más alejado de un nick (¿sabrá Woody Allen qué es un nick?) que existe: Gatsby Welles, nada menos. Transitan por una Nueva York de postal en la que no hay un personaje con menos de cinco millones de dólares en el banco, ni un apartamento que no parezca Versalles (¿de verdad existen esas casas en Manhattan?) ni un turista en chanclas paseando al fondo del plano. En Caro Diario de Nanni Moretti se decía que el desastre general pedía una refundación de Italia, y que el nuevo país debía tener banda sonora de Morricone y puestas de sol diseñadas por Vittorio Storaro. Allen ha hecho suya aquí la segunda parte: ha contratado a Storaro para que le fotografíe una Manhattan otoñal siempre lluviosa pero pulcra, encantadoramente ensalzada, despreocupadamente irreal. Cuando Allen hace estas cosas en Roma, Barcelona o París nos llevamos las manos a la cabeza, por lo que es una suerte no haber vivido en Nueva York y tener solo la imagen desprejuiciada y expectante del turista, esa que se nutre de nuestras idealizaciones de la infancia, como casi todo: solo así puede uno mecerse en estas filigranas sin estériles levantamientos de ceja que nublen el asombro y el disfrute sereno de una película que se ve como quien escucha un ronroneo.
En Día de lluvia en Nueva York todo es deliciosamente anacrónico porque su paisaje no pretende ser real, sino mental. Y la mente no sabe de ejes temporales. Por entender lo que ha hecho Allen sin la inevitable distancia cultural, piénsese en la reciente El crack cero. De la misma manera que Garci baja a la Gran Vía, antaño gran arteria del cine, y sigue viendo Bogarts que pasean sus ademanes de antihéroe donde los demás solo vemos patinetes y lucecitas, la Manhattan de Allen es un paisaje emocional de personajes salidos de un cuento de Salinger que quedan en el bar del Carlyle para escuchar viejas melodías de Broadway. Allen se ha regalado una película que le permite entregarse a la contemplación serena de todas las cosas que le han gustado en la vida, de los restos del naufragio del tiempo vivido, recuerdos casi perdidos para siempre que conforman su propia versión de las lágrimas en la lluvia. Contemplando esta película se recibe un regalo parecido, porque a los que contamos en décadas (en plural) las citas anuales con el cineasta esta película nos devuelve en parte ese regustillo dulce de cuando vimos sus mejores obras por primera vez. De modo absolutamente imprevisible, no hay en Día de lluvia en Nueva York rastro de muchas de esas películas recientes de Allen en las que uno lo imaginaba escribiendo el tercer acto corriendo antes de cenar porque hay partido en la tele. Hacía mucho que no recargaba un guion con tantas citas, tramas paralelas y personajes, el mejor de los cuales se reserva para el último acto de la función: el de Cherry Jones.
La escena final de Día de lluvia en Nueva York es naif, ingenua y candorosa. Unos minutos antes el protagonista se redescubre como una persona libre de neurosis y dispuesta por fin a disfrutar de las cosas sencillas de la vida. Análogamente Woody Allen, el neurótico más célebre del siglo XX y el tipo con más miedo a la muerte que se recuerda, parece haber entrado a sus ochenta y tres años, en plena tormenta en torno a su persona, en una inesperada fase zen de observancia serena de los asuntos de la vida. El cineasta no ha tenido una mala palabra en su gira de promoción para Selena Gómez y Timothée Chalamet, que están estupendos en esta película, que no sé si tendrán muchos papeles mejores en su vida y que renegaron de su trabajo con cínicos aspavientos (renunciaron a su salario, nada menos) cuando el clima cultural nacido del movimiento MeToo les aconsejó que sería lo más prudente para sus incipientes carreras. Allen también ha dicho recientemente que en el ya no tan inconcebible caso de que se vea obligado a dejar de rodar películas se levantará por las mañanas para escribir ideas y bocetos de nuevos guiones en su cuaderno como ha hecho toda la vida, aun sabiendo que nunca llegarán a rodarse. De atormentarse por el sinsentido de la existencia a abrazar las acciones sin sentido: quién nos iba decir que Woody acabaría renunciando al diván. Si Manhattan fuera un valle neblinoso con río y cerezos, uno casi lo imaginaría ahí sentado en la hierba desde tiempos inmemoriales, esperando sin inmutarse a que alguien venga a que le enseñe artes marciales, por lo menos. La gran paradoja de Día de lluvia en Nueva York es que devuelve al Woody de siempre, aunque él ya no parezca el mismo.
Iker Zabala es crítico cultural.