Se trata no solo de la mejor escena de la película, sino de una de las más significativas en la historia del cine mexicano. Me refiero al momento clave en el que la guapa española Luisa Cortés de Maribel Verdú se baja del auto en el que viaja al lado de los dos adolescentes jariosos Tenoch Iturbide (Diego Luna) y Julio Zapata (Gael García Bernal) para gritarles, exasperada, que los va a dejar en paz para “que puedan follar a gusto el uno con el otro”. Minutos después vendrá la consecuencia lógica de ese lúcido señalamiento, el bailecito aquel de la mujer y los dos muchachos al ritmo de “Si no te hubieras ido” de Marco Antonio Solís, con el consabido epílogo del sicalíptico y culposo ménage à trois.
La trascendencia de la escena descrita de Y tu mamá también (A. Cuarón, 2001) radica en que el personaje de Verdú logró sintetizar, en una sola línea, la inocultable atracción homoerótica que se encuentra en el centro de algunos de los más grandes clásicos fílmico-viriles de la Época de Oro del cine mexicano. Que el macho bien macho de las películas clásicas nacionales quiere más a su rival en amores, a su amigo de sangre, a su cuaderno de doble raya, que a cualquier mujer que esté a la mano, es más que evidente si se recuerdan algunos momentos cumbres de esos filmes. Por ejemplo, cuando un borrachísimo Pedro Infante le hace unos irresistibles ojitos a su camarada y rival Antonio Badú en El gavilán pollero (González, 1950), cuando el mismo Pedro Infante le limpia las lágrimas y los mocos a Luis Aguilar en el desenlace de ¿Qué te ha dado esa mujer? (Rodríguez, 1951) y cuando un dolido Jorge Negrete le reclamara a Pedro Infante su traición en Dos tipos de cuidado (Rodríguez, 1952), en el diálogo más apasionadamente homoerótico de la historia del cine mexicano: “Cuando una mujer te engaña, la perdonas, al cabo es mujer. Pero cuando tu mejor amigo te traiciona… ah, jijo, cómo duele”.
Así pues, más allá de sus excesos y carencias, Y tu mamá también destaca por haber planteado, en esa abrupta y abierta verbalización, lo que todos sabemos: nadie es más importante para cualquier atrabiliario macho mexicano que otro atrabiliario macho mexicano idéntico a él. Fue, insisto, la mejor escena de aquella película y uno de los mejores momentos cinematográficos que pueden presumir, ¡y juntos!, los celebérrimos amigos, camaradas y socios Gael García Bernal y Diego Luna. Aunque luego compartieron escenario en otro par de cintas –Rudo y cursi (C. Cuarón, 2008) y Casa de mi padre (Piedmont, 2012), además de una decena de proyectos a través de su casa productora La Corriente del Golfo–, los antiguos charolastras no habían tenido otra auténtica oportunidad de aparecer juntos hasta el reciente estreno de La Máquina (México – E.U., 2024), serie televisiva de seis episodios producida por Hulu y disponible en México a través de Disney+.
En verdad, lo mejor en las disparejísimas cuatro horas que dura la teleserie es no solo el muy previsible rapport entre Diego y Gael –la forma en la que se insultan resulta muy verosímil porque es así como se mandan a la chingada todos los días y en todo momentos dos auténticos amigos–, sino que la historia, basada en un argumento de los propios actores en colaboración con Monika Revilla y el escritor Julián Herbert, y desarrollada por Marco Ramírez y Fernanda Coppel, aprovecha al máximo los resabios de la ya mencionada relación homoerótica de los jóvenes Gael y Diego de Y tu mamá también.
El primero interpreta a Esteban “La Máquina” Osuna, un veterano boxeador peso welter que ha vivido ya sus mejores tiempos y que ahora tiene que aguantar, en los primeros minutos del primer episodio, que lo noqueen elípticamente. Diego, por su parte, es su inquieto representante y manejador Andy Luján, su amigo de la infancia, quien lo ha acompañado siempre en las buenas, en las malas y, ahora, en las peores. Cuando “La Máquina” besa el ring en el primer round, está perdiendo todo valor económico y, encima, empieza a escuchar y a ver cosas que no existen, pues después de más de 70 peleas profesionales, además de los consabidos excesos de droga y alcohol, ya no puede distinguir qué es verdad y qué es mentira.
La premisa nos remite a clásicos boxísticos de la talla de Réquiem para un luchador (Nelson, 1962), con su denuncia de la explotación de un decadente boxeador en las últimas, y algo hay de eso en la historia. Pero también hay visos de thriller paranoico porque, acaso, el título de “La Máquina” no se deba tanto al apodo con el que es conocido Esteban, sino a la misteriosa maquinaria todopoderosa que decide triunfos y fracasos en el ring, so pena de que quien desafíe sus designios pierda algo más que la pelea. Y, por último, hay también mucho de comedia de enredos y hasta francamente satírica, especialmente en la interpretación de Luna –escondido tras prostéticos y maquillaje– como el avieso representante Andy Luján, con su ridícula “cara de condón”, su patética adicción al botox y su enfermiza relación edípica con su dominante mamita querida (Lucía Méndez en un desatado papel autoparódico).
El guion plantea más historias de las que quiere o puede resolver. Por ejemplo, en los primeros episodios Esteban conoce a una atractiva bailarina cubana (Dariam Coco) que aparece como el nuevo interés amoroso del boxeador –quien está amistosamente divorciado de la mamá de sus hijos (Eiza González)–, pero luego el personaje desaparece nomás porque sí, porque acaso no tendría que haber existido o porque fue eliminado en la sala de edición de Yibran Asuad y Miguel Musálem. De la misma manera, hay actores de la talla de Luis Gnecco o Arturo Beristáin que interpretan personajes que se adivinan importantes pero que aparecen en dos o tres escenas, dicen una línea y luego se escapan para ir a cobrar su cheque (bien por ellos, por supuesto).
Lo que salva a La Máquina de ser un desastre es que todas estas carencias y deficiencias se compensan, en parte, por la eficaz realización de Gabriel Ripstein –las peleas de box, especialmente la del último episodio, están competentemente montadas y ejecutadas– y por la ya mencionada química actoral entre el par de estrellas vueltas a reunir. No se trata solamente de disfrutar cómo se hablan, se interrumpen continuamente y se insultan con un gusto que envidiarían Hepburn y Tracy en sus mejores tiempos, sino que los dos actores juegan conscientemente con la compleja relación existente entre sus personajes –que son amigos desde la más lejana y traumatizada infancia–, de tal manera que cada encuentro y desencuentro entre ellos conforman el verdadero centro dramático de la teleserie. La Máquina no se trata de las oscurras corruptelas en el boxeo ni tampoco es, a final de cuentas, un acezante thriller paranoico: no es más que un muy entretenido vehículo de lucimiento de nuestros Beto y Enrique nacionales.
Así pues, desde ese primer episodio en el que Diego y Gael –con Eiza González estorbando en el medio– festejan un inesperado triunfo boxístico cantando y bailando con mucha convicción “Será porque te amo” de Ricchi e Poveri, hasta el emotivo desenlace en el episodio sexto, es claro que la única razón para la existencia de esta serie televisiva es la presencia de sus dos actores y cómo logran transmitir que, en la mejor tradición del cine mexicano clásico, cuando ellos dos están en el encuadre, no hay nada más importante para ellos que el amigo que está enfrente. Ahora, mañana y hasta después de la muerte. Será porque se aman. ~
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.