¿Está perdido Lost?

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MUY LOST

A tres años de su concepción, Lost, el programa de la cadena ABC, continúa siendo tema de debate entre los teleespectadores. No importa que la audiencia vaya disminuyendo semana con semana. Era inevitable que la gente dejara de visitar, paulatinamente, la mítica isla del Pacífico Sur. No hubo crítico de televisión americano que no vaticinara, con un aire de resignación adelantada, los caminos equivocados que tomarían los creadores de Lost. Y le atinaron a cada uno de ellos: la serie se centró demasiado en cuestiones periféricas, descuidaron a sus mejores personajes, abrieron interrogantes sin responder preguntas previas y consiguieron un desplome en el rating. En suma, hicieron todo lo que no debían de hacer.

El gancho de Lost siempre ha girado sobre tres ejes. El primero es el uso de los misterios que rodean la isla, en donde los muertos escapan de sus ataúdes y los personajes sanan de enfermedades incurables y tienen constantes visiones de su pasado. El segundo, sin duda, es el recurso de los flashbacks: cada capítulo nos da un vistazo –a veces pertinente, a veces estúpido- de la vida de los sobrevivientes antes de caer en la isla. Y el tercero y más importante son los personajes, unos más y otros menos.

Resulta imposible escuchar una queja sobre Lost que no converja, de alguna manera, en estos elementos: los misterios se les han salido de las manos y se han vuelto intrascendentes. Los flashbacks son cada vez menos reveladores e interesantes y, por ende, los personajes lucen cada vez más acartonados.

Intentemos llegar a una solución.

Los misterios deben de venir primero en la lista. Durante toda la segunda temporada y de manera intermitente en la tercera, los creadores de Lost han confundido los misterios relevantes con las preguntas morbosas. Hay una diferencia abismal entre preguntarse qué es a preguntarse qué significa una cosa, y lo que divide a estas dos interrogantes es lo que separa los grandes misterios de los mediocres. Responder qué es algo deviene, casi siempre, en un triunfo vacío. Pongamos este ejemplo, para luego situarlo en un contexto claro: si yo llego con mi mejor amigo y le enseño un cofre que encontré en la calle, lo más probable es que, antes de abrirlo, le pregunte su teoría sobre qué esconde dicho artefacto. Vendrán las especulaciones: un conejo muerto, una Biblia, un balón de futbol, una pequeña guitarra que le perteneció a Pedro Infante. No importa qué haya en el cofre a la hora de abrirlo, el contenido siempre nos defraudará. Las conjeturas han elevado las expectativas. No importa qué sea, ya nos hemos imaginado algo mejor. Por otra parte, si yo hubiera llegado con mi amigo y le hubiera mostrado que adentro del cofre había un medallón adornado, la pregunta hubiera sido mucho más interesante: ¿qué será?, ¿qué significan esas runas?, ¿de quién habrá sido? Lo que hemos imaginado se adhiere al objeto y no nos permite divagar demasiado. Por ende, la respuesta no defrauda. Hay un significado atado al artefacto.

Lost abusa del primer tipo de misterio y desdeña al segundo. ¿Qué son las compuertas?, ¿quiénes son los “otros”? Las respuestas, al fin y al cabo, nos saben agrias. Ya nos hemos imaginado que son extraterrestres, enviados de la C.I.A., apariciones, vampiros; así que, sean lo que sean, terminarán por irritarnos. No obstante, el octavo capítulo de la tercera temporada, en el que podemos inferir que el personaje de Desmond viaja en el tiempo, es un misterio creativo e interesante: ¿qué significa eso?, ¿será que la isla está atascada en el futuro?, ¿qué los sobrevivientes están muertos?, ¿nos dice algo del destino de los personajes? Como ejercicio didáctico, le pido al lector que piense en todos los grandes misterios del cine y verán que todos pertenecen al segundo tipo.

El octavo capítulo también trajo consigo el resurgimiento de los buenos flashbacks. Durante varios capítulos, Lost había caído en un truco simplón: duplicar lo que estaba ocurriendo en la isla con lo que había pasado antes en la vida del personaje, creando, así, una parábola facilota, una explicación freudiana burda, un eco sin sentido. El más claro ejemplo de esto es el primer capítulo de John Locke de la tercera temporada, en el que el calvo místico se ve enfrentado al mismo dilema en la isla que en su vida pasada. Los flashbacks que valen la pena contar son aquellos que nos dicen algo de la vida de los personajes sin querer atar lo que ocurre en la isla con su psicología. Seamos sinceros: como psicoanalistas, los creadores de Lost se mueren de hambre. Su fuerte está en crear historias.

El problema de los personajes le atañe más a la súbita sobrepoblación de la isla que a otra cosa. Con el tiempo, Lost ha dejado de ser un Robinson Crusoe colectivo para convertirse en una especie de versión spin-off de la Isla de Gilligan en la que la familia del capitán y las hijas de Gilligan vienen a visitarlos a la isla. Los productores de Lost muestran poca empatía con sus personajes: los matan o reemplazan a la primera de cambios, cuando el espectador apenas ha comenzado a invertir su tiempo y cariño (sí, cariño) en ellos. La moraleja pretende ser la siguiente: no vale la pena encariñarse con ninguno, porque todos son desechables. Esta máxima, por supuesto, también se adhiere a los nuevos personajes. Me importa poco la historia del cocinero brasileño. Es más, no quiero ni verla. La considero el equivalente a la introducción y explicación de un personaje a la mitad de una larguísima novela. Es una distracción y un albur, porque sé que en cualquier momento puede que se lo trague la nube de humo o que alguien le dé un balazo. Los personajes originales deben de ser inspiración suficiente para los escritores. Si no, Lost termina pareciendo una telenovela en la que el canon siempre parece ser: si no les gusta el personaje, lo matamos y si les gusta este personaje tangencial, pues lo dejamos. Y para Emilio Larrosa, me quedo con el mexicano.

Lo que me lleva, de nuevo, a la opinión de los críticos. A pesar de sus fallas, celebro que Lost esté perdiendo audiencia. Me alegra que los escritores le dejen de dar importancia a esos millones de televidentes que navegan por la isla de manera intermitente, sin importarles el destino de los personajes. Ellos probablemente fueron los causantes de tanto cambio y balazo absurdo. Prefiero que nos quedemos aquellos a los que nos importa el destino, no del nuevo personaje que se parece a Tom Cruise, sino de los que estuvieron con nosotros desde el primer día. Y, sí, todavía estamos esperando saber qué diablos es esa nube negra que mató al piloto en el primer capítulo. Aunque nos lo imaginamos: o es el alma de un viejo general del ejército alemán o es un pedo del diablo. Probablemente sea el primero.

– Daniel Krauze

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