El término en inglés es “remake“. En español lo conocemos como “refrito”. Lo conocemos, por supuesto, porque las telenovelas recurren a él todo el tiempo: toman la premisa y trama de una historia pasada y la hacen otra vez. El cine no es inmune a estos experimentos. Durante los últimos años –como se ha mencionado hasta el cansancio en este blog-, Hollywood se ha dedicado a tomar prestadas historias anteriores y actualizarlas. Ahí está Karate Kid, la adorada cinta de los ochenta, convertida en un vehículo para el hijo de Will Smith. Ahí está King Kong, la innovadora película de Cooper y el bodrio de los setenta, transformada en una épica de Peter Jackson. Y ahí están las mil y una cintas de terror de décadas pasadas vueltas a imaginar para la generación post MTV.
Hay varios incentivos detrás de la preparación de un refrito. Está el monetario, como es el caso de A Nightmare on Elm Street, Friday the 13th y demás. Está el impulso de traducir una historia y “americanizarla”, como es el caso de Vanilla Sky. Está, también, la intención de modernizar una cinta, como ocurrió con el Kong de Jackson: convertir a ese gorila de plastilina en un monstruo verosímil, hijo pródigo de la era del CGI. No obstante, los mejores remakes no parten de una intención supeditada a los avances tecnológicos o a la recaudación en taquilla sino de reinterpretaciones narrativas. Es posible que el mejor de todos los refritos sea The Fly, de David Cronenberg. La cinta de este maestro de lo grotesco funciona porque vuelve a imaginar la historia original (la disloca) y de una historia simplona de terror crea una alegoría del hombre mosca como un enfermo terminal (tema tan en boga en la década en la que se descubrió el sida). El resultado es una película que toma prestados los cimientos de la original y sobre ellos construye algo completamente nuevo.
Let me in, el remake de la fabulosa Let the right one in, sufre de un extraño caso de esquizofrenia en el sentido en el que su existencia no parece justificarse enteramente con ninguno de los motivos anteriores. La cinta, dirigida por Matt Reeves, el responsable de Cloverfield, es suficientemente honesta y seria como para desarmar cualquier argumento pecuniario. Aquí, y en la versión sueca, la historia luce por su descarnada simpleza: en un poblado de nieve y concreto, Owen, un niño solitario al que molestan en la escuela, se topa con Abby, una chica de su edad. Ambos se vuelven amigos. Esta incipiente relación está contrapunteada con la vida secreta de la niña. Abby es, en realidad, un vampiro que depende de su cuidador: un hombre de más de sesenta años que sale por las noches para asesinar, con el tedio y la monotonía de un carnicero, a la gente del pueblo para después desangrarlos y llevarle el líquido a la niña para alimentarla. En papel, la premisa suena macabra. No obstante, el éxito de la primera versión –y, en menor medida, de esta también- es que la cinta tiene más en común con E.T. que con, digamos, 30 days of night. Tanto Tomas Alfredson –el director de la original- y Reeves tienen la suficiente contención como directores, y el suficiente tacto, para ejecutar una película cuya violencia jamás invade el corazón tierno que es, secretamente, el motor de su trama. La relación entre Abby (Chloe Moretz, de rostro demasiado dulce para este papel) y Owen (Kodi Smit-McPhee, fantástico) es el centro de la cinta y, a diferencia de otras historias recientes de vampiros enamorados de mortales, aquí el vínculo no está fincado en ningún aspecto sexual. Ambos, ella una vampiro y él un chico prácticamente huérfano (nótese como el rostro de su madre jamás aparece enfocado), son niños, y su relación se desenvuelve con la inexplicable urgencia de la infancia tardía.
Todo lo anterior estaba presente en la primera versión. Let the right one in es, quizás, una cinta técnicamente inferior: no tiene el presupuesto de la cinta de Reeves y hay instantes en los que se nota. Sin embargo, la original es mejor: las actuaciones son más redondas, la atmósfera mejor lograda y el guión más sutil. Por lo tanto, cabe la pregunta: más allá de sus virtudes, ¿era necesaria la versión de Reeves? La cinta americana traduce los diálogos de la sueca, pero no traduce ni reinterpreta la historia. Let me in da la impresión de ser una cinta escandinava hablada en inglés. Aquí y allá, Reeves intenta decorarla con pinceladas americanas: la imagen de Reagan en la televisión, los dulces que come Owen, el juego de Pac-Man. Pero sus pinceladas son guiños insuficientes. La historia es la misma, los matices son los mismos, el ambiente es el mismo. Por otra parte, Let me in es demasiado hosca como para haber sido creada con el afán de americanizar una cinta extranjera y recaudar millones en la taquilla, y la reacción del público norteamericano así lo demuestra: en su primera semana de exhibición, la película recaudó la ínfima cantidad de cinco millones de dólares.
Así que lo que tenemos frente a nosotros es un ejercicio único. Único porque a pesar de su elegante manufactura, de su compromiso con el material original y con la historia que traduce, Let me in no deja de ser una película redundante. Un eco, casi idéntico pero ligeramente más suave, a aquel aullido original e inolvidable llamado Let the right one in.
-Daniel Krauze