Nunca una película me ha conmovido tanto como la holandesa Carácter, la historia de terrible amor y crianza entre un padre aparentemente lejano y su hijo aterrado. La historia es un duelo entre Dreverhaven, el padre, un hombre severo hasta la caricatura que decide compensar la ausencia a través de una serie de pruebas pensadas precisamente para la construcción del temple de Jacob, el hijo al que jamás ha podido abrazar. Es una suerte de dramática educación a distancia. El muchacho, claro, sufre hasta lo indecible: el proceso de crianza del que está siendo objeto sin saberlo casi le cuesta la vida—y, peor aún, el alma. Si Jacob logra emerger con la humanidad intacta del experimento brutal que su padre le ha confeccionado a lo lejos, es gracias a otro gran personaje del drama. De Gankelaar, el abogado que decide darle empleo a pesar de que el chico sabe poco de leyes, juega el papel del padre ideal: presente, firme pero noble, grande como un roble. Interpretado con maestría por Victor Löw, De Gankelaar es un portento de fortaleza. No es necesario entender el holandés para conmoverse con el tono de voz, lleno de consonantes arrastradas por esa mandíbula prominente, más rasgo de carácter que defecto facial. Cuando el joven Jacob duda, su mentor lo arenga con la disciplina que usan los padres en su mejor versión. Al final, cuando el joven protagonista logra convertirse también en un abogado de respeto, el rostro de De Gankelaar lo dice todo: es la mirada del maestro, pero también la del padre que ha decidido adoptar a un ser indefenso y darle una vida mejor. Es el acto supremo de amor y, en el contexto de Carácter, el complemento perfecto de esa otra crianza que, no por distante y ciertamente cruel, deja de ser conmovedora y, sí, profundamente amorosa también.
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.