Treinta años de Delitos y faltas: Woody Allen y la orgía moral

Como consecuencia del #MeToo, 2018 fue el primer año en casi cuarenta sin estreno de una nueva película del cineasta neoyorquino, y en 2019 se cumplen treinta años de su gran película moral: Crimes and misdemeanors.
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Hace algo más de un año que Amazon Studios mantiene bloqueada la distribución del cuadragésimo octavo largometraje de Woody Allen, A rainy day in New York, a raíz de que en 2017 el clima cultural nacido del movimiento MeToo y una posterior entrevista televisiva a su hija Dylan inspiraran una reinterpretación (sin nuevas revelaciones, con los mismos datos revisados bajo un nuevo faro moral) de unos hechos acontecidos en 1992: Allen fue acusado entonces de abusos sexuales a Dylan, pero una investigación de seis meses de la Policía de Connecticut y otra de catorce meses del departamento de servicios sociales de Nueva York dictaminaron que no existían pruebas creíbles.

2018 fue así el primer año en casi cuarenta sin estreno de la película anual del neoyorquino, pero 2019 es al menos año de efemérides de un cineasta tan prolífico que es una efeméride en sí mismo. Y es que hay para elegir: se cumple medio siglo de su debut como director (Toma el dinero y corre), cuarenta de Manhattan, nada menos, treinta y cinco de Broadway Danny Rose o veinticinco de Balas sobre Broadway. Pero dado que vivimos tiempos nada fáciles para la justicia que emana del derecho, pero fascinantes para la sociología (Tsevan Rabtan, en otro contexto, ha hablado de “orgía moral”), se impone celebrar los treinta años de Delitos y faltas (Crimes and Misdemeanors, 1989) no solo por ser una firme candidata a mejor obra del cineasta, sino porque hablamos, seguramente, de la gran película moral de Woody Allen.

Los delitos del título, homenaje cruzado al Raskólnikov de Dostoievski y al Bergman de Gritos y susurros, son los de Judah Rosenthal (Martin Landau), un próspero oftalmólogo que decide asesinar a su amante cuando esta amenaza con destruir su matrimonio, su vida de éxito y opulencia y su reputación. Las faltas son la envidia, el adulterio y los celos de Cliff Stern (interpretado por el propio Allen), un fracasado director de documentales, perdedor maravilloso, buen hombre en general y pecadorcillo ocasional que se tiene a sí mismo por el ser más puro de la tierra merced a su capacidad de no ver más que las vigas, ni siquiera las pajas, en ojo ajeno. Cliff cultiva una aversión incurable por su cuñado Lester, un productor televisivo de éxito (interpretado por un Alan Alda impagable) y también un ser presumido, arrogante, mujeriego y algo déspota. Porque sus faltas, como las de Cliff, son veniales.

El discurso de la trama de Martin Landau, grave, sobria y de ecos bergmanianos, es el de la ausencia de Dios: Judah fue educado en la creencia de que los ojos del Creador lo ven todo y ninguna de nuestras acciones queda libre de su escrutinio, pero en la edad adulta rechaza su educación judía y llega a asumir sin escalofríos que, en un universo sin Dios, él es el único dueño de su moral y de su culpa, y si logra que ambas sobrelleven la carga de asesinar a su amante para preservar la propia posición e integridad, podrá seguir adelante con su vida.

El discurso de la trama de Allen, mucho más ligera y divertida, es que los seres humanos somos narcisistas por naturaleza y nuestra identidad se nutre de vanidad: Cliff tiene una elevadísima opinión de sí mismo, a pesar de ser adúltero, envidioso y algo egoísta. Está casado, pese a lo cual pide matrimonio a Halley Reed (Mia Farrow) y se ofende sin remedio cuando esta le rechaza en favor de Lester. Cliff despotrica entonces contra la injusticia que el mundo reserva a los seres puros como él: “cuando crezcas comprobarás que ser una persona profunda, de sensualidad ardiente, no siempre tiene recompensa en la vida”, le dice a su sobrina. Cineasta en paro, se consume de celos por el éxito de su cuñado, y la cosa no mejora cuando acepta rodar un documental sobre la carrera de Lester por dinero.

Porque Cliff ignora sus propias faltas durante toda la película mientras atribuye a Lester un catálogo inagotable de pecados. Se ve a sí mismo como un cineasta realmente comprometido pero no reconocido, juzga superficial el trabajo de Lester y es incapaz de asumir que Halley quizá tenga otros motivos más allá del éxito para preferir a este. El discurso global de la película es por tanto que Dios no existe y por tanto no juzga, y son los seres humanos los encargados de dictar sentencia sobre sus semejantes. Pero en ausencia de justicia divina, no es mucho mejor la justicia de los hombres, al ser todos ellos narcisistas sin remedio que no buscan sino el reflejo de su propia virtud al mirarse en el estanque.

Una conclusión, curiosamente, que puede valer para describir el actual juicio público, ajeno a los tribunales, que se ejerce sobre Allen, y que está basado no tanto en la inocencia o culpabilidad probada del acusado como en la pureza autosatisfecha del que señala. La película presenta de hecho un meme difamador, simplista y maniqueo anterior a la era difamadora, simplista y maniquea de los memes: Cliff (el personaje de Allen) monta en su documental sobre Lester imágenes de Benito Mussolini editadas con la voz de su cuñado, y se sonríe ufano y satisfecho al mostrarle a este el resultado. Es despedido inmediatamente, y vuelve a ser un director en paro. Visto ahora desde la distancia, en este momento y lugar de la carrera de Allen, la cosa no deja de tener su doble, paradójica, perversa ironía.

Porque las perversas ironías, amargas, sardónicas e identificables en el mundo real abundan en la filmografía de Allen. Sus películas son un poco la vida, a su manera. Ni que decir tiene que al final de Delitos y faltas el asesino Judah triunfa y el pobre Cliff termina peor que empieza. La película presenta también a un venerable intelectual, Louis Levy (un aparente superviviente del Holocausto concebido como un cruce entre Viktor Frankl y Primo Levi) que tras una vida dedicada a construir una filosofía del optimismo se suicida dejando una nota que es uno de los mejores gags de la carrera de Allen: “He salido por la ventana”. Woody, que a veces cultiva un nihilismo voraz, llevó su mordacidad a tal extremo en esta película que imaginó también a un rabino (representación terrenal de los ojos de Dios que Judah tanto temía en su infancia) que se queda ciego. Dios no ve nuestros actos, parece querer decir. O peor aún: somos tal desastre que ha decidido dejar de mirar. Los únicos “ojos de Dios” que Allen se permitió en esta película son los de su admiradísimo Ingmar Bergman: el director de fotografía es Sven Nykvist, uno de los colaboradores fetiche del sueco.

De hecho Delitos y faltas pertenece al subgénero de películas otoñales de Woody Allen: las realizadas a finales de los ochenta y primeros noventa, filmadas por Nykvist (y alternativamente por Carlo di Palma) en un Nueva York de tonos amarillos, naranjas y ocres. También pertenece a un tiempo en el que Allen, muy alejado de la pereza (cuando no la desidia) de varios de sus trabajos más recientes, entregaba pequeñas joyas barrocas, tan sobrecargadas de destellos de ingenio que soportan varios visionados. Su personaje deja un par de dardos memorables, como cuando dice a su mujer: “Hace ya un año que no quieres acostarte conmigo. Lo recuerdo porque fue un 20 de abril, que es el cumpleaños de Hitler.” O cuando apunta: “La última vez que estuve dentro de una mujer fue cuando visité la Estatua de la Libertad.”

La película fue de hecho escrita y reescrita incansablemente, incluso durante el propio rodaje, pues hubo un tiempo en que Allen se exigía mucho a sí mismo. Varios personajes, tramas e incluso una persecución filmada en Central Park se quedaron en sala de montaje. La propia escena final, en la que la línea argumental de Judah y la de Cliff se unen en el encuentro y la conversación entre ambos en una boda, fue un golpe de suerte: la secuencia original era un diálogo entre Judah y el rabino, pero Sam Waterston, que interpretaba a este último, estaba ocupado en otro rodaje. Nació ahí un broche perfecto, el intercambio de visiones sobre la vida entre el elemento dramático y el cómico de la película, con el primero (Judah) triunfante y sonriente tras el homicidio consumado a espaldas de la justicia y de la policía, satisfecho no de ser decente, sino de parecerlo, y de mantener su imagen de persona recta, filantrópica e intachable; y el segundo (Cliff) derrotado y fatalista, aturdido porque el mundo no termina de devolverle la deuda que (cree que) tiene con él.

Woody Allen dijo en una ocasión sobre Delitos y faltas: “Solamente quería ilustrar, de una manera entretenida, que Dios no existe…” Esta película atea sobre la responsabilidad moral de los hombres en un universo sin Dios cumple treinta años, y pocas veces es vista como el compendio de todos los Allens, como su película de referencia (ese título le suele caer a Annie Hall, a Manhattan o a Hannah y sus hermanas). Pero eso no significa que no lo sea.

Mientras tanto, el presente paréntesis en la carrera del cineasta tiene fecha de fin (en verano viene a rodar otra película en España) pero no parece que vaya a remitir el debate entre los que le creen culpable de las acusaciones de abuso sexual, los que piensan que es inocente y los que por lógica (ninguno de nosotros estaba allí en 1992 para ver qué ocurrió) deberían ser mayoría abrumadora, pero están lejos de serlo: los que no saben. Mientras tanto, bueno es volver a esta película y recordar que en Delitos y faltas no hay un Dios que vea nuestras acciones ni motivos para creer en él, pero en el mundo real son muchos los que creen y dan por cierto lo que nunca han visto. Cuestión de fe.

Adenda: Robert B. Weide, realizador de documentales, biógrafo de Allen y una de las personas que de manera más extensa, informada y argumentada ha escrito en su defensa, reportó recientemente en Twitter el caso de un profesor de periodismo del Brooklyn College que habría usado las acusaciones de abuso sexual al cineasta como base de un interesante experimento para aleccionar a quince de sus alumnos sobre los peligros de los prejuicios y las visiones sesgadas. Los estudiantes solo conocían la entrevista de Dylan Farrow en la CBS. El profesor les hizo leer una carta de Dylan publicada en el New York Times en 2014, la respuesta de Allen en el mismo periódico, una entrevista a su esposa (Soon-Yi Previn) en New York Magazine y la carta de Moses Farrow, hijo de Allen, en defensa de su padre publicada en español en Letras Libres.

Antes del ejercicio los estudiantes albergaban pocas dudas sobre la culpabilidad del cineasta. Al parecer esto cambió radicalmente cuando leyeron toda la información y contrastaron las dos versiones de los hechos. Poco importa, porque tampoco es esa la verdad destilada y depurada, que la mayoría de esos estudiantes de periodismo crea ahora a Allen inocente (trece de ellos así lo creen, o al menos manifiestan serias dudas de su culpabilidad): lo verdaderamente relevante es que todos ellos, sin excepción, afirman que el experimento ha cambiado radicalmente la manera en que leerán y escribirán noticias en el futuro. A veces el mundo real te da estas satisfacciones.

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Iker Zabala es crítico cultural.


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