Gobernar México se está volviendo una labor titánica. El primer problema es un error de interpretación de uno de los principios básicos de la democracia: la mayoría. En México, el imperio de la mayoría implica no el mínimo común denominador de una democracia sino una aberración, un atentado a los derechos de la minoría. En otros sitios, la aprobación de una medida apoyada por la mayoría democráticamente electa es cosa de todos los días; en México es “mayoriteo”, producto no del derecho de una mayoría sino de complicidades sospechosas que dan “albazos”. Es un problema grave porque, al final del día, el consenso desemboca en medias tintas, malos arreglos antes que buenos pleitos.
Y, de ahí, otro de nuestros vicios: la concepción del acto de gobernar no como la ejecución de medidas que mejor convengan al desarrollo del país sino como la búsqueda de la popularidad con los votantes. En México, el gobernante se ha vuelto un Narciso: siempre cuidando su propia imagen para beneficio propio o del partido al que representa. Tomar una decisión impopular, piedra angular del acto de gobierno, se ha vuelto más heroico que cotidiano. El gobierno evita toda medida que implique la menor incomodidad social porque su adopción implicará, de inmediato, una disminución de su activo más preciado: no el buen gobierno sino la buena reputación.
El fondo del problema está en el calendario electoral. En México las campañas nunca terminan. El final de la elección del 2006 fue el principio no sólo de la del 2009 sino del 2012 y todas las intermedias, que son muchas. El asunto es casi cómico. Recuerdo una conversación que tuve, apenas concluida la votación de julio pasado, con un legislador con cierta experiencia. “El Presidente tiene poco tiempo para hacer algo”, me explicó con toda seriedad: “2009 ya se acabó, luego viene el 2010 y hay elecciones en una docena de estados y después viene la grande y nadie le hará caso”. Así, de un plumazo, el senador en cuestión desechó tres años de construcción potencial del país. En su versión, la ventana para “que las cosas transiten” (eufemismo mexicano para gobernar) era de no más de seis meses en toda la segunda mitad del sexenio. Lo peor del caso es que muy temprano, en 2010, la clase política nacional ya le ha dado la razón.
Toda la escaramuza entre el gobierno federal y el PRI en el Senado tiene como intención no el buen gobierno sino la popularidad. En tiempos difíciles los políticos mexicanos prefieren repartir culpas que asumir responsabilidades. La rutina, este aventar de la pelotita incómoda de un lado a otro, es exasperante. Pero es comprensible. Después de todo, dentro de seis meses habrá varios estados en juego en un México particularmente turbulento. Por eso, el Senado está más preocupado con lustrar los colores del partido antes que pensar en cómo sacar del atolladero al país.
Por supuesto, México no está solo en el vicio de la eterna campaña electoral. Estados Unidos tiene elecciones legislativas federales cada dos años. Ese calendario implica problemas mayúsculos también: en años pares, los grandes asuntos dejan de discutirse como por arte de magia. Ese ha sido, hay que decirlo, uno de los grandes obstáculos que ha enfrentado la reforma migratoria, auténtica papa caliente en la política estadunidense. Dentro de poco tiempo, por ejemplo, Barack Obama comenzará a ocuparse sólo de los prospectos demócratas en las elecciones de noviembre, en las que el presidente podría sufrir un revés mayúsculo. Pero aun en un calendario tan apretado como el de Washington, la ventana para gobernar es considerable. Tan sólo durante 2009, Obama consiguió sacar adelante un paquete histórico de estímulo a la economía y una reforma inmensa del sistema de salud. Hasta en la tormenta y el encono, Obama logró gobernar.
México necesita ordenar urgentemente su calendario para ampliar el lapso en el que sea posible negociar sin pensar sólo en las consecuencias electorales. Es un círculo vicioso perfecto: la obcecación monomaniaca con la popularidad para llegar a gobernar deriva en la parálisis del país al que se busca gobernar. Y gobernar un país en ruinas no conviene a nadie, ni siquiera a esos enamorados irredentos del poder que tenemos entre nosotros.
– León Krauze
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.