Para Doroteo (que estuvo a punto de llamarse Diego)
Le voy a Argentina. No de ahora, de siempre. Soy un mexicano que le va a Argentina (salvo cuando juega contra México, obvio). Estos son mis motivos.
México 86 fue mi primer Mundial. Y tuve la suerte de que fuera en mi país. Asistí al Estadio Azteca a ver tres partidos: México contra Paraguay, México contra Bulgaria y Argentina contra Inglaterra. Este último fue conocido como “el partido del siglo” (hay un libro espléndido de Andrés Burgo al respecto). Algo me explicó mi papá sobre las Malvinas. No lo registré muy bien pero sí me quedó claro lo esencial, que había una injusticia y la posibilidad de una revancha. En ese partido Maradona metió, con apenas cuatro minutos de diferencia, sus dos goles más importantes, o al menos los más recordados, el de la “mano de Dios” y el del “barrilete cósmico” –como lo bautizó en su crónica Víctor Hugo Morales–. Yo estuve ahí, los vi con mis propios ojos. Tenía ocho años. Nunca he vuelto a sentir lo que sentí entonces: ese asombro, esa admiración, esa alegría. Más que propiamente un recuerdo del partido, lo que guardo es una nostalgia por la euforia, entre sudorosa y sublime, en la que se convirtió todo aquello. Ese fue mi bautizo futbolístico. Así me enamoré del deporte, con los colores de Argentina y de la mano de Maradona.
Por esas fechas, además, mi mamá salía con un señor argentino que era el director técnico del América. Se llamaba Miguel Ángel, le decían “el zurdo López”. Supongo que estaba tratando de hacer méritos con ella. La cuestión es que un día, durante el Mundial, el zurdo llegó a casa con un regalo para mí: un banderín de la selección argentina firmado por varios jugadores y el director técnico del equipo. Junto a cada firma venía un numerito y en la parte de atrás una lista que registraba meticulosamente el apellido de cada jugador con el numerito correspondiente. Maradona, Valdano, Giusti, Tapia, Olarticoechea, Burruchaga, Cuciuffo, Pumpido, Islas, Bilardo, Ruggeri, Garré, Clausen, Almirón… No, no es que me los haya aprendido de memoria. Las cosas no funcionaron entre mi mamá y el zurdo, pero yo todavía conservo ese banderín. Lo tengo enmarcado en mi recámara. Es la reliquia más preciada de mi niñez, el mejor testimonio de mi dichosa infancia futbolera.
En esa infancia hubo, sin embargo, un trago amargo: el hecho de que por esos años todo México le iba al Real Madrid de Hugo Sánchez y la “quinta del Buitre”, mientras que el equipo de mi familia era el Barcelona. Mis abuelos catalanes migraron a México en la década de 1950 y en su casa no había otra devoción comparable, ni siquiera por la virgen de Montserrat. Crecí viendo los partidos de Hugo, admirando sus goles, aunque siempre consciente de que eran para un irreconciliable rival histórico. En la década de los noventa llegó la racha holandesa de Cruyff y Van Gaal en el banquillo culé. Lo ganaron todo, permitiendo que jubiláramos aquella frase dolorosamente resignada de “con el Barça aunque gane”. Pero entrado el nuevo siglo se acabó esa racha y volvió la sequía, al tiempo que se inauguraba la “era galáctica” del Madrid. Una era de la que, para más INRI, formó parte Figo, un jugador portugués que el presidente madridista, Florentino Pérez, le “bajó” a billetazos a los blaugranas. ¡Qué humillación! Parecía, de pronto, que la emoción de un Barcelona ganador sería tan solo un paréntesis de adolescencia… hasta que apareció en el Nou Camp un muy prometedor jovencito argentino, recién salido de la cantera blaugrana: Lionel Messi. Y con él, el mejor Barcelona de todos los tiempos.
Por eso le hago el aguante a la albiceleste: porque las mayores ilusiones que me ha dado el futbol siempre han tenido que ver, de un modo u otro, con Argentina.
es historiador y analista político.