Debemos festejar

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Entiendo, pero no comparto los argumentos de quienes se oponen a celebrar este 16 de septiembre, (im)postura que tristemente se ha puesto de moda. Alcanzo a distinguir varios tipos de escépticos. Todos sufren de males muy mexicanos, desde la polarización política hasta la ignorancia, el masoquismo y, claro, el derrotismo. Un breve vistazo:

“No voy a festejar porque este es el bicentenario de Calderón y no le voy a hacer el caldo gordo”, me explicaba un radioescucha hace unas semanas. Ésta es, para mí, la más deplorable de las oposiciones a la celebración que se avecina. Dejar que la inquina política secuestre nuestra capacidad de conmemorar con alguna alegría es lamentable. Por lo demás, los festejos del Bicentenario no han sido organizados solo por el gobierno federal. Prácticamente todos los gobiernos locales han hecho sus propios planes, por no hablar de las instituciones académicas y medios de comunicación. A diferencia de las fiestas de 1910, los ciudadanos podrán disfrutar (y quejarse) de incontables celebraciones, diversas y plurales, solo algunas organizadas por el círculo calderonista. Los beneficios políticos no le pertenecerán exclusivamente al PAN. Tampoco los costos, evidentemente.

Pero no solo es eso: los encaprichados que se niegan a celebrar solo por la persona que encabezará la ceremonia del Grito le hacen un flaco favor a la democracia. Basta un ejemplo de otras tierras. En Estados Unidos, en 1976, el presidente Gerald Ford se encargó de celebrar lo que había comenzado a planear Richard Nixon. Sobra decir que, apenas dos años después del Watergate, el mayor escándalo político de la historia estadunidense, el ánimo público estaba lejos de ser el mejor. A nadie se le ocurrió la barbaridad de negarse a celebrar aquel bicentenario por la mala sangre entre demócratas y republicanos. Le tocó a Ford y a otra cosa.

Otro tipo de resistencia aduce la difícil situación por la que atraviesa México. Se dice que a nadie le interesa celebrar cuando no sabe si va a regresar con vida por la noche. Es una posición frívola disfrazada de indignación (por no hablar de la extraña generalización que pretende hacer de México una especie de Somalia). Pero no solo eso: es un argumento ignorante. La situación en 1910 era realmente complicada también (en varios sentidos lo era mucho más). México estaba a solo dos meses de una guerra civil. Y con razón. A los conflictos laborales se sumaban 30 años de dictadura, opresión en el campo y otros muchos agravios sociales. Aún así, el país festejó con gran dignidad y alegría los cien años de su

Independencia.

Pero no solo hay desmemoria histórica. Hay además una injusticia contra todo lo que sí es México y ha logrado México. Está de moda un nihilismo desorientado y depresivo que dicta que, en este país, todo es lo mismo y todo da lo mismo. Son lo mismo los narcotraficantes que el Ejército; lo mismo el Estado mexicano que quien quiere pisotearlo. No es verdad, y ceder a la tentación de difundir esa versión de las cosas es participar en un juego muy peligroso. México es muchas cosas y lo ha sido por más de 200 años. Lo era antes de nuestra generación y lo será después.

Esto último es, creo, parte del problema. La generación a la que le ha tocado vivir este aniversario ha olvidado no solo su propia y natural finitud, sino su lugar en la historia. Padece, me temo, de una especie de narcisismo masoquista. México no es solo el del 2010. Había un México antes y habrá otro en el futuro. Un país con una historia adolorida, llena de cicatrices, pero también virtuosa, vibrante, constructiva. Un país entrañable y sobre todo vivo. Un país que no es una invención sino un lugar y un acontecer; un espacio y un ir y venir muy concretos. Por supuesto, México no merece veneración acrítica, chovinismo. Pero sí merece respeto. Y, si no es mucho pedir, fraternidad y cariño.

– León Krauze

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(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.


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