Si es de día cuando te aproximas por aire a Fiumicino y tienes la suerte de que el ojo de buey de tu zona en la fila 15 dé para el lado correcto de esta historia, podrás asomarte a la playa Ostia, de la que tantas veces has escuchado.
Luego te bajas, el barrullo te absorbe, el deseo de llegar a Roma se impone, entras en un taxi por 40 euros o en un tren por 14 y abandonas ese primer hervor. A esa hora, camino a tu destino, la marca de grasa que dejaste con la punta de la nariz sobre el plástico de la claraboya de la fila 15 es borrada por los limpiadores de aviones antes de que las compuertas sean reabiertas y las sonrisas de la tripulación movilizadas para dar entrada a nuevos viajeros.
Lo menos inteligente que hice al viajar a esta ciudad fue cargar con los Cuentos romanos de Alberto Moravia.
Había comprado ese “ladrillo” de 1957 en una librería de la calle La Palma, en Madrid, pero no había tenido tiempo de leerlo. Lo peor fue que arrastré con él como única compañía para un vuelo trasatlántico con insomnio garantizado. Así que, a mitad del trayecto, cuando todos apagaron sus luces y cerraron los ojos, solo un puesto en la fila 15 daba signos de vida, el del pasajero con la reserva P3SBG, afanado en leerse casi 400 páginas amarillentas sobre las que imprimía con un lapicero subrayados, corchetes y apuntes varios.
Lo peor vino después, cuando llegamos a Roma y –tras los pasos de los personajes de Moravia– me empeñé en plantarme en la Piazza Melozzo da Forli y sobre el puente Garibaldi, por el que transita un tal Rodolfo al salir de prisión; quise detenerme en la Piazzale Flaminio, donde Ágata se ve con Gino, su marido, antes de abandonarlo para siempre; e incluso codicié entrar en el cuarto de la Via Cimarra en el que Milone, el cantante, se quita la vida “donde se cuelga la jaula del canario”. Espiar el lugar de un suicidio, decirse “aquí estuvo la Muerte”, sigue estando entre los más genuinos de los morbos.
Moravia, o sus personajes, se volvían intensos, acuciantes. El problema era que el tiempo se acababa, que había también que dedicar horas a los sitios de antología y a la fotico para Instagram… ¡Quién que es no sucumbe al cliché!
Semejante prurito me recordó mis pasos, hace 25 años, en busca de limallas de la memoria colectiva en el sitio en el que un camión de lavandería impactó el cuerpo de Roland Barthes, en París, casi frente a La Sorbona. O aprovechando que un vecino metía su llave y abría el portón del edificio Río de Janeiro, en la colonia Roma de Ciudad de México, para invadir con descaro adolescente su patio interior y mirar arriba, a sus puertas y balcones interiores, no solo porque allí vivió Sergio Pitol, sino porque justamente por el interior art decódel inmueble con fachada de gótico falso se mueven los personajes de su novela El desfile del amor.
Personajes… somos personajes.
Las más recientes escalas de esta búsqueda tuvieron lugar no hace mucho, una en el cementerio de Cayo Hueso, en busca de la tumba de Juana Borrero; la otra, en Nueva York, ante la fachada del último edificio en el que vivió Reinaldo Arenas. El hambre de novela y la ansiedad atronadora no han mermado en mí, la verdad. Uno es casi siempre el mismo de siempre, aunque no ande por ahí queriéndolo demostrar.
Llegué a Roma tras más de un año sin escribir una línea de presunto valor. ¡Que no hizo falta! ¡Que con vivir bastaba! Desembarqué en esta ciudad que tanta vida ha visto y en la recepción del Hotel dei Boggognoni, mientras alistaban por fin nuestra habitación, me dio por hojear un periódico de un mes atrás que hablaba del proceso de canonización de Carlo Acuti, un adolescente devoto que murió de leucemia en 2006, con apenas 15 años, y a quien el papa Francisco le ha atribuido no uno, sino dos milagros, gracias a sus habilidades informáticas. “Carlo era la respuesta luminosa al lado oscuro de la web”, precisa la madre de quien pudiera convertirse en breve en el primer santo milenial.
Ahí mismo, todavía no sé por qué, di con la historia de Gisella Cardia, una vidente que, el tercer día de cada mes, congrega en contra de la voluntad del Vaticano a cientos de fieles en una colina del Trevignano Romano. Se llama María Giuseppe Scarpulla, pero es conocida como Gisella Cardia. Dicen sus seguidores que la mujer de 54 años posee una estatuilla de la Virgen que llora sangre, que es testigo de apariciones marianas y que hasta consigue la multiplicación de pizzas y de ñoquis. Mientras, sus críticos recuerdan que tres años antes de sus supuestas comunicaciones con el Cielo la señora fue condenada por la “quiebra fraudulenta” de una empresa de producción de cerámicas de la que era administradora.
Esto es Roma, así de sencillo, además de los grafitis, la basura en las calles, las manadas de extranjeros autómatas, el calor del verano, la mantita gris azulada que hay que ponerse en la entrada del Vaticano si llevas shorts o escote, los taxis que no paran sino en sus piqueras, los bebederos de agua fresca, casi helada; las campanadas de las iglesias, la entrada lateral del Palazzetto Zuccari en forma de boca de monstruo, los frescos del claustro del Convento di Santa Maria sopra Minerva, en una esquina de la Piazza della Minerva, a donde entramos tras pagar una “donación”; los vendedores paquistaníes de gorras a 5 euros fabricadas en China, la comida sublime y el hermoso abandono del Trastevere.
Entonces hui, salí loma abajo con mi mapa letrado en mano. Quería dar con el piso en el que vivía y recibía el psicoanalista alemán, judío y junguiano de Natalia Ginzburg; acercarme al apartamento en un edificio de tres pisos que alquila Tom Ripley en Via Imperiale, cerca del Arco de Pincio, tras matar a Dickie Greenleaf en la novela de Patricia Highsmith. Aspiraba a pararme delante de la casa de la Via della Mola Dei Fiorentini, a unos pasos del Tíber, donde murió, olvidado y en silencio, el poeta Sandro Penna; para luego hurgar entre los miles de visitantes del Coliseo en busca del rostro de Cosentino, el militar acosador y esquizoide (tan parecido al Norman Bates de Psicosis) de La cosecha estéril, de Bertolucci.
Para eso, creo, va uno a Roma. Para lo demás está Cancún.
Si madrugas como jubilado curioso o te da la mañana, desasistido, tras una noche de raro jaleo, hay zonas en esta ciudad que te incitan a caminar a solas, siempre a solas, a cargo de tu fardo, con paso altivo, como si al fondo se escuchara el primer acto del Giulio Cesare in Egitto, de Handel. Así de notable puede que te sientas por unos minutos, hasta que clarea en el monte y la turba de turistas domeñados te recuerda que apenas eres un punto sobre un mapa y que tu historia de cuitas e ilusiones deshilachadas no le interesa a nadie. “Roma es grande y nadie te conoce”, asegura un personaje sin nombre de Fellini. “Roma es colectivismo puro”, reafirma otro de Sorrentino, su necesario sosías postmoderno. Y en lo colectivo, bien que lo sabemos, no hay espacio para ti.
En esta ciudad todo es posible, incluso las formas más solapadas de lo kitsch. Roma y Coldplay a las 7:00 a. m. en verano hacen buenas migas. Roma, Coldplay y tres buenas imágenes para Instagram, una mañana, cualquiera de los temas tremebundos de la banda londinense y al amanecer siguiente un one-hit wonder, “I’m not in love”, de 10cc, que tanto sonó en los ochenta y con resaca en los noventa. La cosa es sentirte ungido, con luz y trascendente.
Solo que dos horas después, pasado el momento ontológico del nacimiento del día sobre una ciudad dizque eterna, caes en la certeza de que apenas eres un punto, cáscara de avena, una huella de grasa sobre la claraboya del asiento 15 de un avión entre tantos.
Aun así, todo ser humano debería venir a Roma y tomarse la foto sonriente y de espaldas a la Fontana di Trevi. Los más lerdos y los que creemos que se acordarán de nuestra huella 20 años después de muertos. Ellos, los más básicos, centrados en comer y en gozar, y luego nosotros, los realmente ineptos para entender que la vida es un soplo.
Quiéralo o no, Roma es posiblemente la ciudad más instagrameable, o lo que es lo mismo, la más dejada caer en la batidora de la banalidad y la tontería. Se presta para todas las poses, pero resiste como antes lo hizo con la peste Antonina y las dictaduras. También es la ciudad que más fácil les hace la vida a los aprendices de fotógrafos; sus mármoles, sus columnatas, sus estatuas de hombres desnudos constituyen la mejor materia prima.
“Monumento a Víctor Manuel” –me había aconsejado la artista Miñuca Villaverde desde Barcelona–. “Multitudes frenéticas en las calles. Cruzar sin semáforo es jugarse la vida en esa esquina. Pero Roma bien lo vale”, aclaraba esa mujer vital que tiene 87 años y medio. Su apunte me recordó lo que escribió Patricia Highsmith en su diario, en 1951, sobre esta misma ciudad: “El tráfico embotellado & todo el mundo enfadado & perplejo”.
“Italia es una madre patria aún más grande que España”, sostuvo por WhatsApp antes de mi viaje la fotógrafa Damaris Betancourt, desde Zúrich. “De Roma, todo”, afirmaba y seguía una larga lista, que agradezco.
“No dejes de entrar en Santa María della Vittoria, que está detrás de las termas imperiales, para que veas el éxtasis de Santa Teresa de Bernini”, me dijo la profesora Esther María Hernández desde Barasso, en el puro norte italiano, donde se ha instalado con su esposo.
“No dejes de escuchar a Luigi Tenco”, remataba el escritor Abilio Estévez, que vive en Mallorca. Los cubanos estamos desperdigados por el mundo, no hay duda, y en esta ciudad siempre ha habido muchos.
En Roma, el 17 de mayo de 1969, se quitó la vida con un buche de pastillas Calvert Casey, un escritor cubano ajeno al fervor de las revoluciones al que 40 años después de muerto –tras enroque y cabriola nominal– una actriz porno de senos breves, igualmente nacida en Baltimore, le robó el nombre. Pero esto es lo menos importante, Casey –uno de nuestros mejores escritores menores– tiene su particular panteón en cuatro o cinco lectores. Con eso debería bastar. ¿Para qué más?
Así que también me dio por perseguir los fantasmas de Casey. Una tarde visité su pedazo de calle, la Via di Gesù e Maria, a tres cuadras de la piazza del Popolo, y fotografié las pocas fachadas de los edificios en los que pudo haber vivido y en los que abandonó este mundo. Al día siguiente rastreamos el nicho donde se supone que reposan sus huesos en el Cimitero Comunale Monumentale Campo Verano, hermosamente llamado Cementerio de Verano, como si quienes murieran en invierno tuvieran que ir a parar a otro espacio menos luminoso. Justo al pie de su osario, una ventana a lo ignoto en la que ni siquiera aparece su nombre, le dejé una flor.
Sé que dejé escapar otros sitios en esta ciudad, que me perdí la hoy llamada Roma rooftop y también la que puede verse desde las colinas que la rodean. Asumo que dejé para otro viaje los restos de las murallas aurelianas y la Roma imponente de arquitectura fascista. Me prometo para la próxima ocasión gulusmear en el patio interior y las escaleras del Palazzo Federici, donde se rodó Una giornata particolare, de Ettore Scola, en busca de los efluvios de la Antonietta de Sophia Loren, madre, hembra deseante, esposa fatigada.
Al final, me quedé con ganas de hacer los casi 30 kilómetros que separan a Roma de la playa Ostia, donde mataron a Pasolini. Por Nanni Moretti y otros visitantes, se sabe que aquel es un sitio abandonado, donde cada cierto tiempo erigen o reconstruyen una especie de monolito en memoria del poeta.
¿Qué son 30 kilómetros? La distancia entre el aeropuerto de La Habana y la antigua fábrica de caramelos de Cojímar, otro espacio agreste, abandonado, sin ilusión. El trayecto entre París y Longperrier para venderle unas cajas de tabaco falso a un abogado obeso de apellido Spühler. Los 30 kilómetros entre Quito y Niño Jesús, donde había unos cubanos que se quedaron sin dinero y sin nadie que los socorriera. La distancia entre Elbridge y Syracuse, en cuyo cementerio descansan los restos de Lino Novás Calvo. Cualquier tipo de distancia –ya lo dice Perogrullo– puede en cualquier momento conducir al amor, a la bondad, a la traición, al confort y a la muerte.
30 kilómetros no recorridos por Pier Paolo el 2 de noviembre de 1975 tal vez hubieran significado no ser asesinado. Quién sabe. La muerte del intelectual italiano y la de John F. Kennedy no pueden todavía desprenderse de la aureola santurrona de quien fue mandado a matar desde las alturas del poder. Giuseppe “Pino” Pelosi y Lee Harvey Oswald quedan, pues, irremediablemente en el segundo plano de los figurines y las marionetas.
Fue un domingo, acabo de verificarlo. Pelosi era arrestado al volante del auto de su víctima y poco después la policía rescató el cadáver destrozado del cineasta. Mientras Pasolini moría, a seis horas de diferencia de La Habana, mi madre me preparaba el uniforme, con las medias muy blancas y los zapatos muy negros. Tras prometer ser como un guerrillero argentino, Librada, la maestra de prescolar, nos conducía a su aula, que estaba entre la cantina y la escalera y que tenía un piano despanzurrado al fondo. El futuro era nuestro.
Casi 50 años después, caminamos una fortuna para visitar la trattoria Al Biondo Tevere, en la Via Ostiende, 178, a escasos pies de ese río comatoso que se llama Tíber, donde cenó Pasolini unas horas antes de ser asesinado. El sitio es amplio y tranquilo y tiene una tarja colocada por la municipalidad. En una esquina hay un cuadro enorme en el que Pasolini carga a Pasolini en sus brazos. También hay fotos de Moravia, de Anna Magnani y de otros intelectuales. Los tonnarelli alla carbonara son exquisitos y la simpática camarera no tiene idea de quién fue aquel artista cuyas fotos y recortes de prensa enmarcados atraen a tres o cuatro comensales al año.
De todos modos, me quedé con la ilusión de aparecerme en Ostia.
Uno en la vida siempre se queda con ganas de muchas cosas. ~
(La Habana, 1971) es narrador y ensayista. Autor de "El último día del estornino" (Viento Sur, España, 2011), Cuerpo a diario (Hypermedia, España, 2014), Notas al total (Bokeh, Países Bajos, 2015) y Hotel Singapur (Audere, E.U., 2021), entre otros.