A inicios de 2016, The Washington Post informaba que la policía turca había incautado más de mil 200 chalecos salvavidas en un taller de la ciudad portuaria de Esmirna, punto habitual para la salida de migrantes sirios que todavía se lanzan al mar Egeo en busca de las costas griegas.
De acuerdo con el diario local Hürriyet, no pocas de estas personas que huyen de las bombas se aglomeran en la tercera ciudad del país en espera de una embarcación que los mueva de contrabando. Para creerse más protegidos, adquieren un chaleco salvavidas por el equivalente de unos doce dólares.
Solo que este es falso.
“Estos chalecos están hechos de material de mochila y rellenos de esponja –apuntaba uno de los expertos consultados–, y puesto que la esponja es hidrofílica [absorbente de agua], arrastra a las personas hacia abajo y hace que se ahoguen”.
Al año siguiente, The New York Times se refería al hallazgo de restos de chalecos salvavidas y de fragmentos de poliestireno por parte de una unidad ecuestre de la Patrulla Fronteriza que se interna en áreas de difícil patrullaje en la frontera entre Texas y Tamaulipas. El precio que cobran algunos coyotes por el cruce del Río Bravo puede alcanzar los 5 mil dólares y a veces incluye algo que haga flotar a los migrantes en caso de caída al agua.
Los reportes anteriores pudieran parecer extremos, pero dicen mucho de quienes en todas las épocas se benefician con naturalidad cuando la realidad es un tigre con la cola incendiada.
Habría que preguntarse también de qué maneras, más o menos sutiles, las guerras y las situaciones críticas son favorables para ciertas personas, y con base en qué presupuestos morales esta rentabilidad acomodaticia podría ser explicada.
En 2014, tras el deceso de Frankie Frazer, quien estuvo 42 años en prisión y seguía siendo considerado el delincuente más peligroso del Reino Unido, los obituarios recordaban la manera reiterada en la que se lamentaba: “nunca le perdonaré a Hitler por haberse rendido”. Tal era el alcance de sus atracos mientras los londinenses penaban por la abundancia de apagones y de bombardeos, que para “Mad” Fraser la Segunda Guerra Mundial había constituido un momento de realización.
“La guerra fue el momento más emocionante y rentable que ha habido”, declaró en 2005 en el documental Bad boys of the Blitz. “Duele pensar que Hitler se rindió, porque la guerra fue un paraíso para los delincuentes”.
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Poco después del fin de la Guerra Civil Española, Arturo Barea retrataba en su libro La llama a los miles de madrileños que presenciaban los bombardeos enemigos con una especie de acatamiento y de éxtasis. “Había quienes venían de los barrios lejanos a ver de cerca cómo era un bombardeo y se marchaban contentos y orgullosos con trozos de metralla, todavía calientes, que conservaban como un recuerdo”.
Abundan los ejemplos. En el documental Carrillo comunista, Santiago Carrillo, figura medular de la izquierda española durante sesenta años, relata que con la llegada de las ayudas desde Moscú, los madrileños subían a las azoteas, “sin cubrirse, sin protegerse”, para presenciar los combates entre los aviones soviéticos y los fascistas, y aplaudían cuando uno de estos últimos era derribado.
Pareciera como si las propias víctimas se hicieran de una licencia carnavalesca para contemplar lo atroz, como si contaran con eso que Eugenio Trías llamó una “hipersensibilidad mórbida” que, combinada con la normalización de lo espantoso que cada guerra trae, da lugar incluso a brotes de nostalgia.
“Yo no pasé miedo”, asegura un personaje de Zazie dans le métro, de Louis Malle. “Las bombas inglesas no eran para mí. Las esperaba con los brazos abiertos. Me divertía. Salía a mirar los fuegos artificiales. Un polvorín que estallaba. Una fábrica hecha añicos. En el fondo no teníamos una mala vida.”
Semejante estupefacción ante la belleza asesina no estará exenta de conflicto. En la entrada del 17 de diciembre de 1942 de su diario, André Gide, quien llevaba medio año en Túnez, da cuenta del “asombroso espectáculo” de un bombardeo de las tropas aliadas contra objetivos alemanes.
“Es imposible imaginarse fuegos artificiales más espléndidos”, escribe. “Por temor a perder algo del espectáculo, me había acostado vestido y dormía con un solo ojo. En cada ocasión, saltaba de la cama e iba a la ventana con fuertes latidos en el corazón, no de miedo (reconozco que ya no me importaba mucho la vida), sino de una especie de estupor y horror pánico, de espera hecha a la vez de aprensión y de esperanza”.
Sobre fenómenos naturales esplendorosos y asesinos a la vez, ya lo dijo Trías en Lo bello y lo siniestro: ante un espectáculo que lo supera racionalmente y que le recuerda su pequeñez, el sujeto “se sobrepone al miedo y a la angustia mediante un sentimiento de placer más poderoso”.
Eso sí, tiene que haberse producido un distanciamiento –o al menos cierta condición mediata: las bombas deben estar cayendo a lo lejos y no habernos cercenado un brazo o aniquilado a un hijo– para que experimentemos una combinación de pavor y de admiración ante lo terrible, lo sensacional, lo informe.
Ejemplo de esa visión de espectador falsamente protegido son los diarios de Ernst Jünger durante la ocupación alemana en París.
El 4 de marzo de 1942, a pocas horas de un ataque aéreo aliado contra las instalaciones de Renault que dejaba un balance de quinientos muertos, el escritor y militar alemán escribe: “Aunque han quedado destruidas grandes fábricas y doscientas viviendas, el bombardeo, visto desde nuestro barrio, parecía más bien una iluminación teatral en una función de sombras chinescas”.
El 28 de ese mes la alarma aérea se activa durante una cena con Madame Gould y otros amigos en el Hotel Bristol: “Mientras los aviones dejaban oír su zumbido y los estampidos de los cañones hacían temblar a la ciudad, nosotros bebíamos champán de 1911 sentados alrededor de la lámpara. Éramos pequeños como hormigas. Hablamos de la muerte”.
¿Qué garantía tiene Jünger de que uno de esos aviones no se abrirá de vientre y dejará caer una de sus bombas sobre su cabeza? ¿Qué garantía tiene el fabricante de chalecos falsos en Esmirna de que un día no tendrá que lanzarse a la mar, como cualquier nuevo emigrante, y que, en su desespero, de noche, con olas, habrá de colocarse uno de sus artilugios? Ninguna.
Vista desde arriba, la vida del escritor y capitán de la Wehrmacht se ha precarizado tanto como la de un panadero de París; pero se resiste a la demolición de su Ser y procura que todo gravite alrededor de la búsqueda de lo hermoso. De otra manera no puede vivir.
El 15 de septiembre de 1943, Jünger escucha la alarma aérea y sube a la azotea del hotel Raphaël para presenciar, dice, “una estampa que era terrible y grandiosa a la vez”. Luego piensa en los “centenares y acaso millares de seres humanos” que estarían en otro punto del mapa “asfixiándose, quemándose, desangrándose”.
En eso se destacan estas páginas, en el paralelo continuo, trazado entre lo bárbaro y lo placentero. Jünger es un hedonista que necesita buscarle el lado feliz a la guerra, un nibelungo que se mueve entre estruendos y deportaciones a campos de exterminio, entre una charla con un comandante nazi sobre la historia de Bizancio y una visita al taller de Braque en la que se habla de la relación entre la pintura impresionista y el camuflaje de guerra.
Habrá de producirse un singular mecanismo en la mente humana –el de una necesidad irreductible de belleza, donde quiera que esta se encuentre– para que Gide, Jünger y tantos otros se hayan admirado ante algo tan supuestamente hermoso y tan seguramente siniestro como un bombardeo.
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¿Qué buscan encima de una azotea tanto estos escritores como la gente de a pie a la que se referían Louis Malle, Barea y Carrillo? ¿Qué buscan sino una manera inusitada del provecho? Exactamente lo mismo para Frankie Frazer en el Londres bombardeado y para el dueño de los chalecos falsos, favorecido por las bombas en Siria. No serán mecanismos idénticos, pero sí los une un mismo fin. La felicidad, uno de los grandes temas de la filosofía.
La historia nos ha demostrado que los presupuestos morales suelen ser dúctiles, maleables, y que al final el ser humano les hallará una justificación a sus pulsiones más intrincadas. Parafraseando un dictum que ya es harto manido, el propio Trías se afanaba en recordar que nada de lo inhumano debería sernos ajeno.
Por eso no nos extraña el encogimiento de la razón cuando se trata de la búsqueda sempiterna del provecho personal. Así sucede con el dueño de una funeraria de San Salvador –en un país donde once muertes violentas al día han disparado los negocios de los servicios necrológicos– que vive pendiente de los reportes que un amigo policía le pasa sobre los homicidios en la ciudad…, y hasta con el caballo de James Franco en La balada de Buster Scruggs, que intenta procurarse un poco de hierba, y que a medida que avanza provoca que su dueño, atado de manos y colgado por el cuello a una soga en lo alto de un árbol, empiece a convertirse en un ahorcado. Uno que se procura el placer el de la mirada, el alimento o el dinero, escalones previos a la felicidad– y el otro a punto de perder la vida. O habiéndola ya perdido.
(La Habana, 1971) es narrador y ensayista. Autor de "El último día del estornino" (Viento Sur, España, 2011), Cuerpo a diario (Hypermedia, España, 2014), Notas al total (Bokeh, Países Bajos, 2015) y Hotel Singapur (Audere, E.U., 2021), entre otros.