Pierre Ryckmans

La modestia de Simon Leys

El sinólogo belga (1935 - 2014), admirador y estudioso de George Orwell, fue de los primeros en Occidente en denunciar la Revolución cultural.
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Simon Leys era tímido y pudoroso. Era de aquellas personas que quieren ocupar el menor espacio posible, hablar también lo menos posible, sobre todo si no tienen algo interesante que decir. “Porque nadie está exento de decir sandeces”, hubiera advertido. Es formidable observar todos los esfuerzos que hacía por hundirse en su asiento –como si quisiera encogerse hasta desaparecer– en las contadas apariciones que hizo en televisión, y la conmovedora manera que tenía de mirar hacia abajo al final de cada frase. Esa timidez no era falsa modestia: Simon Leys no soportaba exhibirse, sacar a pasear su ego, exhibir su pequeña vida. Desconfiaba profundamente de lo confesional y lo sincero, de lo que emanaba directamente de él.

Comprendió pronto que la exploración y el conocimiento del yo solamente puede hacerse a la luz del otro. En 1955, cuando todavía no tenía veinte años, realizó un viaje a China que le cambiaría la vida. El eminente sinólogo en ciernes descubrió, maravillado, la lengua, la literatura, el arte y la civilización china. Para Simon Leys, China era la “alteridad absoluta”, aquello que estaba “en el otro polo de la experiencia humana” y que podía, por tanto, hacerle entender mejor nuestra civilización. Asimismo, practicó con fervor la traducción, esa actividad que consiste en salir al encuentro de los otros y dejarse habitar por voces ajenas. Los grandes autores que tradujo fueron su mejor universidad y representaron siempre un desvío necesario hacia sí mismo. En otro orden de cosas, Leys era un gran navegante que no desperdiciaba una ocasión de largar amarras y abandonar tierra firme. Amaba surcar los océanos en velero –el suyo se llamaba Fousheng (“La vida flotante”)– para “ponerse a prueba y conocer su condición” (Hilaire Belloc citado por Leys). En cuanto a su lugar de residencia, no es casualidad que se instalara definitivamente “en las antípodas”, como le gustaba llamar a Australia, a miles de kilómetros de su Bélgica natal. Era un buen lugar desde donde observar el mundo.

La vida de Simon Leys puede leerse como una búsqueda incesante de exterioridad. En uno de sus ensayos, encontramos una elocuente cita del escritor norteamericano Randall Jarrell: “Un buen poeta es alguien que, pasando una vida entera en el exterior expuesto a todas las tormentas, consigue hacerse fulminar cuatro o cinco veces por el rayo”. Simon Leys vivió una vida entera a la intemperie, pues tenía la convicción de que lo verdadero siempre nos viene prestado de fuera.

Tenía especial apego por George Orwell. Lo descubrió de joven y se convirtió a lo largo de los años, a base de relecturas, en uno de sus más grandes expertos. Sin embargo, Leys no era un crítico al uso que hace alarde de sus conocimientos en largos libros para especialistas. Todo lo contrario. Escribía muy poco, pero increíblemente bien. En palabras de Milan Kundera: “El libro de Simon Leys, George Orwell o el horror de la política, es magnífico porque es muy corto, tiene apenas cincuenta páginas, extremadamente densas, y Orwell es explicado ahí con una brevedad, una condensación, con unas fórmulas cuya precisión es realmente hermosa”. La precisión es la virtud de aquellos que han sabido desbrozar hasta quedarse con lo estrictamente necesario. Simon Leys conseguía alcanzar tal grado de precisión por la sencilla razón de que escribía, solo y únicamente, sobre aquello que significaba mucho para él, aquello que provenía de una necesidad personal. Lo demás no merecía ser escrito.

De Orwell admiraba sobre todo lo que acuñó como su “honestidad masiva”, es decir, el hecho de que no hubiera brecha entre el hombre y el escritor: “hay una unidad entre lo que Orwell escribe y lo que es”. Admiraba también su carácter reservado y su “terrible simplicidad”, su valentía para decir alto y fuerte lo que pensaba, su alergia instintiva a las ideologías y dogmatismos, su desconfianza hacia los intelectuales moralizadores, su humanismo despojado de toda idea abstracta. ¿Y qué es lo más llamativo de todo esto? Pues que si uno conoce mínimamente la obra y vida de Simon Leys, se dará cuenta rápidamente de que los rasgos que destaca de George Orwell son aplicables a su propia persona.

A Leys también le fascinaba el hecho de que fuera “el horror de la política” –la indignación que le produjo su participación en la guerra civil española– lo que llevó a Orwell a escribir novelas políticas y denunciar el totalitarismo. Recordemos que Leys, a su vez, se vio obligado a publicar libros de carácter político movido por la indignación: no soportó ver con sus propios ojos las atrocidades del maoísmo –“cadáveres de fusilados, con las manos atadas a la espalda, aparecían cada día en las playas de Hong Kong”– mientras que la prensa oficial francesa y la casi totalidad de los intelectuales de occidente negaban la evidencia y glorificaban el régimen de Mao.

Por otra parte, Orwell era un lector entusiasta del famoso cuento de Andersen El traje nuevo del Emperador –del que pensó hacer “una transposición moderna”– en el que un niño, en medio de una multitud de cortesanos, exclama que el Emperador está desnudo. Para Leys, Orwell era ese niño: “A diferencia de los especialistas cualificados y las eminencias tituladas, él veía lo evidente”. Y ese niño es exactamente lo que encarnó Simon Leys cuando tuvo la valentía de ser uno de los primeros occidentales en denunciar la “Revolución cultural”, en un libro titulado El traje nuevo del presidente Mao. Leys escribió la transposición moderna del cuento de Andersen que Orwell proyectó hacer.

Ya lo habrán entendido: cuando Simon Leys habla de George Orwell, está hablando indirectamente de sí mismo. Se interesó por el carácter belga de Henri Michaux, el destierro de Victor Hugo, la profunda frivolidad de G.K. Chesterton, la experiencia china de André Malraux, la Australia de D.H. Lawrence o la cobardía de los intelectuales parisinos frente a Czesław Miłosz. Simon Leys retrataba a estos grandes artistas –siempre desde perspectivas inesperadas– para mejor conocerse a sí mismo. De alguna manera, su obra crítica funciona como una especie de subterfugio, una estratagema perfecta para un hombre pudoroso que desea manifestar algo de su verdad. Leys solía repetir la frase de Oscar Wilde: “Un hombre es menos auténtico cuando habla por cuenta propia. Dadle una máscara y os dirá la verdad”.

Esta convicción de que lo verdadero viene prestado de fuera no solo tuvo influencia sobre cómo abordaba a los grandes escritores. Se tradujo también en una manera muy específica de escribir: en todos sus ensayos, prólogos, cartas, diarios, entrevistas, discursos, Leys hace un uso masivo de citas. Como si no pudiera armar una reflexión sin el pensamiento de los otros. O mejor dicho, como si fuera demasiado humilde para pretender tener ideas propias, ideas que no hubieran sido formuladas por otros antes que él.

Lo cierto es que la cita, el gesto de incorporar palabras ajenas en un texto propio, es una de las más bellas muestras de gratitud. ¿Para qué reinventar la rueda cuando otros han dicho tan bien lo que uno piensa? Ya decía Georges Perec que nos encaminamos hacia un “arte citacional” que consiste en “tomar como punto de partida lo que fue una culminación para los predecesores”. Simon Leys no hubiera podido estar más de acuerdo. De hecho, bromeaba a menudo diciendo que él era solo “un enano a hombros de gigantes”, haciendo suya la famosa expresión de Isaac Newton, quien, humildemente, justificaba todos sus descubrimientos al trabajo realizado por sus predecesores Copérnico, Galileo y Kepler.

Leys nos previene contra las citas gratuitas, aquellas que se formulan por vanidad, para hacerse el interesante. Una cita puede ser, en cambio, completamente visceral cuando uno siente que en ella se formula una verdad. Su compatriota el escritor y crítico belga Bernard Quirily observó, muy acertadamente, que en los textos de Simon Leys leemos las citas, cosa que no ocurre siempre con otros escritores. Muy a menudo nos saltamos las citas, porque queremos seguir con la demostración y no queremos perder el tiempo en confirmaciones superfluas. No es el caso de Simon Leys. La cita se acopla tan íntimamente con su prosa, nos dice Quirily, que nunca parece un parche, un injerto. Y tiene toda la razón, Simon Leys es un maestro cirujano: la cita cicatriza al instante, el injerto es asimilado y el órgano vuelve a funcionar con mucho más vigor que antes.

Y esto es tan cierto que tenemos la impresión de que las citas dejan de ser citas y se funden con su voz. De hecho, si hiciéramos el ejercicio de vaciar el texto de citas, ya no entenderíamos su sentido, pues Simon Leys encierra en las citas las ideas nucleares de su reflexión. Además, se le da tan bien citar que, por efecto de contagio, sus propias frases adquieren un estilo aforístico, listas para ser utilizadas, a su vez, como citas en textos ajenos. Una escritura que se nutre de citas y las hace proliferar.

Quien retrataba a otros para conocerse a sí mismo, quien pensaba mediante citas, fue un poco más lejos en su búsqueda de exterioridad y acabó por escribir un libro que no contenía ni una línea suya. Hablamos de su original y portátil Ideas ajenas, “recopiladas para el divertimento de los lectores ociosos”. Este librito pertenece a esa categoría que los anglosajones denominan Commonplace Book, esto es, un florilegio de citas que un escritor recopila a lo largo de sus años de lectura.

Ideas ajenas se estructura en torno a temas importantes para su autor. De ahí que encontremos unas copiosas secciones dedicadas al mar –la más extensa–, a la crítica literaria y artística, a la lectura, a la ociosidad y el trabajo, a los viajes, a la soledad y la vejez. La mayoría de las citas provienen de sus escritores de cabecera: Simone Weil, Samuel Johnson, Joseph Conrad, Léon Bloy, Henry David Thoreau, Jean Paulhan, C.S. Lewis, Ralph Waldo Emerson, G.K. Chesterton, Emil Cioran, etc. En cuanto a la portada de la edición francesa, Leys escogió a conciencia un retrato de Erasmo: “Como se pasó la vida sacando el jugo de las ideas de los otros, parecía apropiado poner su admirable retrato por Holbein en la portada de mi libro”.

A diferencia de la mayoría de los Commonplace Book, este no es en absoluto un libro generalista o de “lugares comunes”, pensado para engrosar la sabiduría de los lectores. Por lo contrario, Ideas ajenas se presenta como una obra extremadamente personal que rezuma la personalidad de su autor por todos lados. En la sección “biografía”, leemos una reveladora cita de Valéry Larbaud: “Lo esencial de la vida de un escritor consiste en la lista de los libros que ha leído”. Simon Leys se mostraba escéptico con respecto a las biografías literarias. Creía que la biblioteca de un escritor decía mucho más sobre su vida espiritual que un montón de detalles de vida sin importancia. Dime qué lees y te diré quién eres. En la presentación del libro, Leys escribe:

“Poned una tras otra las páginas que habéis copiado durante vuestras lecturas: este conjunto, que no contiene una línea que os pertenezca, en ocasiones compondrá un mejor retrato de vuestra mente y de vuestra alma. Esos mosaicos de citas se parecen a un collage: todos los elementos son prestados, pero el conjunto forma una imagen original”.

Lo cierto es que este pequeño florilegio de citas refleja claramente el carácter de Simon Leys, sus singularidades, sus gustos, sus actitudes, sus ideas, incluso podemos distinguir sutilmente algunos episodios muy concretos de su vida. No es casualidad que Leys dedicara el libro a la persona que más le conocía, su pareja Hanfang, “a quien todas estas Ideas le resultan familiares desde hace mucho tiempo…”. Queda claro: las ideas ya no eran ajenas, eran familiares, eran ya sus propias ideas. Simon Leys nunca ha sido tanto él como en la voz de los otros y cuanto menos está, más parece estar presente. Ideas ajenas se nos impone como su obra más íntima, una suerte de autobiografía espiritual, una autobiografía que no contiene –paradójicamente– ni una línea suya.

Simon Leys falleció el 11 de agosto de 2014, hacia las dos y media de la madrugada, en un pequeño apartamento de Darling Point, Sydney. Su amigo Pierre Boncenne cuenta que Leys pidió a su familia que lo incineraran y esparcieran sus cenizas, en un hermoso día, en la entrada de la bahía de Sydney, es decir, en el lugar preciso donde empieza el mar que tanto amaba. También pidió que se dijera una oración y que, de vuelta al puerto, se sirviera champán. Su última voluntad fue naturalmente respetada por familia y amigos, pero, además, nos dice Boncenne, “prolongamos estos momentos de emoción con unas lecturas y, en particular, con dos de sus citas favoritas catalogadas en la sección “Mar” del libro Ideas ajenas”. La primera cita era de Baudelaire, la segunda de Conrad. Sin embargo, aquel día, frente al mar inmenso, ambas frases ya no pertenecían exclusivamente a aquellos que las concibieron. Balanceadas por las olas, parecían haber sido escritas por el propio Simon Leys, ese enano que, con toda su admirable modestia, vivió a hombros de gigantes.

 

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Kim Nguyen Baraldi (Bruselas, 1985) es crítico literario. Edita el blog Calle del Orco.


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