Es imposible no sentir la más profunda solidaridad con el propósito de la reciente marcha: el derecho a vivir en paz, en absoluta libertad y seguridad. Es la premisa fundamental de cualquier sociedad civilizada. Y es un derecho que el Estado está obligado a proveer antes que ningún otro. Porque lo cierto es que, más allá de la retórica gubernamental, el Estado (los distintos gobiernos, en este caso) ha fallado. En México no se vive en paz. Basta preguntarle a la gente en Monterrey, en Torreón, en Saltillo, en Michoacán, en Nayarit o en las calles de Durango. La gente vive aterrada en Chihuahua y en Juárez, en Reynosa y la fantasma Ciudad Mier. Y mucho peor en la hermosa sierra duranguense, que de paisaje de innumerables películas se ha vuelto protagonista de su propia tragedia. Javier Sicilia tiene razón: México se nos está yendo de las manos y recuperarlo debe ser el objetivo de una generación. Todos merecemos la paz y exigirla es nuestro derecho y nuestro deber.
Pero este ferviente anhelo de paz por parte de la sociedad debería implicar una obligación no menos fundamental: razonar con claridad y actuar con sensatez y realismo. Al escuchar las consignas que gritaba la multitud durante y al final de la marcha, no pude evitar pensar que, a veces, el dolor obnubila la razón. No podemos permitir que predominen, en este momento crucial, el esquematismo fácil y la ignorancia sobre las verdaderas circunstancias en las que nos encontramos todos.
En los últimos meses he escuchado voces sugerir, por ejemplo, que lo que se necesita es un pacifismo gandhiano, una suerte de resistencia civil que transforme, desde la “no violencia”, nuestro predicamento. Suena lindo, sin duda. Pero la recomendación me parece ingenua. La lucha de Gandhi era —y esto es clave— contra un Estado (el británico) que podrá haber incurrido en los más terribles pecados colonialistas, pero que era —y sigue siendo— democrático y libre. No es cosa menor. ¿Cómo exactamente se “resiste pacíficamente” contra los narcotraficantes? ¿En qué habría consistido la resistencia civil de las mujeres violadas en San Fernando? ¿Y la de los muchachos de Salvarcar?
El estado real de esta coyuntura trágica lo he escuchado en la voz de Julián Le Baron, un hombre valiente y lúcido que ha tratado de encontrar un camino para proteger a los suyos después del horroroso asesinato de su hermano Benjamín (quien, por cierto, fue asesinado precisamente por negarse a pagar un rescate; ejemplo de resistencia admirable pero fútil). A Julián lo he escuchado despotricar contra el gobierno estatal y federal y abogar porque se le permita armarse a los mexicanos. Lo he escuchado describir cómo ha organizado a su comunidad para defenderse de los delincuentes. Y lo he escuchado recordar a Benjamín con la voz entrecortada. Pero jamás lo he escuchado decir que hay que resistir pacíficamente a quienes se llevaron a su hermano e intentaron violar a su cuñada. Para Julián, el pacifismo se ha topado con la realidad de un enemigo que encarna el mal. Un mal, me temo, irreductible.
¿Cómo lidiar de la mejor manera con ese monstruo de mil cabezas? No lo sé. Estoy convencido de que la estrategia del gobierno debe ser debatida y modificada. También estoy seguro de que los candidatos presidenciales tendrán la obligación de explicar detalladamente qué harán con el desastre. Pero también me queda claro que la respuesta no es el pacifismo en su versión más ramplona, así se inspire en casos históricos venerables pero inaplicables a nuestra circunstancia. La respuesta tampoco está, creo, en llamados a renuncias simbólicas. Mucho menos en un Zócalo que, de pronto, comienza a vocear la muerte del Presidente. Eso es estridencia irracional. En la desesperación se comprende, pero hasta ahí. Tras el valiente llamado de Sicilia a mover la conciencia de los mexicanos, la acción que sigue por parte de la sociedad debe fincarse en el realismo, la información y la sensatez. El resto, me temo, suma a la zozobra.
(Fuente de la imagen)
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.