México comienza hoy su participación en la Copa del Mundo del 2022. A juzgar por el ánimo de la afición, parecería que va al matadero. Sugieren los pesimistas que los polacos son imparables, los argentinos dioses y los árabes un balde de agua fría a punto de caer. Aconsejo no atender esos augurios, al menos no si la historia sirve de algo. México es, junto con Brasil, el único equipo en superar la fase de grupos en los últimos siete mundiales consecutivos. La última vez que México perdió su primer partido en una Copa del Mundo fue en 1994. Para encontrar la última vez que México quedó fuera en fase de grupos hay que regresar más de cuatro décadas, a 1978.
Por eso: si la historia sirve de algo, México debe llegar a octavos de final.
Pero la historia no importa para los pesimistas. Y en México sobran. Es más: en México, los pesimistas han llevado su inquina un paso más allá. México debe ser de los pocos países en los que la afición no solo pronostica la derrota de su equipo, sino que, de manera inconfesable, la desea.
Pienso por ejemplo en un partido eliminatorio reciente, contra Panamá. Ocurrió en febrero de este año. México necesitaba ganar. Ya en el segundo tiempo, Diego Lainez cayó en el área y el árbitro marcó penalti, que bastó para un triunfo mexicano. Uno pensaría que la afición mexicana celebraría la decisión arbitral, por polémica que fuera. Pasó lo contrario. En redes sociales y demás, el consenso era de molestia por el penal que le había dado vida al equipo mexicano. Una afición que se indigna por una decisión que beneficia a los suyos. “’Árbitro injusto! ¿Por qué nos favoreces?” De locos. Una de dos: o los aficionados mexicanos son puristas del reglamento o, de alguna manera oscura, se regocijan con las desgracias de su selección.
Sospecho, por desgracia, que hay más de lo segundo que de lo primero. La afición augura lo peor con regocijo. Ataca con saña a los jugadores. Exige tonterías. Reprueba lo que va a pasar en el Mundial sin que haya comenzado a rodar la pelota.
Y es una pena.
Lo es porque, objetivamente, la selección ha estado más cerca de la excelencia que de la decepción. La estadística no miente.
Pero más allá de la discusión de los méritos futbolísticos pasados, desear el fracaso del equipo mexicano supone un egoísmo muy peculiar. Me explico.
La selección mexicana es, tal vez, el único equipo nacional cuya afición está dividida entre dos países. Para los mexicanos que viven en Estados Unidos, el equipo es un vínculo importante y conmovedor con la patria original. Cualquiera que haya estado en un estadio en Estados Unidos viendo jugar a la Selección mexicana sabe que, durante 90 minutos, la camiseta verde no solo remite a México, sino que lo evoca vívidamente. En la tribuna, los aficionados vuelven a México. Gritan, reclaman, se ríen e insultan como lo hacían en el barrio. Son mexicanos entre mexicanos, una vez más. Es algo digno de verse.
Por eso, y por los muchos niños mexicanos que tienen ese vínculo indeleble con la pelota, es que me resulta imposible pensar en una derrota de la Selección. Y mucho menos desear su fracaso. Se necesita tener una especie singular de amargura para ello. Prefiero imaginar que hoy, los seleccionados mexicanos logran domar a la cobra que es el delantero polaco, Lewandowski. Prefiero imaginar que, como han hecho desde hace décadas, encuentran la manera de ganar, a pesar de nuestras carencias, nuestras rencillas y nuestras desconfianzas. Quiero imaginar que les dan una alegría a 120 millones dentro de las fronteras mexicanas y decenas de millones más en Estados Unidos. Lo merecen.
Y si de paso les pintamos de nuevo la cara de payaso a los pesimistas de profesión… ¡pues qué mejor!
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.