A Martín Oyamburu, que vio venir este
tiempo de desconfianza cuando casi nadie lo veía,
pero no pudo convertir su lucidez en fortuna.
La desconfianza y el desconcierto se hacen presentes en los mercados del mundo. El oro y las bolsas suben al unísono en los tableros electrónicos, como si el miedo y la euforia hubieran aprendido a convivir. Es una paradoja que inquieta incluso a los inversionistas más experimentados: ¿cómo puede escalar tan vertiginosamente el activo refugio por excelencia al mismo tiempo que los índices más riesgosos de renta variable alcanzan máximos históricos? La respuesta no está en la inflación ni en el temor a una recesión, como ha sucedido otras veces, sino en algo más profundo y más existencial: la erosión de la fe en el dinero fiduciario, esa invención que alguna vez simbolizó la estabilidad del capitalismo contemporáneo. Millones de jóvenes en todo el planeta descubren que estudiar y trabajar ya no bastan para comprar una casa o formar una familia, que ahorrar es una forma de empobrecerse lentamente y que la idea misma de clase media se ha convertido en una reliquia estadística. La prosperidad ya no se mide en oportunidades, sino en activos; la riqueza, más que una realidad tangible, parece una ilusión contable sostenida por un sistema que flota sobre deudas nacionales que nadie sabe si algún día podrán pagarse.
“Cuando quienes financian tu deuda dejan de creerte, todo empieza a desmoronarse”, advierte Ray Dalio, afamado inversionista y fundador de Bridgewater Associates, el fondo de inversión más grande del mundo. En su libro How countries go broke, Dalio recuerda que “las grandes crisis de deuda son inevitables… a lo largo de la historia, solo unos pocos países verdaderamente disciplinados han logrado evitarlas.” Su advertencia cobra hoy un sentido tangible. Estados Unidos vive sostenido por una contradicción estructural: su papel como emisor de la moneda de reserva mundial le permite endeudarse sin límite, pero ese mismo privilegio está diluyendo el valor de su dinero. Cada año gasta más de lo que produce y cubre el déficit con nueva deuda, que a su vez se monetiza. El resultado es un exceso de liquidez global que infla el precio de todos los activos: las acciones, las viviendas, el oro e incluso las criptomonedas. A simple vista parece prosperidad; en realidad, es una forma sofisticada de devaluación. Los datos son claros: desde 2020, el poder adquisitivo del dólar ha caído más de veinte por ciento, mientras la inflación acumulada supera el veinticinco. En ese mismo lapso, el índice S&P 500 se ha duplicado, pero las viviendas se han encarecido más de cincuenta por ciento y el oro cotiza en niveles no vistos desde los años setenta.
Pero si se cambia la unidad de medida, la historia se invierte. En dólares, el precio de una vivienda promedio en Estados Unidos ha subido más de cincuenta por ciento desde 2020: una casa que entonces costaba 400 mil dólares hoy ronda los 600 mil. Sin embargo, si esa misma casa se valuara en oro, hoy costaría menos que hace cinco años: en 2020 equivalía a unas 220 onzas y ahora bastan unas 190. Y si se expresara en bitcoin, su precio se habría desplomado: aquella casa que valía 40 bitcoins hoy apenas cuesta 8. Lo mismo ocurre con la bolsa: los índices bursátiles parecen en máximos cuando se miden en dólares, pero pierden valor cuando se comparan con otras unidades de referencia (oro, bitcoin y bienes raíces para ser específicos). No es que las casas o las acciones valgan más, sino que el dólar vale menos. Lo que aparenta ser un auge de prosperidad es, en realidad, una devaluación silenciosa del dinero fiduciario.
Esa devaluación progresiva ha pasado inadvertida para la mayoría. Pero algunos inversionistas han buscado refugio en activos alternativos (como oro, bitcoin, bienes raíces o fondos ligados a materias primas). Mientras tanto, los bancos centrales están librando su propia batalla: una acumulación masiva y silenciosa de oro que recuerda a los años más tensos de la Guerra fría. Según el World Gold Council, las compras oficiales superaron las mil toneladas anuales en 2023 y 2024, el ritmo más alto en medio siglo. China, Turquía e India lideran el movimiento, pero lo significativo no son solo los volúmenes, sino el contexto: muchas de estas operaciones se han realizado fuera de los canales tradicionales, con reportes diferidos o incompletos, y varias naciones han comenzado a repatriar sus reservas desde Londres o Nueva York. Es un gesto inequívoco: un retiro de confianza en el orden financiero dominado por el dólar. El oro vuelve a ocupar un lugar central, no como patrón monetario oficial, sino como ancla estratégica. Ya no se trata solo de cuánto se imprime, sino de quién conserva algo que no puede imprimirse.
Se libra entonces una nueva guerra fría, más silenciosa que la anterior, pero no menos decisiva: en ella se redefine el poder global. No se libra con acumulación de armas nucleares, sino con sanciones, monedas y flujos de capital. China, Rusia e India llevan años construyendo su emancipación monetaria, firmando acuerdos bilaterales en yuanes, rublos o rupias, mientras los países del bloque BRICS ensayan la creación de un sistema de pagos alternativo e incluso han discutido la posibilidad de una moneda común respaldada por materias primas. (Esa moneda nunca ha pasado del plano teórico: las diferencias políticas, las asimetrías económicas y los intereses nacionales la mantienen en suspenso.)
En ese vacío simbólico, el oro empieza a ocupar un lugar inesperado. Arabia Saudita –antiguo pilar del “petrodólar”– ha comenzado a vender crudo a China en su propia divisa. Brasil liquida parte de su comercio exterior en yuanes; India paga petróleo ruso en rupias. Cada una de esas transacciones, casi imperceptible por separado, erosiona lentamente la hegemonía del dólar y alimenta la intuición de que el siglo XXI tendrá más de un centro monetario. ¿Cuál será la moneda de reserva del nuevo orden? ¿Algo que aún no tiene nombre, una síntesis entre lo físico y lo digital? ¿O quizás algo respaldado en oro, que por ahora se ha convertido en el lenguaje común de esta transición: no solo un activo de refugio, sino una forma alternativa de poder económico?
Lo que emerge no es un regreso formal al patrón oro, sino algo más sutil: un patrón oro implícito. Ningún país lo ha decretado públicamente, pero todos actúan como si existiera. Los bancos centrales acumulan lingotes con la misma disciplina con que antes compraban bonos del Tesoro estadounidense; los inversionistas institucionales migran hacia metales y activos “reales”; y los gobiernos, en silencio, sustituyen parte de sus reservas de divisas por onzas de oro y otros metales. El oro ha recuperado su antigua función: no la de moneda, sino la de verdad que incomoda. Quizá nunca volvamos al patrón oro tal como existió en el siglo XX, pero el comportamiento global ya lo ha reinstaurado de facto. En un mundo que sospecha de las cifras, de las monedas y de las instituciones que las sostienen, el metal eterno vuelve a ser la unidad mínima de confianza: la medida de lo que aún conserva valor cuando todo lo demás depende de la fe. Incluidas las ganancias bursátiles atribuidas a la inteligencia artificial o al bitcoin, ese activo que no produce nada y cuya promesa de escasez es también una forma –digital– de fe.
El oro fue el refugio del pasado. En 1944, durante la conferencia de Bretton Woods, las potencias vencedoras de la Segunda Guerra Mundial acordaron un nuevo sistema financiero internacional: el dólar sería la moneda de referencia global y estaría respaldada por oro, mientras las demás divisas se anclarían al dólar. Pero en 1971, Estados Unidos suspendió esa convertibilidad, y el mundo abandonó definitivamente el patrón oro y abrazó una nueva promesa: la moneda ya no valía por lo que era, sino porque el Estado decía que valía; su valor dejó de anclarse al oro y pasó a sostenerse en la palabra.
Hoy, ochenta años después, surge otra posibilidad. Las monedas digitales –conocidas como criptomonedas– y la tecnología blockchain (una red descentralizada que registra y valida cada transacción) permiten algo inédito: crear unidades monetarias digitales que pueden fraccionarse, transferirse y liquidarse al instante. A partir de esa lógica, los bancos centrales exploran sus propias versiones del dinero digital, las llamadas CBDC (monedas digitales emitidas por los bancos centrales), que podrían hacer posible el comercio de oro “tokenizado”: cada onza convertida en millones de unidades digitales.
El riesgo es evidente: dividir el oro no lo multiplica. Una onza tokenizada sigue siendo una onza. Pero la innovación consiste en trasladar su valor al terreno de lo digital sin diluirlo, en crear una moneda de reserva que no se deprecie cada vez que un país decide imprimir dinero sin límite, cómo en el caso estadounidense. En este nuevo escenario, el oro podría convertirse en el colateral sobre el que se edifique un “registro de confianza” global, mientras las monedas digitales estatales actuarían como su contabilidad extendida. ¿Será ése el próximo estándar mundial? ¿Una divisa digital respaldada por materia real, infinitamente divisible y con alcance planetario?
El mundo se aproxima al final de un ciclo. La deuda de Estados Unidos supera los treinta y cinco billones de dólares y crece con mayor velocidad que su economía real; sostener su hegemonía financiera exigirá, tarde o temprano, reescribir las reglas del sistema internacional que ella misma impuso. Los expertos discrepan sobre el desenlace: algunos imaginan una transición ordenada –un ajuste gradual hacia un sistema multipolar que reparta el poder monetario entre varias divisas o incluso dé origen a una nueva moneda de reserva global–; otros prevén una pérdida lenta y corrosiva de confianza en el dólar. Pero en lo esencial coinciden: la era del dinero fácil se agota. Ha sido una era de crédito barato para los países desarrollados, de liquidez abundante para los mercados bursátiles y de rescates ilimitados para los grandes capitales, pero no para las clases medias ni para los trabajadores, que han visto cómo su esfuerzo compra cada vez menos.
Para los países en vías de desarrollo, como México, el desafío será adaptarse a un orden en el que la estabilidad no la dicta la política monetaria, sino la capacidad de transformar recursos en valor real y sostenible. La clase media global, que durante décadas creyó que el trabajo bastaba para prosperar, enfrenta la posibilidad de que su aspiración haya sido un espejismo estadístico que duró medio siglo. La historia monetaria avanza en círculos: cada colapso anuncia un renacimiento, pero también deja al descubierto que a veces el valor no es una medida de riqueza, sino de fe. ~
El autor es fundador de News Sensei, un brief diario con todo lo que necesitas para empezar tu día. Engloba inteligencia geopolítica, trends bursátiles y futurología. ¡Suscríbete gratis aquí!