Luego de algunos años de silencio, Luis Humberto Crosthwaite (Tijuana, 1962) publica una nueva novela: Aparta de mí este cáliz. La base argumental es de sobra conocida: un pastiche de la crónica contenida en los Evangelios. El personaje principal, Jesús, narra en primera persona la serie de eventos que culminan con su transfiguración en Mesías y su confrontación con “el pueblo”, multitud cuya sed de milagros y sacrificio es nauseabundamente inagotable. El recurso no es nuevo: lo han empleado autores como Vicente Leñero, José Saramago o Nikos Kazantzakis –por citar únicamente las referencias obvias. Crosthwaite aporta al tema una originalidad que radica no tanto en el ingenio con que adapta los sucesos a la Tijuana contemporánea como, sobre todo, en la peculiar tesitura de su lenguaje: en su capacidad para, integradamente, chapurrear latín, incorporar la grave enunciación de los evangelios originales, reinventar con ritmo gozoso el habla del barrio, o desacralizar sin alharaca las más filosas aristas del dogma:
El apóstol Mateo me ayuda con mi declaración de impuestos. Es un meticuloso contador público que hace hasta lo imposible por lograr una buena deducción. Según él, todo es deducible, incluso la vida misma. Tiene un portafolio de donde saca libros y libretas cuadriculadas con hojas de color verde. Hace preguntas indiscretas que trato de responder con la mayor sinceridad posible.
apóstol: ¿Cuántos hijos tiene, rabí?
jesús: Cero.
apóstol: ¿Seguro?
Crosthwaite prescinde de la gravedad filosófica, del lugar común filomarxista, de la tragedia psicológica: su preocupación es construir un lenguaje a caballo entre la estética surrealista, la parodia a los discursos de las democracias judeocristianas, y los disímiles estratos del habla del presente. En este sentido, Aparta de mí este cáliz linda con la más impura poesía latinoamericana: la de Augusto de Campos, la de Néstor Perlongher, la de Osvaldo y Leónidas Lamborghini.
Crosthwaite toma una decisión sutil pero brillante, decisiva en el plano de la anécdota: contravenir a diestra y siniestra (a diferencia de Leñero, Saramago o Kazantzakis) las cúspides iconográficas del relato bíblico. Así, aunque el personaje es Jesús y tiene apóstoles y predica entre la muchedumbre e incluso resucita a Lázaro, no morirá en la cruz ni recuerda haber pronunciado el sermón de la montaña ni tiene a romanos y fariseos como sus principales antagonistas. Este Jesús es más bien un ídolo pop, un líder post-sindical, un miembro del partido, un hombre común y corriente que ha sido asaltado por la más sublime probabilidad demagógica: la de llegar a ser elegido como El Verdadero Redentor. No es, por supuesto, el único candidato; la Salvación ha caído tan bajo en el ámbito de realidad en que el relato transcurre (un ámbito, diré de paso, no muy distinto al nuestro) que cualquier cínico cazafortunas se cree digno de ser mesías o presidente de la república (o director del Cecut).
El sueño es un factor fundamental dentro de la novela, la cual arranca ni más ni menos que con esta línea: “Soñé que era Jesucristo y la besaba a usted.” Este enunciado contiene ya el leitmotiv y el punto de vista que darán cauce al relato. Jesús es, ante todo, un Cristo carnalmente enamorado: aunque no hay citas textuales, el ritmo de toda la primera página del libro es una inequívoca ofrenda en el altar del bolero.
Jesús es también un hombre que, en algún momento de su vida, ha sido encarcelado por un crimen estúpido y sin sentido: el asesinato de El Pequeño, un joven que solía tratarlo con especial deferencia –probablemente debido a la semejanza física de Jesús con El Hermano, hermano mayor de El Pequeño e invisible antagonista a lo largo de la novela. Desde “el encierro”, Jesús acometerá la narración de dos sueños recurrentes: en uno de ellos cae de manera interminable desde una barda (referencia a la manera en que él mismo ha asesinado al Pequeño, lanzándolo –por causa de una discusión futbolera– desde un tercer piso); en el otro, que es el campo de acción de la mayor parte de la historia, Jesús sueña que es Jesucristo y besa a una mujer a la que le habla de usted. Sin embargo, y lejos de ser fiel a su amor onírico-platónico, la profunda carnalidad erótica de este Jesús fronterizo se canaliza también a través de Hortensia, una joven sirvienta aportada al rabí por la multitud que lo venera.
Los planos narrativos construidos por Crosthwaite en Aparta de mí este cáliz son de una sencillez engañosa. Jesús (en una suerte de homenaje a “La noche bocarriba”, de Cortázar) parece estar dormido en su prisión, junto a Lázaro, mientras el relato transcurre; al menos eso da a entender una de las escenas culminantes del libro. Esta acción (soñar) deviene juego de espejos, creando sucesivos planos argumentales. En el primero y más superficial, Jesús es simplemente un presidiario que duerme. En el segundo, Jesús le habla entre sueños a una mujer a la que desea besar (no sabe bien a bien quién es ella: su identidad ya se había difuminado cuando el sueño comenzó), y le describe a dream within a dream. En este tercer plano (el sueño dentro del sueño), Jesús es el hijo pródigo que vuelve a casa tras cumplir su sentencia, sólo para ver cómo la modernidad ha devastado su barrio convirtiéndolo en una colmena de Oxxos y gasolineras (esta zona particular del relato es un emotivo homenaje al Saico, personaje principal de El gran pretender, uno de los primeros libros de Crosthwaite). En un segmento consecutivo al anterior, Jesús es el Mesías, líder de los apóstoles y los muchachos, salvo que no conoce a los apóstoles ni recuerda haber estado con ellos en Galilea: todo eso ya había sucedido –de nuevo– cuando el sueño comenzó; por eso su confianza se centra en “los muchachos”, nuevos cholos de su barrio y brazo armado de su séquito. Finalmente, en un plano que opera como contrapunto del relato bíblico, Jesús sueña que cae: cae sin cesar hacia el interior de su(s) sueño(s) junto a otras personas, otros soñadores que caen también y, a lo largo del descenso, conversan animadamente acerca de los sucesos que vienen imaginando.
Si bien la técnica narrativa es compleja hasta el borde de la tautología, el autor la ha desarrollado mediante una prosa de cepa kafkiana: más que externar sesudas reflexiones en torno a su múltiple irrealidad, las capas que conforman el relato se superponen con una lógica inexorable, natural, paranoide y, por supuesto, divertidísima.
Todos los libros que Crosthwaite ha publicado hasta ahora llaman a la risa. Todos, asimismo, contienen un acerado hilo de tristeza, violencia y desasosiego. Esta nueva novela no es una excepción. Por añadidura, Crosthwaite logra aquí un nivel de prosodia que supera a mi juicio la dicción de sus relatos anteriores, y cuya cercanía estética con algunos poetas mexicanos nacidos en los setenta y ochenta –desde Luis Felipe Fabre hasta Sergio Ernesto Ríos, desde Pedro Guzmán hasta Maricela Guerrero– me resulta evidente. Aparta de mí este cáliz es una novela para precristianos y ateos, para tradicionalistas y posmos, para cínicos y paranoicos: para todos aquellos que aún conservan su alma. Es una historia vuelta a contar: algo que los lectores más infantiles o viscerales apreciamos sin medida. Pero es también una mirada impía sobre las relaciones entre la economía espiritual y la economía política: un tema acerca del cual muchos ciudadanos quisiéramos debatir el día de hoy. ~
(Acapulco, 1971) es poeta y narrador, autor de libros como Canción de tumba (2011), Las azules baladas (vienen del sueño) (2014) y Tráiganme la cabeza de Quentin Tarantino (2017). En 2022 ganó el Premio Internacional de Poesía Ramón López Velarde.