Cuadernos de viaje, de Julieta Campos

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Las variaciones térmicas de estos Cuadernos de viaje en parte se deben a los distintos soles que iluminan el libro de Julieta Campos (La Habana, 1932 – ciudad de México, 2007). En efecto, ella nos expone sucesivamente al “sol suave, afectuoso” del verano ruso; al “sol almizclado” de una terraza en Santillana del Mar; al “sol todavía muy dulce, nada agresivo” de Tetecala en noviembre; al “sol finísimo” de las alturas de Granada; a “un rayo de sol amable y protector” en Almagro; a “un sol calcinante” en Lisboa; al “juego tibio y cariñoso” del sol de Numancia, y al “sol irritante” de su Habana nativa. Además de los astros con adjetivos afectivos, estos Cuadernos registran dos clases de viaje: el turístico, una “invención diabólica” que Julieta Campos repele y tan sólo sirve de pretexto para el otro periplo, más acorde con su temple sensual y reflexivo: el viaje interior, “a la merced de un péndulo que oscila entre razones y pasiones”. Hasta cabe dudar si estos Cuadernos obedecen exclusivamente a las leyes del movimiento; bien podrían ser los fragmentos de un diario, comenzado al favor de un viaje pero prolongado durante las pausas, sin distingo de géneros, puesto que las fronteras se desvanecen cruzándose, sin más pasaporte que unas hojas en blanco.

“Uno viaja porque no acaba de renunciar a aquella ilusión de la infancia, la de atribuir a ciertos espacios físicos las cualidades de los espacios imaginarios”, escribe Julieta Campos en un vuelo entre París y Madrid. Semejante concepción le hace concluir, por ejemplo, que la Viena imaginaria de Freud, Klimt y Mahler era más pletórica que la Viena real de 1992, y que el San Sebastián actual no tiene el encanto entrevisto en los sueños de su madre, es decir, mediante revistas e imágenes guardadas en un baúl de la casa cubana.

Ciertamente, a través de sus crónicas, Campos propone una poética del viaje o, mejor dicho, una nostalgia de los viajes de antes, sin prisas, con largas etapas y estancias reposadas en un mismo lugar, para no quedarse “sólo con el paisaje y encimando los cuadros, las piezas de los museos, las fachadas de los edificios y, en el mejor de los casos, los pueblitos al borde de las carreteras cuando los hay, porque en las autopistas ni siquiera eso”. Sin embargo, es buena observadora y, sobre todo, una espléndida escritora de paisajes, peripecias y personalidades; es la única condición que nos hace tolerar los relatos ajenos de viaje, porque nos dan la ilusión de mejorar la memoria de los descubrimientos compartidos. Así, volví a sentir con ella “los olivos que, a esta hora, son un plumaje encrespado y gris sobre el verde tierno de la pradera”; volví a saborear “una efímera espuma de fresa” en el restaurante Botafumeiro de Barcelona; volví a ver Lima a través de sus palabras: “La melancolía le es consustancial y acentúa su aire de vieja dama que transmite sin proponérselo la memoria íntima de un porte ya hace tiempo disminuido y de una juventud discretamente pecadora”; recordé mi propia fantasía de una tarde en la Plaza de Oriente de Madrid –“busco las buhardillas de esos edificios bonitos que rodean la Plaza. Tengo la fantasía de que una de esas ventanitas pudiera ser mía”– y un mismo conato de discusión con Gisèle Halimi por su incomprensión de México y “sus esquemas sobre ‘La Mujer’, ese ente convencional que han inventado las feministas”; y me sumergí, en Viena, en el mismo “baño de tina larguísimo, entre espumas con olor a pino” para recoger tanta dispersión y encontrarme conmigo misma. Compartí su manera de calar a Mario Vargas Llosa en la campaña presidencial de 1989: “mientras se manifiesta contra los líderes carismáticos –aludiendo a Alan García– él mismo está imbuido de cierto mesianismo, que cultivan los que le son cercanos”, pero no pude dejar de ironizar sobre su posterior relación con López Obrador, que cojea del mismo pie mesiánico. Me divirtió la pregunta que, ya en 1990, Campos se hacía acerca del recién conocido José Saramago: “Me pregunto si Saramago vive en ese piso diminuto, con tanta economía de espacio, porque realmente no puede vivir en otra parte o por reticencias de una ideología que no se resigna a renunciar a viejos esquemas.” Y se me hizo muy pertinente la observación sobre La Habana restaurada por Eusebio Leal: “El precio que ha pagado Eusebio Leal para que le permitieran armar la preciosa escenografía de la Habana Vieja ha sido aceptar que nadie la habite sino los espíritus […] El perímetro rescatado se mantiene artificialmente incontaminado por las carencias cotidianas de los habaneros de carne y hueso.”

Pero la parte medular de este libro póstumo, aunque todavía editado por la autora, no es en rigor un viaje sino una estancia en Madrid, de 1990 a 1991, cuando su esposo, Enrique González Pedrero, fue designado embajador de México en España. A un paso de la Residencia de Estudiantes de Madrid, histórico símbolo de la hospitalidad poética, está la embrujada residencia mexicana que Julieta Campos se empeñaba en “hermosear”, como le decía Alejandro Rossi, mientras esta se resistía a la sal en los rincones y al incienso en cada recinto, en pocas palabras, a las recetas mágicas que la racionalidad de la embajadora admitía sin demasiadas reticencias cuando algo inexplicable invadía su espacio vital. Al estilo de la condesa Calderón de la Barca y como si ahora el viejo mundo fuera un exótico espejo, Julieta Campos se preguntaba acerca de los interiores españoles: “¿Los españoles prefieren la calle porque nunca supieron hacer confortables sus interiores o no buscaron el confort de los interiores porque preferían vivir en la calle?”

En rigor, en esos años, el viaje más extraño de Julieta Campos fue al planeta de las esposas de diplomáticos. “¿Quién soy yo en este momento? ¿Quién se supone que soy?”, reitera a lo largo de un exilio más doloroso que el que la separó de su tierra nativa: el exilio de uno mismo, cuando nos sentimos fuera de lugar en nuestra propia alma. “El tiempo se me ha escurrido, ocioso, entre los dedos y soy menos yo que hace tres meses”, se queja ante las obligaciones mundanas y la falta de disponibilidad para escribir su obra. ¿Cuál habrá sido su reacción cuando recibió el catálogo de los cursos de cultura española para esposas de diplomáticos? La imagino viajando de la ira al desaliento con un boleto redondo de indignación en mano, sin escalas en las islas del humor. Y no obstante, pese a haber declarado en un principio que “no tener que fingir que Madrid me gusta es un maravilloso alivio”, cuando llega la noticia del pronto regreso a México, comienza a empollar una nostalgia por la capital ibérica que pretende apropiarse a fuerza de caminatas y banquetes.

Esta ambigüedad no es la única sorpresa que depara el volumen, esta manera de autobiografía que siempre resulta ser un viaje. Se descubre a una Julieta Campos llorando en el cementerio judío de Praga, pero con los ojos casi secos durante un breve viaje de 1977 a Cuba, así como a una inimaginable (al menos para mí) Julieta Campos en pleno fervor patriótico: “Enrique ha izado la bandera en el jardín y todos hemos cantado el himno, yo con excesiva emoción quizás.” Leemos con cierto azoro el relato de una comunión en la ciudad de Córdoba: “La comunión me devolvió un sentimiento muy remoto que se me había perdido, me reconcilió con el pasado, con el mundo de mamá.” Pero la ambigüedad mayor reside en una progresiva pérdida de un centro territorial: ni Cuba, ni México, ni Francia, ni parte alguna del mundo se le antojaban propicios para anclar o, al menos, para representar el origen en el imaginario de la escritora. Entonces, como en sus novelas, Julieta Campos construía islas ficticias, se abandonaba a su “vieja tendencia a encerrar(se) en una simbiosis con E.”, en el “nosotros” narrador más frecuente que el “yo”; se refugiaba en Tetecala para escribir o en los cuartos de hotel “tan perfectamente cobijantes, abullonados, acariciadores” que un océano entero cabía en una tina de baño. ~

 

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