El esmalte del mundo, de Fabienne Bradu

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Como campo de batalla, en una novela pueden campear lo vivido y lo libresco con legitimidad. Sin embargo, lo libresco suele sacar púas ante la narrativa genuina, pues o se habla de libros o de la vida, como si la de los libros fuera una vida si no prestada, al menos secundaria: materia de la crítica mas no de la novela. Con todo, en esta época de entrecruzamientos vitales –interdisciplinas, diría la academia–, valientes saldríamos si rechazamos de entrada una novela tan alimentada en las citas librescas como en los lances vividos.

Muy pronto, Fabienne Bradu, en su segunda novela, El esmalte del mundo, da cuenta narrativamente de que sus propias lecturas, incluidas como parte de la conformación de la protagonista, poseen la misma vitalidad que sus vivencias. Materia de ficción, ambas líneas se retroalimentan para completar un aspecto de la realidad, un ejemplo de la visión del mundo que Bradu transfiere a su novela. De hecho, la autora va más lejos en este cotejo, y a la larga, hermana la fidelidad amatoria entre un hombre y una mujer –y su referente obligado: el riesgo latente o patente de la infidelidad– con la fidelidad/infidelidad a ciertos autores preferidos.

Y aún más, en esta novela comparten la misma jerarquía de cosa vivida, rematando los entrecruzamientos de la trama, los sueños y las revelaciones al lado de las vivencias y las lecturas. La inteligencia imaginativa echada a andar por sobre la “reserva dogmática de aguas canalizadas y garantizadas” que impiden el surgimiento de intuiciones nuevas ante cuentos y leyendas antiguos, no se sustrae en El esmalte del mundo a las posibilidades de explicar las coincidencias cotidianas a partir de la reencarnación de las almas.

El periplo vital de la protagonista de El esmalte del mundo consiste en un segundo viaje a la India. Que sea el segundo –de acuerdo con la historia del personaje de ribetes autobiográficos– es la forma externa del viaje trascendental que sufre como una revelación erótica relacionada con el karma. Como en su primera novela (El amante japonés, Planeta, 2002), Bradu vuelve a echar mano de las impresiones de viaje para construir una ficción en la que los afluentes del erotismo bañan la trama y confluyen en el centro de la historia. Si en El amante japonés hay detenidas descripciones gráficas del sexo, en El esmalte del mundo la autora acentúa la seducción y el deseo; perdura, también, el aprovechamiento de la brecha entre una mentalidad occidental que se enfrenta, dispuesta a deslumbrarse, a las pautas de una cultura oriental.

La historia arranca con el encuentro de la protagonista con Kandarpa, un bello varón cuyos modales lo sitúan en el límite paradójico entre la vitalidad quieta de las estatuas indias y la quietud vital de los hombres concientes de su reencarnación. El diálogo inicial plantea de lleno la inquietud que disparará la trama como quien prende la llama de una vela que, discretamente, puede durar mil años encendida. A continuación, la autora comienza a desgranar anécdotas, impresiones, reflexiones, recuerdos, citas de otros autores acerca de sus respectivos viajes a la India o de sus interpretaciones de la mitología del Subcontinente que, al principio, dejan al lector en vilo narrativo para que a sus anchas ate los cabos de una trama que por momentos parece diluirse. Sin embargo, a través de asombros que la autora pone en boca de su protagonista, tornándolos seductores y compartibles, los afluentes se fortalecen y retoman el cauce primordial.

Así, por ejemplo, el tema de las estatuas, que arranca con un poema recitado por Kandarpa y que atraviesa por testimonios que revelan la ambigüedad de ciertas sonrisas de los rostros robados a las piedras esculpidas por ilusionistas antiguos, más tarde apuntalados por citas de viajeros escritores cuya ruta fluye paralela a la recorrida por la protagonista –que narra en primera persona. Así, también, las historias vivificadas por ésta que actualizan las actitudes y misteriosos designios de los dioses, como Kali, patrona de Kandarpa y agente divino de la confusión entre los personajes de esta novela afectados por el karma, cuyo idilio en modo alguno termina con la reunión carnal de los amantes, pues en realidad se trata de un triángulo transhistórico.

Parecería que la distancia que la protagonista desea guardar halla asideros en las citas de distintos autores –Ka de Roberto Calasso, acusadamente hacia el final–, y que las motivaciones de los personajes principales obedecen a una escenificación o articulación de interpretaciones de los mitos de los autores leídos. Pero no ocurre así. El tejido sutil que espera ser revelado no está en lo anecdótico, sino en el íntimo proceso de dibujar, delimitar al menos, la llama de la veladora, posiblemente encendida para siempre, que seríamos en el mundo.

Más que por la trama y su resolución narrativa –que, a fin de cuentas, no pasaría de ser un ligue justificado por el llamado del karma, por cierto, perfectamente previsto como una opción–, El esmalte del mundo vale por la actitud, por su apuesta hacia el deleite a través de la intuición creativa y de la inteligencia imaginativa que trenza sólidamente la vivencia, la fe en la revelación y los sueños, y la libertad que permite dejarse bañar, a través de la lectura, por las aguas unificadoras de los mitos. ~

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