Adriana Malvido
El joven Orozco. Cartas de amor a una niña
México, Lumen/Proceso, 2010, 420 pp.
Hacia el final del libro, Adriana Malvido comenta: “Cuando terminé, el mayor misterio seguía sin resolverse: ¿en realidad, por qué nunca viajó el pintor a Sombrerete para ver a Refugio si la deseaba tanto?” La autora encuentra la respuesta en Amos Oz: “El único modo de mantener un sueño perfecto es no realizarlo jamás.”
Oz tiene (prácticamente) razón. Los sueños perfectos no existen. Si existiesen, ni Freud, ni los divanes, ni el amor o el desamor, ni algunos episodios de la literatura tendrían lugar. Malvido, en cambio, yerra un poco. Su fino bisturí logró desentrañar algunos recovecos de los sueños de José Clemente Orozco y de Refugio, su amada. En El joven Orozco. Cartas de amor a una niña, los sueños nunca acaban: el deseo del pintor y de la autora son insaciables.
Mirar y escarbar hacia atrás tiene ventajas. Quien lo hace interpreta de acuerdo a la idea que se forja tras estudiar lugares y personas pasadas. Ese escrutinio exige concatenar hechos, desmenuzar documentos, hurgar recintos y explorar lo que dicen y callan libros y periódicos. Para tender ese tipo de puentes se requiere imaginación y audacia.
La sagacidad de Malvido consistió en tejer la urdimbre de El joven Orozco a partir de 465 cartas inéditas de un Orozco de veintiséis años dirigidas a Refugio Castillo, una niña de apenas doce. La correspondencia se extendió entre 1909 y 1921 –lamentablemente, las misivas de Refugio se extraviaron. Orozco, profundamente enamorado, le escribió “prácticamente todas las noches”.
Malvido leyó las cartas en su diván, reconstruyó el tiempo e imaginó las respuestas de Refugio. El libro diseca un capítulo de la biografía del gran muralista que había permanecido hasta ahora desconocido: su amor por una niña. Malvido entreteje la historia de una pasión en el contexto histórico del México revolucionario. Los acontecimientos sociales, políticos y artísticos, así como incontables viñetas de la vida y el quehacer cotidiano de la ciudad de México durante la Revolución, se entremezclan con las cartas de Orozco, quien se convierte en una suerte de cronista. Escribe sobre el transporte y las calles y la cultura, habla acerca de sus “caricaturas políticas”, de huelgas y del teatro, de San Carlos y de un sinfín de detalles cuyo leitmotiv es siempre Refugio: esa mujer receptora de un amor peculiar, cuya vena jamás decayó a lo largo del tiempo que se mantuvo viva la correspondencia.
Orozco reflexiona sobre la realidad de su México, mezclándola con su pasión por Refugio. Demoniza el ámbito académico: “Mi escuela es tan chistosa que ni el secretario ni el director saben cuándo abren las clases… voy a trabajar de muy distinta manera y a tratar de ya no necesitar después de la escuela.” Retrata Coyoacán, bálsamo magnífico en la vida del pintor: “Tengo verdadero alboroto por plantar muchos rosales; el tiempo de plantarlos es enero, cuando baja la savia… Aquí en Coyoacán hay tanta variedad de rosas que ni te imaginas.” Sabe burlarse: “Después entró el director de la escuela, un barrigonzote que pesa 349,500 kilogramos (cuando lo maten dizque se van a surtir de manteca todas las tocinerías de México).” Habla de la Revolución: “México estaba horrible durante la Revolución, no había trenes, ni luz, ni comercio… en los primeros días había tantos cadáveres en descomposición que tuvieron que quemarlos en plena calle como si fueran basura.”
Las cartas exaltan su amor por Cuca, su Cuquita. “¿Quieres mi vida como ofrenda de amor? ¡Me la quito enseguida, te lo juro!”; “Vivo recordándote y acariciándote con la imaginación, vivo de recuerdos tuyos alimentando la vaga esperanza de volverte a ver aunque no sea sino para caer muerto a tus pies”; “Hoy, como el primer día, te amo con un poder infinito. Dime, ¿tú también me amas como el primer día, cuando anhelosamente se buscaban nuestros ojos y nuestros corazones?”; “Amor mío, desde ayer que recibí tu bendita imagen no he hecho otra cosa que estarte contemplando y llevando a mis labios la pequeñita imagen de mi vida misma”…
Orozco era muy afecto al género epistolario. En 1987, Editorial Era publicó Cartas a Margarita, su esposa. En la correspondencia con Refugio, el pintor se entrega, se desnuda. Las cartas no están fechadas. Malvido ordena y desmenuza algunas facetas del artista-artista, del artista-humano y del artista enamorado. Estas cartas recuerdan el “amor verdadero”. El pintor enamorado invierte el tiempo necesario para expresar sus emociones. Las cartas son un collage: palabras con dibujos en blanco y negro, imágenes a color y viñetas “donde quepan”; pintaa Refugio con sus cinco gallinas y su perro “Gordito”. Orozco se vierte por completo, escribe para contar su amor y alimentar su deseo. La correspondencia lo humaniza.
Gracias a Malvido, El joven Orozco invita a soñar cuando vemos cómo se tejen y destejen sus pasiones más íntimas. Como si fuera una novela, nos cuenta la vida de México y la larga vida de un amor epistolar. Los dibujos, hasta ahora también inéditos, embellecen el libro.
Pero Refugio no fue solo musa. Fue necesidad y obsesión. Todos los estados de ánimo –emoción, tristeza, dolor, melancolía, humor– concurren en las cartas. La autora se internó en ellas y las concatenó con elegancia. Quizás por eso se atreve a pensar y a escribir lo que Refugio sentía, o incluso, a convertirse en una suerte de Cuca. Tocada por la belleza de las cartas, Malvido se desdobla. En ocasiones narra, atrapada por la pasión epistolar, como Adriana; en ocasiones responde, arropada por la imaginación, como Cuca. En El joven Orozco, Malvido tiñe el amor de Orozco gracias a los sueños de Refugio. Quizá Orozco nunca se apersonó en Sombrerete para no liquidar su sueño. ~
(ciudad de México, 1951) es médico clínico, escritor y profesor de la UNAM. Sus libros más recientes son Apología del lápiz (con Vicente Rojo) y Cuando la muerte se aproxima.