El sustrato cultural de la violencia de género (Literatura, arte, cine y videojuegos), de Ángeles de la Concha (coord.)

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Uno de los principales logros del movimiento feminista ha sido convertir en problema –en algo visible, analizable, necesitado de combatirse con políticas públicas– un fenómeno que hasta entonces parecía “natural”, inevitable y privado: la violencia contra las mujeres. Los antiguos “crímenes pasionales” que se publicaban, si acaso, en forma de “suelto” en  la sección Sucesos, se llaman ahora feminicidios o violencia de género, se contabilizan e interpretan como un fenómeno global y son objeto de un gran despliegue de medidas, ley ad hoc incluida (en España), a fin de erradicarlos. No es fácil: en nuestro país mueren, siguen muriendo, todos los años, 50 o 60 mujeres a manos de sus parejas o ex parejas. Las características recurrentes de estos asesinatos –los asesinos son siempre varones, las víctimas mujeres, y su delito, intentar escapar al poder que sobre ellas se arroga el hombre: es frecuente que estuvieran en trámites de separación– los convierten en un fenómeno político: puede hablarse de un terrorismo doméstico, tan mortífero como lo fue el de eta en sus mejores tiempos. Y al igual que en ese caso, no se trata del mero desvarío de unos cuantos dementes, sino del fruto más extremo de un árbol con hondas raíces. En el caso que nos ocupa, una sociedad que ejerce, legitima y “naturaliza” la violencia contra las mujeres.

No hará falta decir más para explicar la necesidad de un libro como este.  Tomando como punto de partida teórico, entre otros, a Foucault, Bourdieu o Judith Butler,  El sustrato cultural de la violencia de género analiza, en diez capítulos debidos a otras tantas autoras y autores,  una amplia gama de manifestaciones culturales, examinando cómo se representa en ellas la violencia en las relaciones personales. Son especialmente brillantes –como era de esperar, a juzgar por otros libros o artículos suyos que llevamos leídos en los últimos años– las contribuciones de Mercedes Bengoechea (poesía amorosa), Juan Antonio Suárez (cultura queer), Amparo Serrano de Haro (historia de la pintura), Pilar Aguilar (cine) y Teresa Gómez Reus (pintura victoriana y moderna). También resultan interesantes las demás: Marta Cerezo examina el canon literario, Antonio Ballesteros la novela inglesa del siglo xix, Pepa Feu lo sobrenatural como rito de paso en la obra de escritoras y pintoras, y Eugenia López Muñoz, los videojuegos. Corresponde a la coordinadora, Ángeles de la Concha (autora también de uno de los textos, sobre la representación literaria de la violencia de género) el mérito de haber estructurado la obra y elegido a tan competentes colaboradores. Digamos, eso sí, de entrada, que El sustrato cultural tiene un defecto que no es, desgraciadamente, sólo suyo, sino de los estudios culturales de género en España, en términos generales, y es su excesiva dependencia de la bibliografía, y por ende de la cultura, británica y norteamericana. Varios de los capítulos versan exclusivamente sobre textos literarios en lengua inglesa. Y aunque se trate de obras de las que existe traducción castellana, o incluso de clásicos de la literatura (La fierecilla domada, Los cuentos de Canterbury, Frankenstein, Jane Eyre, Drácula…), no puede esperarse de la lectora o lector españoles que estén familiarizados con ellos, que les concedan el peso, la autoridad, el significado, que tendrían para alguien educado en Gran Bretaña o los Estados Unidos. La anglofilia llega al punto de que una obra de Freud se cita, no en alemán ni en español, sino en inglés, y abundan anglicismos como historias cortas, por cuentos o relatos, o destituidos por indigentes (en inglés, destitute).

Pero dejemos de lado esos peccata minuta, pues no son otra cosa, para preguntarnos qué nos dice esta obra sobre el sustrato cultural de la violencia de género, como reza su título. Y la respuesta es verdaderamente preocupante. Me limitaré a señalar tres conclusiones que pueden extraerse de las distintas piezas de este puzzle. Una es que la tradición cultural occidental presenta el amor y el sexo en términos de descubrimiento, apropiación o conquista que un sujeto masculino lleva a cabo sobre un cuerpo femenino tratado como un objeto. Tanto el cine como la poesía llamada “amorosa” (Paz, Neruda, Salinas…) nos muestran a la mujer no como un ser deseante, dueño de emociones, sensaciones e intenciones equiparables a las de su compañero y susceptibles de interactuar con él, no como un individuo, sino como un conglomerado de elementos corporales que la mirada del varón disgrega, convirtiendo a la persona en cosa. Otro denominador común entre distintas manifestaciones culturales de todas las épocas radica en presentar como algo erótico, placentero o hasta cómico, cuando no como manifestación de amor, la violación, el rapto y otras formas de violencia contra las mujeres: es esa una constante que va de las Metamorfosis de Ovidio hasta Rompiendo las olas de Lars von Trier, pasando por las abundantes y festivas o románticas representaciones iconográficas del rapto de Europa o del de las Sabinas.

Pero de las tres conclusiones que antes mencionaba, sin duda la más descorazonadora es la última, a saber: las actitudes que acabo de describir, lejos de ser cosa del pasado, siguen vigentes. De hecho, los artistas contemporáneos supuestamente más innovadores, considerados incluso subversivos, muestran y justifican la violencia misógina con tanto o más ardor (o frivolidad) que sus antepasados. Reflexiones como las que formulan Amparo Serrano de Haro sobre las vanguardias pictóricas, Pilar Aguilar en torno a las películas de Almodóvar, o Eugenia López Muñoz respecto a los videojuegos, nos hacen cerrar este libro con una mezcla de admiración por la perspicacia del análisis –El sustrato cultural de la violencia de género es un libro contundente, por no decir apabullante–, y de tremenda desolación por el diagnóstico. ~

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