Antología personal, de Ricardo Piglia. Barcelona: Anagrama, 2015, 298 páginas.
No toda obra literaria resiste las intervenciones de su autor, las sucesivas vueltas de tuerca. Ricardo Piglia lo ha hecho otra vez y el resultado es una nueva desviación, una calle en otro sentido. El último movimiento en el mapa de sus textos fue con La invasión, en 2006, cuando en España era considerado “uno de los más grandes escritores contemporáneos en lengua española”. Aquella vez volvió al principio, a los cuentos, como si lo llamaran al juego de reescribir para crear nuevos contextos y alterar la ficción. Aquel libro había sido premiado en un concurso de Casa de las Américas y editado en La Habana, en 1967, pocos meses antes de que circulara en la Argentina con su título definitivo y una contratapa enérgica de Haroldo Conti.
Con Antología personal Piglia vuelve a mover las piezas y publica la más completa de las maquinaciones en su obra. Reordena, para empezar, los melancólicos “Cuentos morales” en los que parece haber más de lo que hasta ahora sus lectores han podido ver. Busca el golpe de la narrativa breve, y lo consigue. Con “El gaucho invisible” –extraído de La ciudad ausente– define la ficción paranoica, su campo de acción extendido en la literatura argentina. Contiene en pocas páginas, además de la crueldad de todo aprendizaje, dos metáforas constantes: el río que se hace barro y la isla perdida en la que se habla una lengua que nadie entiende. En la ficción, antes que en la crítica, crea una realidad fluida, de dos caras, hecha de crímenes y de artes microscópicas que intentan descifrarlos. En este cruce entra la figura del investigador, del crítico, del lector que distingue a Piglia.
Una novedad de esta retrospectiva es el desarrollo del comisario de provincia –un poco arruinado y cómico, jubilado, pronto para la inferencia– que actuó por primera vez en la novela Blanco nocturno (2010). Los tres cuentos de la sección “justificarían por sí solos este libro.” Piglia ubica “Los casos de Croce” después de una cita de Marx, de tres páginas, sobre el delito en la red de producción. El orden alternativo, la estafa, la falsificación, la frontera de la ley y la locura son móviles que devuelven a nuestro tiempo frío y deprimido las preguntas por el funcionamiento de la sociedad y la literatura. No hay modo, al leer los relatos, de mantener un punto fijo ni de resolver las intrigas de una larga cadena de situaciones posibles. Como el lector, el detective está rumiando por lo bajo, solo, a la espera de las “clásicas iluminaciones” que den equilibrio a lo claro y lo oscuro, lo dulce y lo amargo, lo verdadero y lo falso. Piglia emula gestos clásicos del policial, sigue como en su origen la “buena conciencia narrativa” de los escritores norteamericanos y mantiene abierta una tradición rioplatense (Macedonio, Arlt, Walsh, Puig, Onetti) en la que aparece, a gran escala, como un hábil intérprete, un nuevo –expresión de Magris sobre Rezzori– epígono precursor.
En la serie “El laboratorio del escritor” ensaya ideas que activan la relojería de sus ficciones. Recupera textos difíciles de encontrar, dispersos en publicaciones minoritarias, y agrega un inédito (“Una clase sobre Puig”) que al ser leído pierde la intensidad que seguramente tuvo, en su momento, en un aula de la Universidad de Buenos Aires. La figura del crítico es, como la del narrador, de antología, y ningún libro anterior de Piglia puede igualar lo que se lee aquí. En unas de las claves, “El escritor como lector”, invierte la postura de un ensayo de Rodríguez Monegal sobre Borges (“El lector como escritor”) y reconstruye la situación de la espeluznante y desaforada conferencia que dio Gombrowicz en Argentina en 1947. Alrededor de “Contra los poetas” encuentra el mejor caso para narrar una historia que se transforma en un análisis del lenguaje y de las relaciones entre intercambio y carencia, organización y asalto, poesía y dinero. La atención de Piglia está puesta en la circulación subterránea del significado, del valor, en el mundo de abajo que invade la superficie y crea poder. A esa experiencia “invisible” le escribió una “Teoría del complot” que, en su matriz latinoamericana, continúa la división entre historia visible e historia esotérica que pudo leer en un ensayo del historiador y estilista uruguayo Carlos Real de Azúa.
Complot, novela, ficción, usos del lenguaje, vanguardia y forma, como temas, registros literarios variados y una pulsión narrativa invariable son la marca de esta Antología personal. “Teoría del complot” puede ser un eje del libro en igual medida que “Modos de narrar”. Descifrar lo que sólo puede articularse en un relato, investigar, arrojarse; adivinar la falsedad es una experiencia límite, una práctica revolucionaria. En la parte del libro en que se lee su ensayo sobre las lecturas del Che (“Ernesto Guevara, el último lector”), señala con precisión “La forma inicial”, su linaje, y reúne sugestivamente un fragmento bernhardiano de Respiración artificial, la extraordinaria “isla de Finnegan” de La ciudad ausente y fragmentos del Diario, esperado y mítico, que ha publicado en escasas entregas y con el que viene a opacar los continuos intentos de renovación de la narrativa latinoamericana. Ante el vacío de la “gran novela”, que tiene décadas, Piglia continúa la tarea fina en los llamados géneros menores. A esta altura del libro (y de su obra) ha esclarecido las relaciones entre río y relato, isla y lengua, historia y crimen.
Como si la selección no bastara, agrega un prólogo perturbador, propio de la ficción paranoica en clave de misterio. Resume un relato de un número de la versión francesa de la revista Ellery Queen y deja un secreto para “un pacífico detective potencial”. La ficción y la crítica están construidas como una continuación de la serie negra y ocultan, cifrado, “un oscuro rastro autobiográfico”. Quizá se resuelva el caso de Piglia hurgando los ficheros de la biblioteca de literatura policial de París. O quizá no se resuelva nunca. Mientras tanto, con Antología personal provoca un desvío en el cauce común a donde van a parar relatos y desechos, noticias y reseñas, libros y lectores. Con un golpe de audacia vuelve a abrir innumerables posibilidades de sentido, nuevos puntos de fuga a su literatura y al resto.